Aunque no se había ido nunca, vuelve la oscura corriente que corría rápidamente desde el corazón de las tinieblas, llevándonos río Congo abajo, hacia el mar, con una velocidad doble a la del viaje en sentido inverso. Y vuelve también la vida de Kurtz a correr también rápidamente, desintegrándose en el mar del tiempo inexorable. Coincidiendo con el ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Joseph Conrad, aparece una edición conmemorativa de El corazón de las tinieblas. Su autor escribió otras obras memorables, pero el largo monólogo de Marlow, contrafigura del propio Conrad en Corazón de tinieblas (ése sería el título más exacto, pues permite el doble sentido del original), se ha salvado de todas las oscuras corrientes del olvido.
¿Por qué esta novela y no Lord Jim, por ejemplo, que también tiene una categoría excepcional? Aunque sobre esto hay teorías para todos los gustos, a mí me gusta pensar que es a causa esencialmente de su estructura narrativa tan moderna, y no tanto por la influencia de Apocalypse Now, la adaptación al cine, o por la indiscutible actualidad de sus denuncias colonialistas. Ha resistido por la asombrosa modernidad de su propuesta narrativa.
«Escribir es prever», anotó Paul Valéry a mano en la dedicatoria de un ejemplar de Charmes que hoy forma parte de la biblioteca de Jordi Llovet. La sentencia de Valéry es fácilmente aplicable a Conrad, que creó para Corazón de tinieblas un tipo casi inédito de estructura narrativa que luego se extendería por toda la literatura contemporánea. La primera parte del libro crea expectativas en torno a la enigmática figura de Kurtz, a cuyo encuentro viaja el lector. Pero el narrador va demorando la hora de ese encuentro. Es un libro en el que en realidad, a diferencia de tantas novelas de su época, no hay acción, y apenas sucede nada, aunque las expectativas de conocer a Kurtz se van haciendo cada vez más grandes. Pero para cuando éste finalmente aparezca, la novela se hallará ya en su recta final. Arrastrábamos unas ganas inmensas de saber cómo era y qué pensaba del mundo y le oímos sólo decir: «Estoy acostado aquí en la oscuridad esperando la muerte.» Es un personaje que preludia figuras de Kafka y de Beckett. El monólogo de Marlow sólo nos ha conducido hasta un personaje que va a descubrirnos que hemos leído la novela para viajar hacia una revelación final que, tal vez por intuirla horrible, preferíamos demorar leyendo escenas banales, y que en efecto va a dejarnos ante un hombre extraordinario, Kurtz, enfrentado a la tiniebla que encierra su propio ser, incapaz de decir algo más que esto acerca de la verdad última de nuestro mundo: «¡Ah, el horror! ¡El horror!»
El monólogo de Marlow se inicia al dejar atrás el puerto de Londres, donde hacia el oeste puede verse que el lugar de la monstruosa ciudad está aún señalado siniestramente en el cielo: es una leve tiniebla bajo el sol, un resplandor cárdeno bajo las estrellas. Oímos entonces la célebre frase inaugural de la historia:
– Y también éste ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.
Se nos dice de Marlow que de entre todos los viajeros era el único que «aún seguía el mar». A propósito de esto, resulta curioso observar cómo se ha instalado el tópico de que Conrad fue un escritor de historias de acción y de aventuras marítimas cuando en realidad está comprobado que detestaba la acción y el mar. Su colega Saint-John Perse nos dejó estos datos sobre Conrad: «No le gustaba el mar -vivía cuarenta y dos millas tierra adentro-, pero sí el hombre contra el mar, y los barcos, y nunca me entendió cuando le hablé del mar en sí.»
