Si vas en taxi al aeropuerto, corres el peligro de que el conductor te machaque con cualquier emisora de radio fascista de esas que te insultan personalmente. Algunos taxistas son el perfecto complemento de ese estado de terror. La facturación en el aeropuerto, por otra parte, te exige estar con una antelación tan grande que a veces más te habría valido ir a pasar la noche al propio aeropuerto, lo que me lleva a intuir que pronto las discotecas serán un nuevo negocio de las terminales aéreas. Al miedo a perder el avión por la lenta facturación -agravada siempre por algún cretino que no ha hecho los deberes antes de acudir al mostrador- sucede el control policiaco y, una vez rebasado éste y tras habernos vuelto a vestir, suponiendo que no haya ninguna huelga de los famosos trabajadores de tierra o de los pilotos, llega el horror del embarque, que casi nunca significa el acceso directo al avión y que nos pone en manos de un conductor de autobús que no se acuerda del aire acondicionado y de paso juega a dar frenazos o bandazos para mortificar a los viajeros. Alcanzar el interior del avión ya no significa nada hoy en día, pues la autorización para el despegue puede tardar una infinidad en llegar, y a veces los aviones ni despegan y los pasajeros son devueltos a la puerta de embarque. Si finalmente volamos y alcanzamos nuestro destino, nos espera la más célebre de las torturas: la pérdida de las maletas. Y como guinda el taxista, que en la ciudad a la que has llegado espera que seas extranjero para cobrarte más.
Cuando veo el barullo y todas esas brutales filas de gente esperando en los aeropuertos, inevitablemente pienso en Louis-Ferdinand Céline: «Oleadas incesantes de seres inútiles vienen desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar ante nosotros y, sin embargo, seguimos ahí, esperando lo que sea…»
No hace mucho, me dieron un susto importante porque acababa de llegar de Lyon y, al abrir en casa una carta procedente de algún lugar de Francia, me encontré con un documento rosado que parecía un carnet de conducir antiguo y llevaba una foto mía severamente grapada en él. Por un momento, pensé que había cometido en Lyon algún delito o infracción grave y que la vida se me acababa de complicar más de lo previsto. Pero miré bien. Se trataba de un carnet donde se me comunicaba que, en aplicación de los principios y leyes unilaterales en vigor, la comisión de control de la sección de Talmont-Saint Hilaire -no sé quiénes son, ni quiero saberlo-, reunida en sesión plenaria del 22 de mayo de 2007, había decidido considerarme digno del título de Refractario al embrutecimiento general, en vista de lo cual se me otorgaba el certificado número 1005, con el fin de que éste me sirviera para todos los fines útiles.
Venía timbrado el documento con un «sello no fiscal» que remarcaba claramente su no oficialidad, y ni que decir tiene que de inmediato le encontré un lugar junto a mi pasaporte y fue grande la satisfacción que sentí al saber que había yo pasado a pertenecer a la orden de los Refractarios de Talmont-Saint Hilaire. Me dije que aquel documento podía servirme para algo o para nada, lo mismo daba, al igual que tampoco importaba saber quién me lo enviaba. Y es que, a fin de cuentas, no pensaba ni pienso mostrarlo en los embrutecidos aeropuertos.
Como dice Juan Villoro, son difíciles de encontrar, a excepción de Lennon y McCartney o de Laurel y Hardy, asociaciones artísticas del siglo pasado tan fecundas como la de los escritores Borges y Bioy Casares, y en todo caso imposible dar con una asociación más duradera. Toda clase de detalles domésticos y literarios se encuentran en el Borges de Bioy, uno de los más simpares libros biográficos de la literatura en español, escrito según el modelo de Vida del doctor Samuel Johnson de Boswell. Como bien ha visto Villoro, en la formula boswelliana compartida por Bioy y Borges lo más peculiar de todo es que ambos se convierten en esa clase de «autores subordinados» («comentaristas caprichosos», «distorsionadores de textos ajenos»…) que tanto amaba Borges, que veía en ellos a literatos tan creativos como los escritores con fama de originales.
