101 años del nacimiento en Belluno del gran Diño Buzzati. Cada vez más cerca de Mantua, me acuerdo de un espacio tan prodigioso como imaginario llamado Límite, donde Buzzati, escritor de origen rural como Pavese, desarrolló el tema de la espera (su inquietud favorita) en su primera novela, Barnabo de las montañas, donde enmarcaba su historia de hondo calado metafísico en una cordillera imaginada a la que puso el nombre de San Nicola. Este espacio novelesco nos era descrito con una tan asombrosa exactitud de geógrafo que todo el mundo creía que era real. En octubre se cumplirán 101 años de su nacimiento en Belluno. Dedicó su primera novela a su gran pasión por la montaña. Luego vendrían otros libros, donde también había personajes en eterna espera. El desierto de los tártaros fue el más conocido de todos. Como antes con el escultor vasco, he aprovechado la circunstancia para comentar algo, y he dicho que echo en falta un libro sobre los diferentes autores literarios que trataron el tema general de la espera en relación con el desasosiego y la interrogación metafísica. Nerval, Bretón (Nadja), Julien Gracq, Kafka, Coetzee (Esperando a los bárbaros), Juan Benet (En la penumbra), Céline Curiol, Beckett y demás séquito.
97 años cumplió este pasado julio Julien Gracq, que sigue viviendo en su casa natal de St. Florent-le-Vieil, a orillas del Loira, ajeno al mundanal ruido. El mar de las Sirtes sigue siendo su gran novela sobre la espera. El vagabundeo libre y a veces anticipatorio de Nerval, la configuración psíquica tormentosa de Rimbaud, los signos exteriores procesados por una mente sesgadamente surrealista, todo eso forma parte de la configuración de ese inolvidable libro publicado hace ya más de medio siglo. Cuando lo percibimos ahora tan contemporáneo, descubrimos al mismo tiempo que una tenebrosa intuición de futuro está extrañamente agazapada a lo largo de la luz fría de Sirtes y de la morosa espera que cruza toda la trama de esta novela, que es la narración de un tiempo muerto y el anuncio de un renacimiento que nunca llega, una historia de iniciación que oscila entre el secreto y una posible revelación que, a través casi siempre del enfrentamiento con la muerte, resulta ser al final la revelación del propio relato en sí, es decir, la triunfal afirmación de la literatura sobre el mundo.
95 años habría cumplido a finales de este septiembre Michelangelo Antonioni. Cuanto más nos acercamos a Mantua, más lo hacemos también a Ferrara, su ciudad natal. Pienso en La aventura (1960), película que será siempre discutida y que a mí nunca dejará de fascinarme. Abrió caminos a autores que vinieron después y que también he admirado, como Wim Wenders. La aventura fue un film metafísico que en su momento representó una manifestación nueva del lenguaje cinematográfico. Siempre me llamó la atención la historia de su complicado rodaje. Es una historia que Julien Gracq, por ejemplo, habría podido convertir en una novela en torno al tema del tiempo muerto y la espera. Porque el rodaje tuvo problemas con el productor y huelgas del personal, pero el incidente que considero novelable llegó cuando los actores, técnicos y director quedaron atrapados varios días en la Isla Blanca, sin posibilidad de escapatoria, rodeados de un mar tempestuoso y sin nada para comer o abrigarse. Quedaron allí a la espera de que amainara el temporal y en realidad a la espera de todo.
Finalmente hemos llegado a Mantua, donde densas nubes oscuras se están extendiendo aceleradamente por el cielo. La atmósfera, pesada, va volviéndose irrespirable. Retumba, contundente, un trueno lejano. Quedamos a la espera, tensa, de la lluvia. Y de los acontecimientos.
Fue llegar a Mantua y enterarnos de que en la ciudad de al lado, en Módena, acababa de morir el vecino más ilustre, Pavarotti. De repente, toda la atención mediática mundial se centró en la ciudad vecina. Estoy seguro de que, aun no habiendo muerto el tenor, tampoco la atención mundial se habría centrado en Mantua. Allí había sólo un festival literario. Estaban Wole Soyinka y Orhan Pamuk, dos premios Nobel. Y autores como Jonathan Coe, Frank McCourt, Erri De Luca, John Berger, David Grossman, John Banville. Pero la atención mundial nunca se ha perdido por parajes literarios. En el fondo, es una suerte. Nuestra vida de estos días en la discreta Mantua ha tenido dimensiones humanas, mientras que oíamos decir que en la ciudad vecina las vidas parecían televisadas. Tiene Mantua algo de ciudad anónima, pues al regresar del viaje he comprobado que casi nadie sabe nada de ella. Pero allí trabajó Mantegna y ostentaron el poder los Gonzaga, y allí se encuentra el Palazzo Te, con su genial sala dedicada a las relaciones de Amor con Psique.
Espiar en Mantua al maestro de las falsas identidades, espiar a John Banville, es algo que nunca había pensado que haría. El primer día, le vi tomando una cerveza, sentado en una terraza con una señora que parecía su esposa. Y el segundo -confirmando que lleva doble vida- sentado en la misma terraza con una segunda esposa. También pude ver que mi admirado Banville -más bajito de lo que le imaginaba, pero estaba su sombrero panamá para remediarlo- se moría de risa viendo pasar a dos ceremoniosos carabinieri con traje de gala. Y deduje que era muy evidente que le fascinaban toda clase de disfraces y de imposturas. Le estuve observando con la máxima discreción, pero me pareció que se daba cuenta. No en vano, él era el único de los escritores invitados a Mantua que se esforzaba por pasar desapercibido, es más, por ir casi de incógnito, por ser lo más parecido que puede haber a un hombre anónimo. Tal vez por eso, Banville vigilaba a su alrededor y parecía imitar a Alex Vander, personaje de su novela Shroud (Imposturas), aquel farsante que a su paso por las calles de una ciudad italiana de provincias -una cojera cómica y el bastón y el sombrero ocupando el lugar del garrote y la máscara de Arlequín- recordaba la commedia dell'arte: «Siempre sospeché que acabaría así, como un marginado, recorriendo las calles secundarias de alguna ciudad anónima, hablando solo y observado por los transeúntes.»
Banville me recordó a Alex Vander, pero también a Moses Herzog, personaje de Saúl Bellow. Y es que intuí, viéndole moverse tan intenso y pasivo, que su temperamento era de una inocencia tan extraordinaria como su sofisticación: un loco cuyo odio destilaba comedia, un erudito en un mundo traicionero y, a pesar de todo, aún a la deriva en la gran piscina del amor de la infancia, la confianza y la excitación por todas las cosas. Un genio con doble vida, divirtiéndose en su errancia.
Al caer la tarde, encontré audiencia para poder hablar sobre lo que quisiera y comencé diciendo que mi rechazo a una identidad personal (mi afán de no ser nadie) nunca fue tan sólo una actitud existencial llena de ironía, sino más bien el tema central de mi obra.
Nada más decir esto, me pareció que no había dicho algo que fuera del todo cierto, pues a fin de cuentas no me pasaba el día deseando ser nadie y, por otra parte, el tema central de mi obra era otro, tal vez mi incapacidad de decir la verdad. Iba a contar que ése era el verdadero tema central de mi obra cuando me pareció que, si lo decía, iba de nuevo a faltar a la verdad, porque no hago más que luchar siempre con la tensión entre ficción y realidad para alcanzar la verdad