En cuanto a Sebald, los cementerios le atrajeron desde niño, y no exactamente por morbosidad, sino por averiguar quiénes eran las personas allí enterradas, conocer sus historias, saber qué habían pensado cuando estaban vivas. Y si Jünger advertía que el problema de Aladino era el de la trascendencia, Sebald se lamentaba del declive o deterioro de ésta y del error que se cometió al expulsar a la metafísica de la filosofía. Toda la obra de W. G. Sebald parece un comentario a ese error. «Porque hay cosas -decía en una entrevista- que no nos podemos explicar fácilmente, y porque, más allá de lo social, siempre formó parte de nuestra condición humana, sin duda más antes que ahora, mantener cierta relación con los que nos antecedieron. Recordar a los muertos nos distingue de los animales. Hasta hace poco, la presencia de los antepasados era real en muchas regiones de Europa. A esa gente se la conocía.»
En Campo Santo brilla con energía propia el indignado ensayo Construcciones del duelo, donde el autor habla de la sorprendente paralización de sentimientos con que se respondió en Alemania a las montañas de cadáveres de los campos de concentración y comenta, con pesimismo, nuestra creciente incapacidad para cualquier duelo. Como una maldición del mundo actual, la ausencia del culto a los muertos y la pérdida de trascendencia ha ido dejando desamparados nuestros camposantos y crematorios. ¿Quién no ha pensado alguna vez en una ceremonia en el crematorio, viendo que introducen el ataúd en el horno sobre la cureña, que la forma de despedirnos de los difuntos se caracteriza por una mezquindad y una prisa mal disimuladas? Es nuestra incapacidad moderna para cualquier duelo. A este paso -viene a advertirnos W. G. Sebald-, la memoria entera del pasado se disipará en una masa informe, indistinta y muda, y se perfilará en el horizonte un mundo hostil y tan carente de memoria que seguramente las personas, al abandonarlo, no sentirán la necesidad de regresar ocasionalmente algún día, de regresar aunque sólo sea por curiosidad, por visitar a los familiares, por conocer al fin de cerca los entresijos que comporta llevar una respetable vida de almas en pena.
Hallándome el otro día en plena calle, en noche especialmente cerrada, a la salida de una entrevista en la parisina Radio Lichtenberg, fui importunado por un español que dijo ser amigo de Bernard Quiriny y deseaba saber si había yo experimentado alguna vez «la angustia de la primera frase». Viendo que no iba a confesarle tan fácilmente si había conocido esa angustia, el desconocido se tomó el asunto con calma y pasó a ironizar acerca de la extrema simplicidad de las dos mejores primeras frases de toda la historia de la novela francesa. Sin duda, tenía razón en lo de la extrema simplicidad. Una era de Albert Camus, primera frase de El extranjero: «Hoy mamá ha muerto.» La otra, el sencillo comienzo de Marcel Proust en su Recherche: «Durante mucho tiempo, me acosté temprano.» Le dije que no eran dos, sino tres las frases sumamente simples y al mismo tiempo las mejores de toda la historia de la novela francesa. La tercera correspondía a Louis-Ferdinand Céline, a su comienzo de Viaje al fin de la noche: «La cosa empezó así.»
¿No era «La cosa empezó así» la manera más literal de empezar? Ahora bien, tan sólo en apariencia era simple aquel comienzo de Céline. En realidad, si aquella frase la decíamos en voz alta y a modo de latigazo (en su francés original, «Ça a commencé comme ça»), sonaba como un gargajo y en su violento desprecio hacia todo resumía admirablemente la novela entera.
Se quedó pensativo el amigo de Bernard Quiriny y quise ayudarle. Le sugerí que se interesara también por las últimas frases. Me miró como si acabara de decir un sacrilegio y me dijo que para que una frase sea la última siempre es necesaria otra que lo diga, y por lo tanto nunca puede haber una última frase.
