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AGOSTO

Coincidiendo con el secuestro del semanario que publicó la viñeta de los Príncipes de Asturias, aparece Contra la censura, un libro de ensayos de J. M. Coetzee por el que cruza el espíritu de Erasmo de Rotterdam, de quien admira su extrema libertad intelectual y la «suavidad aterciopelada» de su ambiguo lenguaje en estado de inquietud eterna desde que prefiriera no tomar partido en el enfrentamiento entre católicos y calvinistas, dos voluntades totalizadoras. Abro un paréntesis para decir que seguramente, en la guerra de España, a Erasmo lo habrían fusilado a las primeras de cambio, pues éste es un país, dicho sea de paso, no apto para las sutilezas. Pero sigo. Coetzee sitúa el origen del gesto punitivo de censurar en la capacidad de ofenderse: «La fortaleza de estar ofendido radica en no dudar de sí mismo; su debilidad radica en no poder permitirse dudar de sí mismo.» Es una hermosa paradoja, que descarta al verdadero literato del oficio de censor. En el caso de la viñeta sobre los Príncipes de Asturias, la indignación oficial del juez Del Olmo nos confirma algo tan elemental como que, en efecto, sin su capacidad de ofenderse, no habría existido represión y se habría incluso evitado que el propio presidente Zapatero registrara la supuesta ofensa y se apresurara a hablar de la dignidad del Príncipe: «Puedo decir, sin exageración y por conocimiento directo, la gran responsabilidad y dignidad con la que el príncipe Felipe realiza su tarea.»

Así pues, la ofensa resultó decisiva en este asunto, tanto como la dignidad, que pudo ser ofendida, según Zapatero. Pero tal vez, de haber leído ciertas páginas de Contra la censura, el presidente habría podido añadir algunas sombras de duda a sus palabras. En el libro de Coetzee se profundiza en el conocimiento de lo que entendemos por dignidad y se analizan, con espíritu sutil y erasmista, los orígenes y circunstancias que rodean palabras como censura, ofensa, dignidad. La alta literatura suele alimentar siempre dudas mentales que acaso un cargo público no se puede alegremente permitir. Ésa es una de las muchas ventajas de la alta lectura sobre la acción política. En cualquier caso, en ese libro de Coetzee el presidente todavía está a tiempo de encontrar, si quiere, una idea que en el fondo no deja de ser sencilla, aunque se halle en Contra la censura agazapada tras un hondo bosque analítico. La idea es que para que haya una ofensa tiene que existir un concepto equivocado de la dignidad: sólo hay ofensa si se ignora que la dignidad es una ficción, un eje más de las ruedas del teatro del universo.

Así es, si así nos parece. El mundo es una ilusión, un escenario en el que todos tenemos frases que decir y un papel que representar. Cierta clase de actores, al reconocer que están en una obra, seguirán actuando a pesar de todo; otra clase de actores, escandalizados de descubrir que están participando en una mascarada, tratarán de irse del escenario y de la obra. Los segundos se equivocan. Se equivocan porque fuera del teatro no hay nada, ninguna vida alternativa a la que uno pueda incorporarse. El espectáculo, al igual que el teatro kafkiano de Oklahoma, es, por así decirlo, el único que hay en la cartelera. Y lo único que uno puede hacer es seguir representando su papel, aunque tal vez con una nueva conciencia, una conciencia cómica.

Decía Erasmo que una dignidad digna de respeto es una dignidad sin dignidad, que es muy distinta de una dignidad natural. Y esta opinión me recuerda que los autores que admiramos no se tomaron a sí mismos nunca en serio y supieron siempre que no llegaban a ser ni una mota de polvo en el universo. Coetzee explica que, si bien él no es incapaz de ofenderse, no siente un respeto particular por su propio sentimiento de ofensa; no lo toma en serio, en especial como base para la acción de réplica. Seguramente, él mismo es el primero en no tomarse en serio y en contemplar la literatura como un juego de riesgos y abismos de altura. Es más, juraría que de la inseguridad saca sus fuerzas; no cede a nada, y nadie que quiera ofenderle puede con él. Seguramente le basta con su dignidad propia, secreta, con esa dignidad que no recurre al respeto, porque sabe sobradamente que la esencia del respeto es la pura y simple maquinación y, en consecuencia, el engaño. Y, además, porque sabe también que el respeto es siempre superfluo -un añadido insignificante a la dignidad- y muy parecido a la seriedad de las personas mediocres que ocultan, tras sus redundantes dignidades, sus defectos mentales.

