A esta hora de la tarde, imagino que mi sombra monumental, al observarla desde mis pies de gigante, tiene una cabeza diminuta. Sócrates sostenía que existen ilusiones que, al igual que nuestras sombras distorsionadas al atardecer, nos ofrecen una imagen escorzada también respecto al tiempo. Un niño podría preferir un higo hoy antes que dos higos mañana, porque un higo le parece ahora el bien más grande. Sin embargo, las personas que maduran acaban por elegir el bien mayor, los dos higos para mañana, y es que han adquirido la virtud de la estrategia y la paciencia.
Sé que podría llegar antes a mi cita del Café de la Radio, pero también que puedo tener un poco de paciencia y esperar. A las ocho menos un minuto miro hacia el horizonte, que se pierde más allá de la Plaza de Cataluña. Y decido por fin que voy a cruzar el paso de peatones. Recuerdo que Sorensen dice que la filosofía es como una expedición al horizonte y tal vez una empresa imposible: no podemos alcanzar nuestro destino porque lo que consideramos horizonte cambia constantemente. Pero reacciono, no quiero convertirme en un pesimista. A las ocho en punto, me separo de mi sombra y cruzo la calle y entro en el Café de la Radio, muy lleno a esta última hora de la tarde. Hay una mesa libre y me siento a esperar, y por si acaso me armo de paciencia. Me gusta este Café de la Radio, aunque tal vez sea mejor el Bracafé: mayor solera y una vieja barra de cafetería y bar bien conservada.
Afuera, puede verse al carcamal amostazado restregando su inocente culo contra un árbol. Viendo cómo está todo, uno se siente afortunado de estar aquí a salvo en este bar que, al igual que el Bracafé, conserva todavía cierta atmósfera autóctona.
– ¡Qué puntualidad! -oigo que dicen.
Refugiarse en locales como éste acabará por convertirse en un gesto de resistencia, y hasta puede que esos lugares nos sirvan de acicate para no caer en nuestro comprensible pesimismo de ciudadanos de Barcelona.
La Baule es una población costera de la región del Loire-Atlantique, una larga playa situada al fondo de la bahía de Pouligen, a una hora en coche del aeropuerto de Nantes. Es un lugar turístico y los habitantes de esa comunidad se llaman baulois, y lo que no aparece en los folletos propagandísticos es que fue en una casa de La Baule donde detuvo la Gestapo al presidente Companys. Serpenteada por siete kilómetros de arena inacabable, hoy en día La Baule, situada en la llamada Côte d'Amour, se enorgullece de ser conocida como la playa más bella de Europa y también de ser el escenario, desde hace diez años, de una manifestación literaria férreamente francesa, pero bautizada con un nombre relajante: Ecrivains en bord de mer. Creo que en el fondo vine hasta aquí exclusivamente para poder inscribir en mi dietario la descripción de este pueblo de la costa atlántica francesa y, sobre todo, para anotar una frase que exigía, si quería que fuera verdadera, que me desplazara hasta esta playa. ¿La frase? Es sencilla y auténtica: «Vine a La Baule para poder escribir que estoy en La Baule.»
Para llegar hasta aquí he tenido que pasar por Nantes, donde nació Jules Verne, y eso me ha llevado a evocar una escena que se distingue de todos mis otros recuerdos de infancia, un recuerdo separado de todos los demás de esa época. Exterior noche. Paseo de Sant Joan de Barcelona. Salgo del cine Chile, donde acabo de ver Veinte mil leguas de viaje submarino, película de Richard Fleischer basada en la novela de Verne. Acabo de ver en imágenes cinematográficas lo que en los días precedentes ha sido un libro (acompañado de un notable número de ilustraciones) que he leído a lo largo de las últimas tardes, a la vuelta del colegio. Es un ejemplar de la colección infantil Historias. En el lomo de los libros de esa colección aparecen siempre dibujados los rostros de los cuatro principales personajes de la narración. Recuerdo que durante un tiempo creí que todas las historias del mundo las protagonizaban siempre cuatro personajes, ni uno más y ni uno menos, y los que no aparecían en el lomo eran sólo proyecciones fantasmales de los cuatro protagonistas. Un pequeño equívoco sin importancia.
