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Es por todo eso interesante ver cómo Coetzee aplica al tema de la censura una crítica paradójica e insegura, no vacilante, pero «tampoco segura de sí misma». En la medida en que su propia crítica del censor es admirablemente insegura (tiene dudas, por ejemplo, acerca de qué pensar de los artistas -léase aquí dibujantes de viñetas- que rompen tabúes pero reclaman la protección de la ley), su libro está dominado por el espíritu de las incertidumbres de Erasmo, pero también por sus herederos literarios: los comediantes Cervantes y Sterne, el ambiguo señor Hamlet, el Gran Teatro de Oklahoma y, al fondo de todo, como una fatalidad feliz, el mundo no menos teatral de Beckett y su viejo solitario avanzando bajo la lluvia en el último muelle del mundo: un aliado eterno de la broma infinita y enemigo de la retórica política y, sin duda, amigo de la dignidad natural, tan común a todos, nobles y plebeyos, sin distinción alguna.

Me dijeron que los finlandeses no se sienten tensos si la conversación atraviesa largas pausas, ya que para ellos el silencio siempre fue una forma de comunicación. Ahora bien, cuando por fin se deciden a hablar, se quedan contrariados si les interrumpes. También me dijeron que resulta sorprendente en la televisión el ritmo pausado de los presentadores de los informativos, y también que muchos finlandeses consideran que el tango nació en su país y llegó en los barcos a la Argentina. ¿El tango es finlandés? Creo que en Buenos Aires, en revancha, dicen que la sauna es argentina. Y también me dijeron que la vida en Helsinki es gris y deprimente, tal como la retrata el cineasta finlandés Aki Kaurismäki en sus extrañas películas silenciosas o la describe Arto Paasilinna en sus novelas (Delicioso suicidio en grupo), donde dice que el enemigo más poderoso de los finlandeses es la oscuridad, la apatía sin fin, «pues la melancolía flota sobre el desgraciado pueblo y durante miles de años lo ha mantenido bajo su yugo con tal fuerza que el alma de éste ha terminado por volverse tenebrosa y grave».

Antes de salir hacia allí, leí las Cartas finlandesas de Ángel Ganivet, recientemente reeditadas (escritas hace un siglo, son de una modernidad asombrosa), y me dediqué a investigar sobre Kaurismäki alquilando todas sus películas. Son muy originales, admirables obras de autor, sin duda. Pero sólo pude ver dos, La chica de la fábrica de cerillas y Sombras en el paraíso. Y es que deprimen al más optimista, aunque reconozco su poesía fúnebre: los silencios se hacen misteriosamente inolvidables, la tristeza se convierte en materia infinita, la oscuridad parece un túnel sin regreso.

Pensé que, si todo iba a ser así en Finlandia, el viaje sería duro y extraño. Pero me animaba la perspectiva de encontrar buen material literario para un hipotético libro sobre el tema de la rareza en general. Fui allí a primeros de agosto y pasé en Helsinki diez días y no encontré ese material, casi no vi nada allí que fuera realmente raro. Al día de hoy, ni siquiera puedo seguir pensando que Finlandia es extraña. Hasta recuerdo ahora con bochorno que viajé habiendo ya mentalmente escrito las postales: «Desde la rara, silenciosa, pacífica Finlandia…»

A los dos días de mi llegada, leí estupefacto en la edición europea de El País: «En la pacífica Finlandia tuvo lugar ayer un crimen tremendo…» En aquel momento, todo llevaba a pensar que encontraría en Finlandia una réplica del ángulo más raro de mi propio paisaje cerebral… Pero nada de nada. Salvo esa anécdota, lo demás transcurrió con una normalidad inquietante. Los encantadores finlandeses que conocí (Anu Partanen y compañía) no tenían nada de tenebrosos ni graves. Si cuando hablaban les interrumpías, sonreían comprensivos. A uno le pregunté si le había molestado que le interrumpiera y me contestó con una frase de suave rareza: «¿Seguro que naciste para interrumpir?» No eran tenebrosos, sino que tenían humor y eran agudos, amables, comunicativos. No encontraba uno grandes rarezas que registrar. Anoté esto en la dinámica terraza del Gran Hotel Kamp: «Kaurismäki es raro, Finlandia no.»

