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Me puse muy nervioso porque tenía la mirada del público clavada en mí y había sido demasiado arrogante al creer que podía improvisar. Y al darme cuenta de que lo importante era que siguiera hablando sin mostrar vacilaciones, me puse aún más nervioso y acabé reprochándole al Dante que hubiera escrito en el Infierno: «El aire estaba sin estrellas.»

Todo el mundo me miró perplejo, como esperando que continuara. Era consciente de que había agredido a Italia y entonces, para arreglarlo, no se me ocurrió mejor cosa que decir que el drama de Alemania era el de no haber tenido un Montaigne. Haber comenzado con un escéptico, dije, les facilitó a los franceses mucho las cosas. Vi que la gente me miraba con espanto y, por un momento, pensé en pedir asilo político en la embajada de Francia.

A la mañana siguiente, recibí en el hotel a un señor muy serio que preguntó si podía hacerme exactamente cuatro preguntas. Empezó queriendo saber si me identificaba plenamente con el título de mi libro El viajero más lento. Dudé al contestar. El señor aquel tenía un gesto tan grave que no parecía proclive a las vacilaciones. Opté por decirle que sí, y me pareció que después de todo era la respuesta más coherente. Entonces sonrió y, con palabras pausadas, me dijo que era el presidente de la Asociación Internacional del Tiempo Lento. ¿Qué se contesta a alguien que dice algo así? Me quedé lento de reflejos. La segunda pregunta buscaba conocer mi opinión sobre el tiempo. «Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, lo ignoro», dije imitando a San Agustín, y temiendo la reacción airada del señor del Tiempo Lento. Pero el hombre ni se inmutó, siguió anotándolo todo en un cuaderno. La tercera pregunta pretendía averiguar si el tiempo era la imagen móvil de la eternidad. Comencé a preocuparme porque tuve la impresión de que aquel hombre tenía todo el tiempo del mundo y que iba a ser difícil -después de haberme declarado a favor del Tiempo Lento- explicarle que tenía cierta prisa porque me esperaban en la plaza Sordello. Hubo una cuarta, quinta, sexta pregunta. Y más anotaciones parsimoniosas en su cuaderno. Sentí que había quedado atrapado en una trampa claustrofóbica. Y pensé en decirle al señor del Tiempo Lento: «Soy un ser anónimo, ¿me permite volver a la libertad?» Iba a decírselo cuando el hombre, esbozando una sonrisa, cerró su cuaderno y me comunicó que habíamos llegado al final de nuestro tiempo. «Siga su camino», añadió magnánimo. Frenando mi velocidad, salí perturbado, pero libre, hacia la plaza Sordello.

Escribo en el nombre de México, del Hijo y del Espíritu independiente y libre de este festival, Fet a Mèxic, que tendrá lugar en Barcelona desde el próximo sábado. En realidad escribo en el nombre de México desde hace dos décadas, desde que por primera vez vi ese país arrebatador, fascinante.

Aceptamos un despótico sofisma según el cual no tiene sentido preguntar por el momento antes del Big Bang. Pero en mi primer viaje a México tuve la impresión de que el país entero vivía precisamente en ese momento que precedió al universo. Ya en ese primer viaje, el país entero me pareció un espacio virgen para la imaginación, un lugar en el que toda ficción era todavía posible. Esa vida antes del Big Bang, esa vida en el sinsentido, explicaría que México entero -o, como diría Juan Villoro, esa indescifrable realidad que por convención llamamos México- resulte siempre un terreno abonado para la máxima imaginación narrativa, la alucinación y el ensueño.

País desatado y arrebatador, que me dejó fascinado. Creo que me ha llegado la hora de definir esa fascinación. Sí, me ha llegado la hora como si me encontrara en el Día de Muertos en Cuernavaca, en pleno crepúsculo, vestido de franela blanca, sentado bebiendo anís en la terraza del Hotel Casino de la Selva. De entrada, México me fascina porque allí pierdo todo cristiano sentido de la culpabilidad. Allí, como si fuera súbdito de una religión de idioma olvidado, puedo sentir invadida el alma por grandes dioses pecadores.

