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No tener mucho que contar de mi viaje es algo que parece darle la razón al eminente doctor Johnson cuando, a mediados del siglo XVIII, observa lo poco que los viajes por el extranjero enriquecen la conversación de quienes han estado en otros lugares. «De hecho (decía el doctor), el tiempo que hemos pasado fuera es delicioso y, a la vez, en cierto sentido instructivo; pero parece apartado de nuestra existencia sustancial y auténtica y nunca se une bien a ella.» Para el doctor Johnson, en los viajes no somos la misma persona sino otra, acaso más envidiable, pero estamos perdidos para nosotros, así como para nuestros amigos. Nos vamos de nuestro país y también nos vamos de nosotros mismos. Para el doctor Johnson, los que desean olvidar ideas penosas hacen bien en ausentarse durante un tiempo, pero sólo podemos decir que realizamos nuestro destino en el lugar que nos vio nacer. «Por ello, me gustaría mucho pasar el resto de mi vida viajando por el extranjero, si en algún otro lugar pudiese pedir prestada otra vida, para pasarla después en casa.»

Últimas noticias: una mujer estadounidense de sesenta y dos años de edad, que tiene nueve hijos, veinte nietos y tres bisnietos, dio ayer a luz al que es su décimo pequeño, Janise Wulf. La sexagenaria madre, ciega de nacimiento y casada ya en terceras nupcias con un hombre de cuarenta y ocho años de edad, quería a toda costa tener un tercer hijo más de él y lo consiguió.

Me quedo estupefacto al leer la noticia de la mujer testaruda. Luego, por la noche, voy a buscar un vaso de agua a la cocina y creo ver a la estadounidense pariendo en el fregadero. De inmediato, pienso en aquel puño del que hablaba Kafka: aquel puño que, por su propia voluntad, se dio la vuelta y evitó el mundo.

MARZO

Lento paseo por un Madrid nevado. César Antonio Molina me enseña la placa que hace tres años el Círculo de Bellas Artes colocó en el edificio en cuya buhardilla del piso superior murió el extravagante Alejandro Sawa, escritor hoy nada leído. Valle-Inclán se inspiró en él para su Max Estrella de Luces de bohemia. Fue este Sawa una especie de rey de tragedia, que murió ciego y con alucinaciones en esa austera casa de Conde Duque. En su bohemia feliz de París había sido amigo de Verlaine y amante de una aristócrata. Pero cuando dejó atrás las luces francesas y regresó al Madrid infame de su época, su vida fue una vida de gorrión atrapado. Y es que en Madrid ser bohemio no ha sido casi nunca una fiesta, y aún menos hoy cuando a esta ciudad se la nota absurdamente crispada por unos tenebrosos individuos que no supieron perder las últimas elecciones. La leyenda castiza cuenta que, habiéndole Victor Hugo en París besado la frente, Sawa regresó a Madrid, donde ya no se lavó la cara nunca más. Pobre y pobre Sawa. A su muerte, Manuel Machado, le escribió estos versos: «Jamás hombre más nacido / para el placer, fue al dolor / más derecho. / Jamás ninguno ha caído / con facha de vencedor / tan deshecho.»

Claudio Magris sale un momento a la calle para hacerse unas fotos para un periódico madrileño. Estamos en el bar de un hotel de la calle Serrano. Al poco rato de haber salido Magris para las fotos, observo que me han robado el abrigo oscuro, de corte británico, recién comprado. No está ahí y no puede estar en otro lugar, me lo han quitado. Alguien se lo ha llevado mientras estaba tomando el café con Magris y sus amigos. Me voy a recepción a denunciar lo que ha sucedido. El rector de la universidad -no sé si bromea- me está prometiendo que me comprarán un abrigo nuevo. Y en ese momento veo que regresa Magris, y juraría que lleva puesto mi abrigo. Y así es. Magris sigue sin darse cuenta, pero lleva mi abrigo, estoy ya seguro, se ha hecho las fotos con él. Sin duda, lo ha confundido con el suyo que, por otra parte -pronto lo sabremos-, no está en el bar, sino en el cuarto del hotel. Como es un gran germanista, le hablo del involuntario intercambio de sombreros que se da al inicio de El Golem de Gustav Meyrink. Y entonces cae en la cuenta de lo que ha pasado. En guiño kafkiano, al ver que mi denuncia en recepción ha quedado interrumpida, me dice que se alegra de comprobar que ya no quiero llevarle ante la Ley.

