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A veces me digo que ese libro me impresionó más de la cuenta y que eso pudo deberse a que fue la primera vez que leía en el 24 una historia que ocurría en un autobús.

Raymond Queneau publicó su última novela en la Francia del 68. No se si eligió bien el año, pero el hecho es que apareció El vuelo de Ícaro en esos días complicados. La novela la publica ahora Elisenda Julibert en Marbot, una nueva pequeña editorial de Barcelona. Se diría que casi a diario nace entre nosotros una nueva casa editorial con matices -afortunadamente- literarios. Es asombroso y hay que alegrarse.

En esta ocasión la historia de Queneau arranca en París, hacia 1895, cuando un escritor llamado Hubert crea un personaje llamado Ícaro que, cuando sólo lleva unas quince páginas de vida y quizás por la tendencia a volar que le otorga su nombre, se escapa, vuela literalmente del libro. Hubert saldrá en busca de su personaje y, sospechando que éste ha sido robado por su colega Surget, contratará al detective Morcol para que lo localice. Ajeno a esto, el infeliz de Ícaro, inexperto en el mundo con sus sólo quince páginas vividas, se ha refugiado en una taberna donde toma absenta desconociendo el poderío de la bebida. A partir de ese momento iremos de sorpresa en sorpresa.

Comencé a leerlo ayer en la plataforma del 24 (soy un pasajero constante de esa línea), y aunque en esta ocasión la narración de Queneau no arranca en un autobús, he vuelto a reírme, como en los buenos tiempos. Sólo detuve la lectura para bajarme del autobús. Descendí tímidamente del 24 en el momento en el que Hubert fumaba un partagás frente a sus hojas en blanco y bebía oporto con melancolía. En casa acabé este libro, al que si le volaran la hoja 300 y la dos de la Nota a la edición, tendría 299 páginas, lo cual habría sido perfecto porque me habría permitido especular seriamente sobre la influencia del 99 en mi vida de pasajero constante del 24.

Gonçalo M. Tavares parece que se haya escapado de una novela de Queneau. «Que sí. De allí me he escapado», me diría él ahora si pudiera saber lo que estoy pensando. Seguro que estaría encantado de enterarse de que le imagino recién salido de unas páginas de Queneau. Le tengo a mi lado y, por muy real y buen amigo que sea, no puedo evitar que me recuerde a un hombre dibujado. Y creo que, si tuviéramos aquí absenta, hasta esa bebida también parecería dibujada. Tavares, joven talento portugués, está presentando su libro El señor Brecht a los periodistas de Barcelona. A su lado, tomo yo estas notas para mi dietario. Le escucho hablar de uno de sus personajes, de ese hombre tan bien dibujado que es el señor Henri, que tiene una afición notable por la absenta y es uno de los habitantes de ese barrio de artistas que, libro tras libro, va Tavares creando como si estuviera siempre en permanente vuelo imaginativo: un barrio portátil, una especie de Chiado literario donde compran el pan y toman el aperitivo una serie de señores muy curiosos, cada uno habitante de un libro breve y propio: el señor Juarroz, el señor Calvino, el señor Valéry, el señor Brecht, el señor Kraus. No sé si serán 99 los señores que acabarán viviendo en el barrio, pero sí sé, por ejemplo, que el señor Henri -amigo personal de Icaro, tanto como yo soy amigo de Tavares- dijo el otro día:

– Si un hombre mezcla absenta y realidad obtiene una realidad mejor.

Claro que el señor Henri -como Tavares, Ícaro y Queneau- últimamente pide absenta «sin una sola gota de realidad, por favor». El señor Henri considera que la absenta es el infinito.

– Otro infinito, por favor.

Ayer Sophie Calle me envió su libro Prenez soin de vous (Cuídate). Cuando vi que podía también traducirse por Que Dios te ampare, sentí cierto escalofrío. ¿Se estaría sutilmente despidiendo de mí?

Las cartas de amor -decía Pessoa- son ridículas. Pero ¿qué decir de las de ruptura? Sin duda también pueden serlo. La que Sophie Calle recibió no hace mucho (un e-mail, para ser más exactos) contenía una serie de explicaciones por parte de G. que desembocaban en una fría, glacial despedida: «Prenez soin de vous.»