Su amigo Bertrand Russell previo la resistencia al tiempo de «la terrible historia titulada Corazón de tinieblas, en la que un idealista un tanto débil es empujado hacia la locura por el horror de la selva tropical y la soledad entre salvajes». Lo conjeturó con indudable acierto Russell, que consideraba que esa narración era la que expresaba de manera más completa la filosofía de la vida de Conrad -la vida tomada como una navegación río Congo abajo-, una filosofía que consideraba el mundo civilizado un peligroso paseo sobre una tenue corteza de lava apenas enfriada que en cualquier instante podía romperse y hacer que el incauto se hundiese en un abismo de fuego. Esa conciencia de las diversas formas de apasionada demencia a que se sienten inclinados los hombres era la que le daba a Conrad, según su amigo Russell, una creencia tan profunda en la importancia de la disciplina.
Últimamente, por cierto, dedico tiempo al estudio del diverso sentido de la disciplina que tienen personas -próximas o lejanas- que me interesan. En el caso de Conrad puedo decir que en materia de disciplina no fue precisamente moderno, pues ni consideraba que había que apartarla por innecesaria (las horribles versiones progres surgidas de Rousseau) ni que hubiera que pensarla como esencialmente impuesta desde afuera (el no menos horrible autoritarismo).
Conrad se adhería a la tradición más antigua según la cual la disciplina debe proceder de dentro. Es una fuerza mental, que emite nuestro propio genio del lugar, el genius loci, nosotros mismos. El hombre no se libera dando libertad a sus impulsos y mostrándose casual e incontrolado, sino sometiendo la fuerza de su naturaleza a una idea del espíritu y a un proyecto dominante, a un férreo código mental que sepa cancelar su libertad más salvaje y situarle en la corriente, río abajo, de una vida disciplinada y, a ser posible, gracias a los designios interiores del genio del lugar, moderadamente sublime.
Estoy viendo las fotografías de Rajastán que se expondrán, a partir del jueves en la Fundación Vila Casas de la calle Ausiàs Marc. Creo razonable sospechar que nadie en el colegio de los maristas en el que estudiamos, nadie en aquellos días que Carlos Barral calificara de años de penitencia, pudo llegar a pensar, ni siquiera soñar, que el alumno Tito Dalmau quedaría un día fascinado por la India y muy especialmente por el estado de Rajastán. En aquellos años, nadie iba muy lejos, y la India quedaba para nosotros más lejos que la lejanía. Ajeno a su futura pasión, recuerdo que Dalmau pasó el invierno de 1963 -así quedó documentado en la agenda que me servía de dietario- ganándonos a todos al ajedrez.
Viendo las fotografías hindúes, tengo la impresión de que -tal como le sucede a mi admirada Consuelo Bautista en sus imágenes sobre el mundo de la inmigración en cayucos hacia Europa-, Dalmau aspira siempre como fotógrafo a borrarse, a volverse invisible detrás de la cámara. Cuando capta algo, apenas quiere estar ahí, y más bien se diría que desea desaparecer y que no haya interferencias, para que así sólo exista la imagen. Pero no hay duda de que en ocasiones eclipsarse es una exigencia que nunca verá cumplida del todo, porque siempre habrá paisajes o seres fotografiados y, como es obvio, éstos exigirán, por tímida que sea, una presencia al otro lado de la cámara. En cualquier caso, pienso que a Dalmau tanto afán de invisibilidad no tiene por qué resultarle conflictivo; es más, intuyo que de esa tímida tensión surge precisamente su maestría fotográfica.
A mí me parece que siempre ha existido en aquel implacable jugador de ajedrez un gusto por atender, hasta en lo más aparentemente trivial -el vestuario cotidiano, su bastón de ahora, la pulcritud y orden de su pupitre en el aula marista-, las más notables exigencias estéticas. Eso digamos que ha sido siempre innato en él, le viene de lejos. De cerca, paradójicamente, le viene la lejana India. Tan de cerca como le miran sus fotografiados en esta exposición cuyo título general es Rajastán. Esta proximidad trae como consecuencia que sus arraigadas concepciones artísticas den paso en él, casi instintivamente (tal vez también por eso quiera a veces difuminarse), a una ética que surge casi de la exigencia misma de los retratados.