«Ça a commencé comme ça», le repetí, esta vez a modo de latigazo seco de despedida. Y me fui de allí bien raudo. Así se enteró, supongo, de que una primera frase puede ser también la última. ¿Se habrá enterado también de que hay muchas formas de llegar y que la mejor es no partir?
«El general en jefe aguardiente» (Lichtenberg, Aforismos).
Aunque a Radio Lichtenberg se puede llegar de muchas formas, uno no se siente verdaderamente en ese lugar hasta que ve la famosa placa de la sala de espera, donde puede leerse: «Estaba un día leyendo Lichtenberg en su salón cuando tropezó con esta rimbombante frase: El señor barón Gottfried Wilhelm von Leibniz inventó el edículo diferencial. Levantó Lichtenberg la cabeza y pensó que ahí deberían haber escrito solamente Leibniz inventó el cálculo diferencial. De lo contrario, pensó, uno no puede dejar de sospechar que en el famoso invento le ayudó su mayordomo.»
Lichtenberg, gran genio de la literatura de todos los tiempos, proyectó escribir dos libros que al final se quedaron sólo en los títulos: Teoría de los pliegues de una almohada y Autobiografía de instantes, dos libros que sus incondicionales echaremos siempre en falta. Fue, en todo caso, un excepcional aforista y, como ha señalado Juan del Solar, circularon por su obra ideas de muy distinto brillo y magnitud («Toda una Vía Láctea de ocurrencias»), ocasionalmente agrupables en constelaciones, una obra que refleja la pluralidad de intereses de un observador sutilísimo de sí mismo y del mundo. Y es que, por ejemplo, también fue (vivió a finales del XVIIl) el introductor de los balnearios en su país natal y uno de los mayores expertos del mundo en pararrayos.
De hecho, fue asesor del hombre que colocó el primer pararrayos de Alemania. Era Lichtenberg un gran estudioso de las tormentas (he oído decir que las coleccionaba), y físicamente un hombre raro, aunque parece que lo suficientemente alto como para no ser considerado un enano. Había aprendido a escribir de espaldas a la pizarra para disimular ante sus alumnos su joroba, y un día escribió delante de todos ellos este aforismo: «Un patíbulo con un pararrayos.» A pesar de su deformidad física y de que su inmenso saber sólo le llevara a un profesorado de física en Gotinga, era todo lo contrario de un amargado. «Apenas alguien tiene una deformación, ya tiene ideas propias.»
Una vez inicié una novela con estas palabras: «Nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa. Por lo demás, soy feliz.» Me dejé guiar por la influencia del humor de Lichtenberg, el hombre de las ideas propias. Y buscaba con ese inicio evitar la pregunta periodística que me hacían siempre cuando publicaba algo: ¿Es autobiográfico su libro? Pensé que era demostrable que ni era jorobado ni habían muerto mis familiares más cercanos y que eso ahuyentaría por fin la maldita pregunta. Pero fue inútil, porque siguieron preguntándome lo mismo. Yo les decía: «Pero, bueno, ¿soy acaso jorobado? ¿Me han visto alguna vez escribiendo de espaldas a una pizarra?»
Estuve contando todo esto el otro día en la parisina Radio Lichtenberg, como también conté que en un original y brillante blog español, ellamentodeportnoy.blogspot.com, habían iniciado, no hacía mucho, una investigación acerca de por qué el narrador de mi novela se proclamaba jorobado. Desde aquí les digo a los del blog que, si un día piensan en Lichtenberg, habrán hallado parte de la solución. Porque recuerdo bien los días en que, ya desde la primera frase de mi libro, decidí que éste fuera escrito por una modesta contrafigura de Lichtenberg, el hombre de la deformación y de las ideas propias, ese aforista (será mejor decir filósofo) al que no me canso de volver: «Daría parte de mi vida por saber cuál ha sido la presión barométrica media en el Paraíso.»