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Sé que hay muchas personas que, cuando están duchándose en sus casas, sienten un repentino terror al acordarse de aquella escena del asesinato de Janet Leigh en Psicosis de Hitchcock. Y también sé que hay quienes -yo mismo, por ejemplo- se despiertan en sus casas con un repentino pánico porque asocian el momento a la primera escena de El proceso, aquella novela de Kafka en la que Josef K., al despertarse, se encuentra con unos guardianes que le notifican que está detenido. Creo saber desde ayer por qué esa escena no se aparta nunca de mí cuando despierto. No es el miedo a despertarme y ver que unos desconocidos han entrado en mi habitación, aunque es un miedo que también tengo en cuenta, porque cada noche cierro con dos cerraduras la puerta de entrada a mi casa. Yo creo que es un miedo que está íntimamente relacionado con el acto mismo de despertarse. Creo que, si se piensa bien, produce pánico habernos dormido y habernos separado de nosotros mismos, y al despertar descubrir que todo a nuestro alrededor sigue tan absurdo e inescrutable como siempre, aun cuando sospechamos que tal vez ya nada está en su lugar.

Despertar nos lleva cada día a recordar que somos algo esencialmente misterioso. Comentando una frase de San Pablo («Muero cada día»), dice Borges que la verdad es que morimos cada día y que nacemos cada día. Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los otros problemas son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy yo? ¿Quién es cada uno de nosotros?

La persona que uno era y que se separó de uno mismo al dormirse, se une a nosotros al despertar, pero no puede ser que sea exactamente la misma que la del día anterior. Tal vez por eso, cuando algún alma indiscreta me pregunta si, dada la fiebre de separaciones conyugales que nos invade, no me he planteado separarme algún día de mi pareja, suelo responder: ¿Cómo me voy a separar si cada día me separo un poco más de mí mismo?

En cuanto a los que entienden por separación únicamente el hecho de separarse de su pareja y lo viven dramáticamente, siempre he pensado que tienen una frase de Woody Allen que les ayudaría a desdramatizarlo todo: «Mi mujer se ha ido con otro. Entonces, yo la he dejado.» La frase nos pone en la pista del verdadero dramatismo de toda separación y que no es otro que éste: de nosotros mismos no podemos separarnos del todo nunca, sólo podemos separarnos de los demás. Angustia del despertar. Creo que estoy todavía bajo los efectos del libro que leí y concluí ayer poco antes de separarme un poco de mí mismo y dormirme. El libro lo ha escrito Roberto Calasso y se titula K. El autor, en un eficaz ejercicio de pensamiento narrado, recorre las novelas de Kafka desde su interior y dialoga con ellas. En uno de sus mejores capítulos, analiza el arranque de El proceso, donde Kafka escribió unas palabras que después eliminó: «Hace falta presteza para cogerlo todo, al abrir los ojos, por así decir, en el mismo punto en que uno lo ha dejado la noche anterior.» Y algo más adelante, cuando Josef K. habla con los guardianes, se dice a sí mismo algo que ya había pensado en otras ocasiones: que el despertar es «el momento más peligroso». Y añade: «Si uno consigue superarlo sin ser arrastrado de su posición, puede estar tranquilo para el resto de la jornada.» Roberto Calasso ve en El proceso la historia de un despertar forzado. Josef K. es aquel para quien nada volverá a estar en su lugar. Hay gente que al despertar revive cada día con angustia su aparición en la vida, ese despertar forzado. Como decía Erik Satie, venimos al mundo muy jóvenes en un tiempo muy viejo. Y es al tiempo -nos desvela Calassoal que Kafka hace alusión en la breve y misteriosa frase suelta que abre sus Diarios: «Los espectadores se ponen rígidos cuando pasa el tren.» El tren es el tiempo que no nos permite comprender su forma. Es inevitable entonces ponerse rígido, mientras lo observamos: signo de una última resistencia.

Es como si acabara de salir del abrupto acantilado de País Dogon, al sur de Malí, donde uno puede caminar y pasarse jornadas enteras sin cruzarse con una sola alma. Me siento algo extraterrestre después de no haber visto a nadie en varios días. Me llevan en coche a Barcelona, donde he quedado citado al atardecer, a las ocho de la noche en el Café de la Radio. En el trayecto noto que ando todavía bajo los efectos de la lectura de Breve historia de la paradoja, de Roy Sorensen, un gran libro en torno al largo recorrido filosófico de los laberintos de la mente.

A las ocho menos diez me dejan en el paso de peatones -lado montaña- de la calle Casp, junto al Paseo de Gracia. Como soy un reaparecido en mi ciudad, todo me parece nuevo y todo me sorprende, no grata pero sí vivamente. Sé que me basta con cruzar y estaré en la acera del Café de la Radio, del Bracafé y del teatro Tívoli. Pero faltan diez minutos, llego demasiado pronto. Dejo que los peatones crucen al otro lado, y me quedo parado, preguntándome si he de hacer lo mismo. Se me ocurre mirar hacia atrás y veo a un mendigo al que nadie da limosna.

«¿Por qué no puede mi mano derecha donar dinero a mi mano izquierda?», me pregunto buscando la paradoja. Y en ese mismo momento reparo en que en la esquina hay una camioneta de la policía y que desde su interior podrían llevar rato ya observándome. ¿Me he convertido en un sospechoso por no dar limosna o por no cruzar cuando iba a hacerlo o por haberme dejado llevar por mis laberintos mentales?

Pasa de pronto ese carcamal que, con un pearcing en la polla como única indumentaria, pretende imponer a los demás la tiranía visual de su propio asco. Veo poco después al alcalde Hereu, que sale de Radio Barcelona y saluda sonriente hasta al último transeúnte que pasa por allí, aunque -lástima- no parece que haya visto al mastuerzo en cueros.

No salgo de mi asombro. ¿Tiene que ser así forzosamente Barcelona? Pasan de golpe, Paseo de Gracia arriba, un sinfín de turistas en calzoncillos, seguidos por una caravana muy completa de trileros, lateros, talibanes en bicicleta, carteristas y rumanas con niño drogado. Sigo inmóvil y diría que infundiendo sospechas a la policía, que continúa vigilándome. ¿Por qué a mí y no a los turistas o a los carteristas? ¿No podría ser diferente la ciudad? Me planteo acercarme a Hereu y susurrarle que he visto al mastuerzo en bolas y una caravana muy completa de delincuentes. Pero finalmente decido seguir inmóvil en el paso de peatones. Me gustaría decirle que en Barcelona todo podría ser diferente. Inmóvil en el semáforo, me quedo imaginando algo así como un paisaje moral nuevo, digamos que experimental. Pero resulta tan diferente Barcelona en ese paisaje que acabo perdiéndome en mi propia nueva geografía.

En realidad, nunca han existido mapas para nuestros innumerables laberintos.

Se aleja el alcalde y con él la posibilidad de susurrarle algo, pero mi vida mejora porque paso a pensar en la laberíntica historia de la paradoja y en la paciencia de la que hablaba Sócrates, que sostenía la tesis de que todas las virtudes se reducen a una sola: el conocimiento. Esa tesis provenía de su idea de que las personas nunca escogen voluntariamente la alternativa inferior. Y ponía un ejemplo: si se ofrece a alguien elegir entre dos higos y un higo, elegirá dos higos. Por lo tanto, «siempre aspiramos a lo mejor». Ahora bien, Sócrates tenía en cuenta que las personas a veces prefieren un bien menor que pueda obtenerse de inmediato antes que un bien mayor que requeriría esperar. Y opinaba que esto podía deberse a un error de perspectiva.