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Claro está que todas esas personas, por mucho que hagan, también están llamadas a topar con lo insondable, pues ése parece ser el problema siempre de fondo. Y a mí, no puedo evitarlo, también me gustan Wittgenstein y las personas que son como Wittgenstein.

«Forastero que buscas la dimensión insondable, / la encontrarás, / fuera de la ciudad, / al final de tu camino», canta Franco Battiato en Nómadas. Vistas así las cosas, vistas con tan tenebrosa lucidez, el vanguardismo (si puedo llamarlo así) de mi nueva vida y las contemplaciones hermosamente infantiles se revelarían entonces tan sólo como un discreto gesto poético de dignidad, como si volver a inventar el arte y la vida sólo pudieran ser un bien relativo (relativo en el sentido que le daba Einstein) ante tanta dimensión insondable.

Para presentar su restaurada Prisión perpetua vino Ricardo Piglia a Barcelona. Cuando le vi en el Bar Belvedere, no sabía que acababa de expresar en una rueda de prensa su convencimiento de que «en realidad todos nos contamos la historia de nuestra propia vida con la ilusión de seguir siendo nosotros mismos: vivimos con la idea de que no podemos conocernos, pero sí narrarnos».

Me presenté en el Belvedere sin saber que no puedo llegar nunca a conocerme, pero que -como acababa de decir Piglia en la rueda de prensa- sí puedo narrarme. Tampoco sabía, cuando me presenté en el Belvedere, que de hecho, tal como acababa de decir Piglia a los periodistas, la práctica de narrar es central en nuestras vidas, es un punto de conexión entre todos nosotros. No sabía estas cosas y, a una pregunta de Piglia sobre mi cambio de vida en este último año, comencé sin darme cuenta a narrarme a mí mismo y conté que no tenía nostalgia alguna de la vida que llevaba antes, pues ya la tenía muy vista y era una historia que me aburría. Me apasionaba en cambio -vine a decirle- la nueva historia, la del día a día de mi nueva vida, la que me permitía ser otro, ser alguien con cierta energía original recuperada, al modo de un Einstein y sus tardías contemplaciones del universo…

Piglia siempre es irónico. Me habló entonces del gran Gatsby, aquel personaje de Scott Fitzgerald «que se esforzaba por cambiar su pasado». Y luego, fiel a lo que acababa de expresar en la rueda de prensa, me preguntó si detrás de esa «historia» de mis dos vidas estaba o no la ilusión de seguir siendo yo mismo. Me sentí contrariado. ¿Acaso no me había contundentemente presentado (o re-presentado) ante él como otro? Parecía Piglia estar haciendo caso omiso de eso, o bien sugiriendo que me engañaba yo a mí mismo creyéndome sumergido en una nueva vida. Y hasta me pareció oírle decir que nos damos falsos impulsos a base de historias nuevas.

Alguien se apiadó de mí y me puso en antecedentes de lo que se había dicho en la rueda de prensa en la que no había estado. Comprendí enseguida que entre la realidad y el deseo podía haber ciertas diferencias. Una cosa era que yo hubiera cambiado realmente de vida y la otra que no hubiera apenas cambiado pero me narrara a mí mismo -sin oposición hasta encontrarme a Piglia- la historia de mi cambio de vida. Cierta capacidad para fabular me permitía haberme convertido en un personaje de mí mismo que se dedicaba a creer que había hecho tabla rasa de su vida anterior y de paso a creer que había empezado a ser otro. Pero ¿a quien quería engañar? ¿A Piglia?

Tal vez mi cambio de vida sólo estaba en lo que yo me narraba. Si era así, tampoco era tan grave, podía seguir narrándome.

Le dije a Piglia que simplemente deseaba seguir siendo yo mismo, pero sin renunciar a esa historia de mi nueva vida: la historia de alguien que tenía percepciones nuevas y que se esforzaba tanto por cambiar su pasado como por buscar (ahí me agarré a Wittgenstein y cité varias frases inteligentes) la dimensión insondable.

Bajé la cabeza con desesperación filosófica.

– Eso he dicho -dije-. La dimensión insondable.

NOVIEMBRE

Es evidente que en una comunidad perfecta en la que nadie sufre o pasa miedo, nadie se plantea nada. Lo asombroso y terrible llega cuando observamos que en una comunidad tan imperfecta como la Barcelona de hoy tampoco nadie parece plantearse nada. Es tan impresionante la pasividad de los martirizados por el colapso general que uno acaba sospechando que ese silencio y resignación sólo pueden responder al clásico preámbulo sigiloso que precede al estallido de una gran revolución.

Pero ¿quién quiere hacer barricadas en este largo puente festivo? Me pregunto esto en la mañana del Día de Todos los Muertos mientras leo a W. G. Sebald y escucho, a bajo volumen, Annie, let's not wait, de los Guillemots. Casi puede percibirse el profundo silencio de los ciudadanos que se han ido masivamente de puente, olvidándose -es el aire de los tiempos- tanto de la revolución como de los muertos.

La desbandada general pone de manifiesto que, al igual que la revolución, el viejo culto a los muertos está ya de capa caída en Occidente y que en esto Barcelona no es precisamente una excepción. Ya no se convive, como antes, con los antepasados, y nos vamos alejando peligrosamente de la cultura de la memoria. Antes convivíamos con los muertos, que morían pero se quedaban formando parte del paisaje moral.

La gravedad de esta decadencia de la cultura de la memoria la ilustra cualquier escrito de W. G. Sebald, la encontramos en el libro Campo Santo, por ejemplo, que acaba de publicar Anagrama: una colección de relatos y ensayos que leo desde ayer y que se inicia con cuatro magistrales fragmentos de una novela sobre la muerte y Córcega, una novela que Sebald nunca acabó. En todos los libros de este autor encontramos una prosa meticulosa y pausada que en su morosidad sin límites pugna por la recuperación del dolor, el luto y la memoria.

Ayer, al mover una estantería dedicada a la literatura alemana, una novela se despegó del conjunto y fue a rodar con vivacidad por el suelo apartándose con malos modos del resto de libros que la habían acompañado durante los últimos años. Al ir a recoger la novela insurrecta, vi que se trataba de El problema de Aladino, libro de Ernst Jünger que hacía tiempo que había perdido de vista. Y al hojear las primeras páginas, caí en la cuenta de que a Jünger le habían obsesionado también aspectos de la decadencia del culto a los muertos que tanto preocupan a su compatriota Sebald. Probablemente, éste y Jünger no sintieran en vida el más mínimo interés el uno por el otro, pero releyendo El problema de Aladino me resultó inevitable hallar un insospechado punto en común entre estos dos escritores, a primera vista tan incompatibles y en el fondo muy próximos en su alarma por la acelerada pérdida de la memoria en nuestra cultura.

¿Cómo nació esa cultura? Con el culto de los muertos precisamente, con la veneración religiosa de los antepasados, con las pirámides y con los túmulos que construían los hombres prehistóricos, con sus cavernas y sus grutas. Para Jünger, todo eso se ha perdido, e incluso no existe ya. Es más, ahora, cuando un hombre muere, se da por sentado que desapareció para siempre. En consecuencia, tampoco puede haber arte allí, pues el arte ofrece mucho más que la pura presencia, ofrece la trascendencia. Para Jünger, si el culto de los muertos reapareciera, sería el signo esperado de que la cultura puede volver a echar raíces.