En un manicomio francés, a principios del siglo XX, un loco escribió en grandes letras sobre las paredes del centro: «Viajo para conocer mi geografía.» La frase la descubrí hace veinte años y la incluí al comienzo de un libro de cuentos. Y en mi viaje a Finlandia está claro que fui a buscar algunas de las rarezas y cartografías perdidas de mi geografía íntima. Pero el hecho es que no encontré ahí ninguna. Seguiré buscando. Aunque quizás soy ya uno de esos expedicionarios de los que habla Canetti, uno de esos «explorado res que ya no saben cómo volver del mapa». Sería una lástima porque quisiera regresar algún día a la enérgica Finlandia.

Ese país es el menos corrupto del mundo (lo cual está dicho pronto) y se halla situado en primera fila en crecimiento, innovación, difusión tecnológica y protección social. Cuenta con veinte orquestas sinfónicas para sus cinco millones de habitantes. Son parcos en palabras, es cierto, pero se comunican con una sensatez e inteligencia inusuales en los países latinos. Y, además, no son más tristes que un andaluz en plena juerga. Pensar que la vida en Finlandia se parece a una película de Kaurismäki (en cajamumero8.blogspot.com el cineasta Víctor Iriarte le dedica interesantes líneas) es como creer que en España todos somos personajes de Almodóvar.

La existencia de las veinte orquestas sinfónicas es una de las claves de su prosperidad espiritual. Fueron pioneros en establecer el sufragio universal y también en las comunicaciones telefónicas, de modo que no es tan raro que de allí haya surgido Nokia, un pueblo a cinco kilómetros de Helsinki. No hay, por otra parte, apagones de luz y los trenes de cercanías funcionan con una perfección alucinante. Los aeropuertos son un modelo de orden, geometría, calma y transparencia. Los políticos son muy eficaces y no salen en la televisión para poder así disponer de más tiempo para trabajar. Tal vez allí lo único raro sea que Johan Ludvig Runeberg, el gran poeta nacional finlandés del siglo XIX, lo escribiera todo, absolutamente todo en sueco, es decir, que, según la óptica catalana, no podría representar a su país en la Feria de Frankfurt. Pero bueno, el caso de Runeberg tal vez sea precisamente la excepción a la regla en un país donde lo demás es de una normalidad aplastante y donde, por mucho que se diga, siempre han sabido ingeniárselas para no tener que quedarse estúpidamente a oscuras.

SEPTIEMBRE

99 años se cumplen este domingo 9 de septiembre del nacimiento de Cesare Pavese. Los números 99 y 9 no son muy redondos, lo cual me relaja. En la radio del coche suena Back on the Chain Gang de los Pretenders, y el relajamiento se va viendo envuelto en una atmósfera melancólica. Estamos cruzando el Piamonte y nos dirigimos a la Lombardía, a la ciudad de Mantua. Hace un rato estuvimos a punto de desviarnos a Santo Stefano Belbo, el pueblo natal de Pavese, sólo porque el otro día alguien vio en el Financial Times que alquilaban la casa natal del escritor. ¿La alquilan para turismo rural? Por muy poco, no nos hemos desviado. Pero finalmente hemos seguido hacia Mantua y he aprovechado entonces para contar la historia de un famoso escultor vasco que, cuando estaba solo y se aburría por las tardes en su casa de siempre (su casa natal), colocaba un cartel en la puerta donde decía: «Se vende». Y se quedaba fumando un cigarrillo, asomado a la ventana principal, esperando. Era su manera de ir en busca de una conversación que llenara la tarde. Porque siempre terminaba encontrando a alguien que, conocido o extraño, se interesaba por la venta del caserón. Yo creo que vender tu casa natal (aunque sólo lo hagas mentalmente) es una buena forma tanto de liberarse de cargas nostálgicas excesivas como de encontrar buena gente para pegar la hebra.