En fin. Salgo de ver Veinte mil leguas de viaje submarino, cruzo la calle Rosselló y vuelvo a mi casa. Noviembre del 56. Son alrededor de las siete de la tarde y tía Eulalia, que está de visita en casa de mis padres, me pregunta qué película acabo de ver. Por toda respuesta, le muestro mi ejemplar de Veinte mil leguas de viaje submarino. Y en ese momento me doy cuenta de que ir al cine ha sido ir a buscar en el exterior lo que ya tenía en casa. Aquel descubrimiento me quedará grabado para siempre. Asocio desde entonces lo interior con lo cálido y con la literatura, y lo exterior con el cine. Eso, a la larga, establecerá, en mi fuero interno, una supremacía total de la literatura sobre el cine. Y cuando años después lea a Nietzsche, aún lo veré todo más claro: «La filosofía ofrece al hombre un asilo en el que ninguna tiranía puede penetrar, la caverna de la intimidad, el laberinto del pecho: y esto enfurece a los tiranos.» Nietzsche también nos dejó dicho que desde siempre los hombres han puesto a salvo su libertad en el interior de sí mismos.
Desde aquel remoto día del 56, lo literario se encuentra en casa, y el cine hay que ir a buscarlo fuera. Desde aquel día, lo más interesante no suelo encontrarlo en el mundo exterior, sino en la luz interior, por ejemplo, del portal de mi propia casa de la infancia, esa luz que Jaime Gil de Biedma, hablando de los recuerdos de sus primeros años, definió en una frase memorable: «Barcelona es la luz submarina de los portales del Ensanche vistos al volver del colegio.»
Quizás no sea tan casual que cuando Jesús Garay rueda en 1977 Nemo, su versión minimalista de Veinte mil leguas de viaje submarino, elija un piso del Eixample de Barcelona para situar la acción. Es más, convierte la entrada al Nautilus en el clásico portal de hierro historiado de las casas del Eixample. En la película de Garay se subía al sumergible Nautilus a través de uno de esos lentos ascensores de las casas del Eixample. Y el despacho de Nemo estaba situado en una de esas galerías húmedas que dan a los patios interiores (tipo Ventana indiscreta de Hitchcock) de las casas del Eixample, esas galerías donde tantos de nosotros leímos a Verne mientras espiábamos a los vecinos.
Comparto con otros cierta perplejidad. ¿Cómo puede ser que Verne, «un modesto tendero de las letras» (como le llama César Aira), se haya convertido, aunque sólo lo leyéramos de niños, en un clásico indiscutible? ¿Tan extraordinariamente cálida y acogedora es en general la literatura? Parece que sí, y no está mal que lo sea para creadores como Verne, que fueron unos virtuosos a la hora de practicar una escritura muy exótica de puertas afuera, pero situada en el fondo en intrincados y apasionantes -basta ver los de Nemo- laberintos interiores.
El cine pasó definitivamente a un segundo plano en mi vida cuando empecé a adentrarme en los interiores literarios, y entre los libros que leí en esos días estuvieron las novelas extrañas de Raymond Roussel, precisamente el hombre que más idolatró a Verne en este mundo. Este singular y genial escritor parisino (Locus Solus, Impresiones de Africa) me descubrió el aislamiento feliz de los interiores, las turbias atmósferas librescas del capitán Nemo, la luz olvidada de los portales de mi infancia. Desde entonces regresan a diario, puntuales, los destellos oceánicos de antaño. Y a veces uno, al borde mismo del mar, frente al Atlántico, escribe en su dietario una página como ésta, preguntándose si no acabará encontrando en ella emociones asombrosamente sencillas. Sí, exacto. Las historias del tendero de la esquina.