No sabiendo Sophie Calle qué responder y no acabando de entender la irónica y cruda recomendación final, decidió pedir a 107 mujeres que interpretaran esa carta. Y así comenzó una de las más interesantes aventuras estéticas de los últimos años, el libro Prenez soin de vous. En él encontramos bailarinas, criminólogas, periodistas, astrólogas, poetas, matemáticas, dramaturgas, traductoras, pintoras: todas interpretando, subrayando, mordiendo, analizando sintácticamente, decodificando el mensaje de G.

«Recibí un e-mail de ruptura», explica Sophie en su libro. «No supe qué responder. Fue como si no fuera conmigo aquello. Terminaba diciendo: Cuídate. Tomé la recomendación al pie de la letra. Pedí a 107 mujeres que me ayudaran a interpretar el e-mail. Que lo analizaran, lo comentaran, lo representaran, lo bailaran, lo cantaran, lo disecaran, lo agotaran. Que hicieran el trabajo de comprender por mí. Que hablaran en mi lugar. Una manera de tomarme mi tiempo para romper. A mi ritmo. En definitiva, cuidarme.»

En Prenez soin de vous se observa que aquello que nos toca en lo más íntimo -la ruptura de un amor, por ejemplo- no tiene por qué necesariamente ser un asunto personal. Al contrario, se inscribe en un campo común, universal. ¿Quién no ha cruzado, en algún momento de su vida, por una historia así? Alan Pauls analizó espléndidamente el amor después del amor en su novela El pasado, obra maestra sobre el tema.

En cuanto al amor, cualquier definición de vitalidad está ligada de algún modo a él. Fue interesante la respuesta de Imre Kertész cuando le preguntaron si tuvo momentos felices en Auschwitz: «Sí que los tuve, surgen de lo profundo de uno, y como el mar te inundan, pasan muy rápido, pero dejan el recuerdo, es la vitalidad.» El amor, cuando hay ruptura, también pasa rápido y es la vitalidad y surge, en efecto, de lo más profundo y deja el recuerdo, también el recuerdo -a veces lamentable- de la ruptura: a veces lamentable, sí, pero en otras alegre, porque yo siempre he visto un lado liberador en ciertas rupturas.

El libro de Sophie me ha recordado Carta breve para un largo adiós, la gran novela de Peter Handke. Al regresar a su hotel, el Wayland Manor, cerca de Nueva York, un hombre de treinta años recibe del portero las llaves de su habitación y un sobre con una carta (breve) que dice así: «Estoy en Nueva York. Por favor, no me busques; no te resultaría agradable encontrarme.»

Tras la carta breve de ruptura y a modo de instintiva reacción de supervivencia, el hombre se abrirá al mundo, viajará a lo largo y ancho de los Estados Unidos, leerá emocionado El gran Gatsby -la biblia de los amores truncados- y convertirá su pequeño asunto personal en un asunto de todos, en un viaje de apertura hacia el paisaje de los demás, en un libro sobre la historia de su largo adiós. En cierta forma, el personaje de Handke actúa de un modo parecido a Sophie Calle con su e-mail o carta breve. Sólo que Sophie parece tener mejor humor. En las páginas finales de su libro aparece fotografiada una cacatúa que también lee el e-mail de G., y acaba metiendo su pezuña en él. Puede que haya cartas de amor ridículas, pero también las hay muy peligrosas.

A veces hay personas que, sin saber que estaban enamoradas, se despiden para siempre. En un cuento muy breve de Ray Bradbury titulado Hasta nunca suena un golpe suave en la puerta de una cocina que da a un jardín. Cuando la señora O'Brian abre, se encuentra con su mejor inquilino, el señor Ramírez, acompañado de dos policías de inmigración. Después de treinta meses de estancia allí, su mejor inquilino ha sido descubierto y, por no tener papeles legales, va a ser devuelto al otro lado de la frontera. El señor Ramírez está allí para despedirse de la señora O'Brian. «Adiós, señora, se ha portado usted bien conmigo. Adiós, señora. No nos veremos nunca más», le dice. Cuando ella se queda sola y entra en su casa y sus hijos le reclaman la comida, se queda de pronto muy pensativa. «¿Qué te pasa, mamá?», preguntan. La señora O'Brian les dice, con una gran pena súbita: «Que me acabo de dar cuenta de que no veré nunca más al señor Ramírez.»