México me fascina por su culto a los muertos y porque es un pueblo ritual y sobre todo porque, a diferencia del resto del mundo, conserva intacto el antiguo arte de la Fiesta aunque -todo sea dicho- tiene una manera muy curiosa de divertirse: no se divierte. Como dice Octavio Paz, en los festejos el mexicano lo que quiere es sobrepasarse, gritar, cantar, disparar, saltar el muro de la soledad que tanto le incomunica normalmente. Cuando las almas estallan como lo hacen los colores, ¿se olvidan los mexicanos de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. México me fascina porque es el paraíso perdido de las máscaras. México me fascina por esa extrema y atractiva cortesía del mexicano, aunque sus silencios -todo sea dicho- hielan. México me fascina porque allí sin mala conciencia jugué en otros días a mostrar mi verdadero rostro en esas noches de muerte sin fin en las que siempre acababa pensando que había otro rostro detrás del que había yo descubierto. México me fascina porque, en su paraíso perdido de las máscaras, me encuentro a la deriva y paradójicamente en casa. Entonces me digo que soy de Veracruz.

Llevo a México en el corazón y más que lo voy a llevar. En sus fiestas, que son reuniones de solitarios que aman los festejos públicos, yo silbo, grito, canto, compro pistolas mentales que descargo en el aire mariachi de Jalisco, descargo mi alma y no me rajo. Con México en el corazón, que decía Neruda. México me fascina porque su imaginario es un espacio de ficción idóneo para la transgresión y para inventar de nuevo la literatura, y porque allí encontré siempre la prosa de mi frontera propia. Por eso cuando estoy en México me sobrepaso y canto, disparo a mi vieja alma y transgredo, voy más allá y tengo la sensación de que en cualquier momento -también eso me atrae poderosamente- la literatura va a engullirme, como un remolino, hasta hacer que me pierda en sus peligrosas provincias sin límites.

OCTUBRE

Fue en octubre, hace exactamente veinte años. Lo recuerdo como si fuera ahora. Era día 26 y me subí al 24. Tengo la fecha anotada en el libro que me compré aquel día de 1987. Creía conocer a su autor, Raymond Queneau, pero no tenía ni idea de qué podía tratar el libro. El título no parecía muy alentador, Ejercicios de estilo, pero resultó ser un conjunto de 99 fragmentos muy divertidos. Lo descubrí nada más subir al 24. De pie en la plataforma del autobús, comencé a ver, con divertido asombro, de qué iban aquellos Ejercicios que acababa de comprarme. Y bueno, iba encontrándolos cada vez más geniales. Se contaba allí -de 99 formas diferentes- una breve historia. Se contaba en verso, en prosa, en presente, en pasado…, y con una extensión variable, desde 4 hasta 499 líneas. Con una única cuerda temática -la anécdota nimia de un altercado en un autobús y un itinerario por París-, el autor atrapaba completamente al lector en cada una de esas 99 historias y le seducía con toda clase de ejercicios de estilo y de juegos de palabras.

Empecé aquel día a reírme, allí en la plataforma del autobús, y hasta creo que por poco se me desencaja la cara de tanto reírme con las 99 versiones de la historia de Queneau (léase Que No, un buen apellido), una historia que en síntesis venía a ser así de tonta: Una mañana, en la plataforma trasera de un autobús casi completo de la línea S, alguien observa a un joven que acusa a otro viajero de haberle pisoteado adrede y abandona velozmente la discusión en cuanto ve que ha quedado un asiento libre. Dos horas más tarde, volvemos a ver al joven delante de la estación de Saint-Lazare conversando con un amigo que le aconseja disminuir el escote del abrigo haciéndose subir el botón superior por algún sastre competente.