Recuerdo que un gran amigo me habló, en una noche inolvidable, de las renuncias secretas a todo tipo de poder que constituían el asombroso núcleo central de su dignidad propia y más íntima, su dignidad natural. La gente juzga con precipitación y no quiere saber -seguramente no le interesan- las virtudes secretas que componen la dignidad verdadera de los otros. En mi minúsculo caso particular, yo considero que, tras una sucesión de tomas de conciencia cómica, se ha ido reforzando mi indiferencia hacia cualquier agravio. Eso me hace comprender mejor que, como sugiere Coetzee, las afrentas a la dignidad de nuestra persona no sean ataques a nuestro ser esencial, sino a construcciones gracias a las cuales vivimos, pero construcciones al fin y al cabo. «Las afrentas pueden ser reales, pero no debemos olvidarnos de que lo que vulneran no es nuestra esencia sino una ficción fundacional que suscribimos con mayor o menor entusiasmo», es decir, que, en realidad, cuando apelamos a nuestros derechos y exigimos reparación, haríamos bien en recordar lo insustancial que es la dignidad en que se basan esos derechos: «Si olvidamos de dónde procede nuestra dignidad, podemos caer en una postura tan cómica como la del censor enfurecido.»

En su innovadora lectura de Erasmo, Coetzee avisa de que este autor, que no estaba con unos ni con otros, desarma prácticamente a cualquiera que decida adoptar la causa erasmista elevando por adelantado al pensador de Rotterdam a la condición de uno que sabe. Y es que el poder y modernidad del texto erasmiano radican precisamente en su debilidad -su renuncia jocosa y seria a la condición de gran falo, su evasiva (no) posición dentro y fuera del teatro del mundo-, del mismo modo que su debilidad radica en su poder de crecer, de propagarse, de engendrar erasmistas: yo mismo, por ejemplo, un caso cómico, el último -por ahora- de ellos.

Murió Erasmo en Basilea y, como un reconocimiento a su sentido de la libertad individual, en la tumba se grabó su lema: No cedo a nada. También podrían haber inscrito aquello que dijo cuando fue instado por el Papa a denunciar las herejías de Lutero: «Preferiría morir a unirme a una facción.» En privado, consideraba Erasmo que la controversia de la reforma era insensata por su fanatismo. La creciente violencia de la rivalidad de las dos facciones le hacía ver que se parecían, que era como si estuvieran los dos bandos en connivencia. Acabó su vida aislado, acosado. «Rey de los anfibios», lo llamó Lutero. «El rey del pero», dice Georges Duhamel. Su posición en el teatro de la vida era la del que no está con nadie, no está ni con él mismo, de quien se ríe en pleno centro del escenario. Sus inseguros puntos de vista nos parecen hoy un buen referente para nuestra higiene política en un momento en que nos resultan tan difíciles actitudes intelectuales que sean coincidentes con las de nuestros gobernantes. Hasta el siglo XIX, el gran político y el gran escritor podían confluir en una similitud solidaria de lenguajes. La novela decimonónica, por ejemplo, retrataba el mundo con las mismas categorías que presidían la labor del político que construía el mundo. La literatura podía ser central, colocarse en el centro del devenir histórico. En el siglo XX, aquella solidaridad se quebró. El político y el escritor, la historia y la poesía, comenzaron a hablar dos lenguajes diferentes e incompatibles; sus mundos empezaron a no coincidir uno con otro. Franz Kafka, heredero del lenguaje paradójico de Erasmo, fue el maestro de esta sutil, decisiva inversión.