Cada día nos despedimos de alguien a quien no veremos más. Como siempre estamos peligrosamente despidiéndonos, hay tardes en las que me despido de todo el mundo y, cuando me quedo solo, decido retardar mi regreso a casa para evitar que me ocurra lo de una amiga que se despidió y ya nunca la volvimos a ver. Voy entonces a lugares extraños y hablo con desconocidos y de todos luego me despido: «¡Adiós, señora O'Brian, ya no nos veremos más!» Son simples precauciones, vacunas para evitar que el vacío de cualquier desaparición, por ínfimo que sea, termine por agrandarse en cualquier momento, en la noche menos pensada.
En el avión a Roma, cuando ya hemos despegado y el cinturón de seguridad deja de ser obligatorio, un joven de aire ausente y más bien zombi se estira completamente en el suelo de una hilera de tres asientos vacíos en la salida de emergencia y se pone a leer una novela de Isabel Allende. Estoy tan convencido de que las azafatas de Clickair van a recriminarle su actitud (tal vez incluso la autora elegida para leer) que me llevo una sorpresa al ver que se ríen y le permiten seguir de aquella forma y con aquel libro, pues por lo visto no hay ordenanza alguna que lo prohíba. Me concentro en el periódico que leo y al poco rato casualmente leo: «Fue el primero en advertir cuál era el peligroso filo de nuestro horizonte y en emitir el diagnóstico certero de que la estupidez no tardaría en avanzar de forma imparable en la sociedad occidental.»
Claudio Magris por la noche en Roma, recién llegado de Finlandia. Sabe que este verano pasé una semana en Helsinki. Se mezclan los recuerdos respectivos y confirmo que Finlandia une porque crea adicciones y ciertos entusiasmos. Es sábado 6 de octubre. Llueve en una Roma gris, melancólica, con un cielo de extraño color ceniza. Nos hallamos en medio de un baile de paraguas entrando en el teatro Parioli, donde se entregan los premios Elsa Morante de este año, que Magris recibe en la modalidad «alla carriera» (a la totalidad de su obra), modalidad sobre la que no tardará en ironizar cuando diga que la distinción le ha recordado a una jovencita que el otro día le dijo: «¿Sabe que usted se licenció con mi abuela?»
Comenta que no hace ni veinticuatro horas iba andando con su hijo mayor por un bosque finlandés buscando setas y que para distinguir entre las comestibles y las venenosas se dejaba guiar por las instrucciones de un libro bien versado sobre el tema. Y paso a imaginarle con una mano en el libro -es asombroso hasta dónde puede llegar la confianza en la palabra escrita-, libre la otra para arrancar la seta recién encontrada y hacerla pasar por el filtro del examen libresco. Vida y literatura más unidas que nunca, en estrecha ligazón en esa perfecta secuencia de una excursión finlandesa. La vida dependiendo peligrosamente de un hilo, es decir, dependiendo de un libro que parece lleno de sentido. ¿Y cómo no pensar entonces en algo que le oí decir, el año pasado en Madrid, al propio Magris: «La literatura no salva la vida, pero puede darle sentido»? No hay cita que sintetice mejor su visión de la íntima relación entre literatura y existencia.
Se acuerda de pronto de cuando en el invierno del año pasado en Madrid confundió mi abrigo con el suyo. Le digo que desde aquel día llevo con especial orgullo mi abrigo y a quien quiera oírlo le digo: «Me llamo Magris como todo el mundo.» Sonríe, tal vez desconcertado. Cuando volvemos a hablar de Finlandia, surge la figura de Sibelius y comentamos una página de Diario de un mal año, el último libro de Coetzee, donde el escritor dice haberse sentido conmovido con las últimas notas de la quinta sinfonía del compositor finlandés y haber experimentado la grande y creciente emoción que la escritura de la música buscó en su momento suscitar. Se pregunta Coetzee qué habría sentido si hubiera sido un finlandés del público asistente a la primera interpretación de la sinfonía en Helsinki, casi un siglo atrás, y le hubiera embargado esa oleada sonora. Y se contesta a sí mismo que se habría sentido «orgulloso de que los seres humanos podamos crear semejantes cosas a partir de la nada. Contrastemos eso con los sentimientos de vergüenza porque nosotros, nuestra gente, hemos creado Guantánamo. Creación musical, por un lado, una máquina para infligir humillación por el otro; lo mejor y lo peor de lo que somos capaces los seres humanos».