De la bohemia de Sawa a la liturgia pomposa de un acto matinal en el paraninfo de la Universidad Complutense de Madrid. La extrema solemnidad y el hecho de que sea Claudio Magris el investido honoris causa me atrapan irremediablemente. Nunca había asistido a una ceremonia de este severo estilo de birrete plateado y Gaudeamus Igitur, y creo que la sesión de investidura me ha maravillado tanto que ya no querré asistir nunca a ninguna otra, como si Victor Hugo me hubiera besado en la frente.

Abre la sesión Fernando Savater con disquisiciones sobre el mundo del «escritor de fronteras», el universo viajero del autor de El Danubio. Y luego, en su profundo y extenso discurso, Magris, tras recordarnos a Kafka y su Ante la Ley, aborda un tema tan complejo como poco tocado al hablarnos de las relaciones entre Literatura y Derecho. Por un momento, dejo de escucharle para acordarme de la época en que yo estudiaba para abogado y era un tímido poeta y no veía relación alguna entre ambas actividades. Luego, regreso a Magris, que está diciendo que la Ley parte de lo más profundo del ser humano y que la Literatura revela la más profunda y contradictoria esencia moral. Tras la brillante disertación, anoto las últimas palabras: «Los antiguos, que habían comprendido casi todo, sabían que puede existir poesía en el acto de legislar; no por casualidad muchos mitos dicen que los poetas fueron, también, los primeros legisladores.»

Resulta desagradable ver al día siguiente cómo algunas noticias de prensa resumen y reducen groseramente el extenso, culto y osado discurso de Magris sacando de contexto dos líneas de su discurso sobre la Ley y la Poesía. Dicen en titulares: «El escritor italiano Claudio Magris denunció ayer la fiebre de los nacionalismos que envenenan la flor de la cultura europea.» Un mal resumen. Y una equivocada concesión a la actualidad política de una ciudad, Madrid, que lo tiene todo para ser feliz, pero que vive hoy en día neciamente crispada.

No hay en los últimos años un solo viaje a París en el que, tarde o temprano, no termine cruzándome con el sempiterno clochard que está apostado a la puerta de la librería La Hune, en el boulevard Saint-Germain. Le hago aparecer en mi novela Doctor Pasavento, pero cuando le veo en París, no lo identifico con el personaje de mi libro. Y es más, espero que no se entere nunca de que aparece ahí. Y tampoco de que aparece aquí en este dietario. Me atrae irremediablemente su personalidad. No hay persona que salude más en París que este clochard, que hoy me ha hecho recordar a otros dos mendigos, también de estirpe intelectual. Uno es aquel del que hablaba a menudo Roberto Bolaño: un mendigo de Santiago de Chile que, en una esquina de la calle (hoy avenida) Ahumada, se declaraba nieto de Lev Tolstói y pedía limosna diciendo: «Miren dónde me ha dejado la Revolución Rusa.» El otro es aquel mendigo de Madrid que Unamuno veía siempre a la puerta de una iglesia y al que un día le preguntó por qué usaba siempre la misma queja salmodiada. «Por supuesto -replicó el viejo mendigo-, hay otras escuelas; quizás usted prefiera a los naturalistas.»

En el París del clochard de La Hune, numerosos preparativos para el centenario del nacimiento de Samuel Beckett, aquel escritor que cuando en la encuesta de un periódico le preguntaron por qué escribía dio la respuesta más breve, más «bonsái» de los cien interrogados; una fiase sin recurrir al verbo y con sólo tres sílabas: «Bon qu'à ça» («No sé hacer otra cosa»). Maldita la gracia que le harían a Beckett todos esos homenajes. Intuyo que acabarán convirtiéndose en algo que ya muy bien definiera el propio Beckett: «polvo de verbo».