No han faltado los tarugos hispánicos que se han burlado del voluminoso libro-diario de Bioy porque en él hay más de mil entradas donde puede leerse «Come Borges en casa.» A mí no me llama la atención esa frase insistente, sino el hecho lateral de que Silvina Ocampo, la mujer de Bioy, insistiera en inventar cada día ante su marido una excusa nueva para evitar que Borges fuera a comer a su casa. Esa actitud de Silvina me lleva a pensar en todos cuantos hoy en día darían cualquier cosa por tener a Borges invitado a cenar. Es curioso observar cómo ese lujo de sentar a un genio a tu mesa era diariamente despreciado por la mujer de Bioy, lo que demuestra lo aleatorio de los criterios y ansias humanas, pues muchas veces lo que uno desea tanto y no consigue, a otro no le interesa nada y sin embargo lo logra, del mismo modo que alguien de pronto es asaltado por el dolor mientras nosotros abrimos una puerta o caminamos por el campo tranquilamente, tal como expresara el poeta Auden en ese poema, «Musée des Beaux Arts», que tanto le gusta también a Jordi Puntí: «Sobre el dolor nunca se equivocaron / los Viejos Maestros: qué bien entendieron / su posición humana; cómo surge mientras algún otro come o abre una ventana o sencillamente pasea aburrido.»
¿Será que lo doméstico -ese veneno que acaba con las pasiones y que también llamamos cotidianidad- lo arruina todo? ¿Será que ver de cerca a los genios les hace perder interés y los desmitifica? ¿No deslumbraba lo mismo, por ejemplo, una conversación de sobremesa con Borges que la lectura de uno de sus relatos? ¿Era Borges un ser algo pelmazo para Silvina? ¿Es el genio, como insisten algunos, una persona insoportablemente normal en la vida cotidiana? ¿Se puede ser genial todo el rato?
Como es bien sabido, tendemos a no valorar lo que tenemos en casa. Henriqueta Madalena, la hermana pequeña de Fernando Pessoa, ilustra a la perfección ese modelo de persona que, por excesiva familiaridad con el genio, vive como algo completamente doméstico lo que al resto de la humanidad deja fascinado. Por lo visto, Henriqueta Madalena tenía muy visto a su hermano Fernando. Fue la que más íntimamente le trató y, al final de su vida -Henriqueta alcanzó casi los cien años-, accedió a hablar de él. «No le hacíamos mucho caso», sentenció. Le pidieron entonces -en referencia a los famosos heterónimos del poeta- que dijera al menos cómo era eso de ser hermana de una persona «múltiple». Henriqueta Madalena sonrió y dijo: «Cuando Fernando hablaba de Alvaro de Campos, de Ricardo Reis, o de los otros, para mí siempre se trataba de él. A veces, durante la comida, Fernando decía que había pasado mala noche y que había escrito algo, y añadía: Es de Alvaro de Campos. Y recitaba. En el fondo, Fernando lo consideraba una fantasía, no se lo tomaba en serio, aunque lo dijese con tono serio.»
Así que Henriqueta Madalena no se tomaba tan en serio los heterónimos como los estudiosos de la obra de su hermano. Y resulta conmovedora cuando al final de la entrevista recapacita: «Sólo puedo decir esto: ahora, hoy, cuando ya ha pasado todo y no se puede volver atrás, ahora que soy mucho mayor y tengo todo el tiempo para pensar y para sentir, me invade la amargura de no haber convivido más con él. Fernando vivió muy solo. Ahora que conozco su obra, que la leo e intento comprenderle lo mejor posible, siento mucha pena.»
Lo que más me llama la atención de esas palabras es la forma de decirlas, esa forma tan asombrosamente hermana de Álvaro de Campos.
Silvina Ocampo, Henriqueta Madalena… ¿Será que las mujeres tienen una relación más sólida y más realista con el mundo? Al hilo de estas notas, me pregunto por mi actual relación conflictiva con Barcelona, ciudad que me parece insufrible y apelmazada desde que las hordas de turistas la inundan insultantemente. Sin embargo, la ciudad goza de una excelente salud y fama en el extranjero. ¿No será que mi relación con Barcelona dura demasiado y la tengo excesivamente vista y mi cansancio de los políticos de aquí y de todo el desastre general que creo percibir en mi ciudad procede de tanta fraternidad doméstica que tengo con ella? No sé, siento la necesidad de otras voces y otros ámbitos. Veo en el exilio la única posibilidad de volver un día a apreciar Barcelona, o como mínimo de dejar de sentirme de malhumor permanente por lo que aquí sucede. Me gustaría convertirme en ese Turguéniev que aparece en Los demonios de Dostoievski y que tanto divertía precisamente a Borges: un Turguéniev que, desesperado por el horror de Rusia, se va a vivir a Alemania y, cuando regresa y quieren hablarle de política rusa, responde que tiene que pensar en asuntos más importantes: en el sistema sanitario de Baden-Baden, por ejemplo.