Más tarde, en el escenario del Parioli, el señor.Alfonso Pecoraro Scanio, ministro italiano de Medio Ambiente, me susurra al oído algo sobre un oso italiano y, como es lógico, no entiendo nada y, además, me quedo aterrado por no comprenderlo, y sólo comienzo a entender de qué me ha hablado cuando, dos horas más tarde, en la cena, me explican que el ministro ha quedado seriamente afectado porque, la semana pasada, abatieron un oso italiano en tierras eslovenas.
Me parece simplemente raro -o de un sofisticado y extremado nacionalismo- que alguien pueda creer que hay osos italianos, y me acuerdo de El conformista de Bertolucci, donde una señora que da de comer a unos pájaros en un parque romano les habla a éstos en italiano, sin duda porque cree que hablan en su idioma.
En el avión de vuelta a Barcelona, las azafatas de Clickair no reaccionan -las disculpo, qué se hace en estos casos- cuando un joven italiano comienza a imitar, cada quince minutos, los graznidos de una gaviota. Parecen gritos de desesperación y tienen un punto inquietante. Muy pocos pasajeros van sobrecogidos, seguramente son los únicos conscientes de que la estupidez en Occidente avanza imparable.
En La línea del horizonte de Tabucchi, una gaviota se posa en el suelo del cementerio de Génova y camina torpemente entre las tumbas con aire curioso. Un hombre que anda por allí la interroga: «¿Quién eres? ¿Quién te envía? En la dársena también me estabas espiando, ¿qué quieres?»
¿Hablan las gaviotas en italiano?
«Aunque se conteste a todas las preguntas científicas posibles, nuestro problema sigue sin abordarse.»
Para Doctorow estas palabras de Wittgenstein nos indican que, por mucho que cualquier Einstein encuentre las leyes definitivas que expliquen todos los fenómenos, lo insondable sigue ahí, es decir, que toda ciencia topa con un muro. Dice Doctorow en Creadores, valiosa colección de sus mejores ensayos: «La visión de Wittgenstein sobre el problema que sigue sin abordarse es la mirada dura del espíritu insondable y en último extremo irrecuperable, orientado hacia el abismo de su propia conciencia. La suya es una desesperación filosófica que no forma parte de las contemplaciones hermosamente infantiles de Einstein.»
Por contemplaciones infantiles Doctorow entiende la facultad naif de observación del espacio y del tiempo que conservaba íntegra Einstein en la edad madura y que le llevó a pensar -a veces lo decía casi a modo de excusa o de disculpa por sus grandes logros- que había sido precisamente esa capacidad de mirar y pensar como un niño la que le había permitido, con la inestimable ayuda de sus conocimientos, descubrir lo que descubrió. Se preguntaba Einstein cómo había tenido que ser él precisamente quien descubriera la teoría de la relatividad, y se respondía diciéndose que había sido tan lento en todo que, a diferencia de los otros niños, no había empezado a pensar en el tiempo y el espacio hasta hacerse mayor: «Naturalmente, entonces profundicé en el problema más de lo que lo habría hecho un niño normal.»
En mi nueva vida -porque creo en los últimos meses, ayudado por la abstemia que ha seguido a mi colapso físico, estar llevando una nueva, o al menos más serena, vidame interesan mucho los seres que logran mantener o recuperar la despejada mirada hermosamente infantil sobre las cosas, del mismo modo que me interesan los escritores de estilo o pretensiones vanguardistas que tratan de hacer tabla rasa de la gran rigidez de la tradición acumulada e ir en busca de percepciones nuevas, del gesto casi infantil que devuelva al arte la facilidad de realización que tuvo en sus orígenes. Y también me gustan ahora aquellas personas que buscan remontarse a las raíces y para ello se tumban en la hierba fresca de la mañana y contemplan el cielo y las nubes como si fuera la primera vez y se hacen fuertes en su radicalidad inocente y acaban merodeando alrededor de alguna teoría de la relatividad, que es lo mismo que decir que aprenden a mirar y a pensar de nuevo y comienzan una nueva vida.