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Y es que, al igual que me sucede con las de Consuelo Bautista, las imágenes de Dalmau ilustran a la perfección la bella teoría de Giorgio Agamben según la cual en las fotografías verdaderamente hermosas se cuela de rondón siempre una curiosa, honda exigencia: el sujeto o sujetos capturados en la foto exigen algo de nosotros. Agamben dice que le gusta especialmente el concepto de exigencia, «que no hay que confundir con una necesidad factual». Para él, incluso si la persona fotografiada estuviera hoy del todo olvidada, incluso si su nombre estuviera borrado para siempre de la memoria de los hombres, incluso a pesar de todo eso -o, quizás, precisamente por todo ello-, esa persona, ese rostro exige su nombre, exige no ser olvidado.

Ante alguna de las fotos hindúes, he sentido el impulso de desviar la mirada cuando he creído ser mirado por las personas retratadas. Concretamente, en una de ellas -una imagen en la que predomina el amarillo y hay cinco personas de cierta edad-, me he encontrado con el vivo retrato de un hindú sin nombre, un viejo que lleva pintura roja en la frente y, excepto los ojos, el resto del rostro velado. Si no fuera porque es improbable, afirmaría ahora mismo que es el viejo hindú que hace años, en un antiguo claustro cátaro de las afueras de la ciudad de Soria, me traspasó con una sola mirada y luego salió sigilosamente del lugar. Siempre he pensado que en su gesto había algo especial para mí, que quiso decirme algo, nunca he sabido qué. Creo que me miró a mí y a mi destino y que tal vez quiso decirme que algún día iría yo a la India, o simplemente que algún día volvería a verle.

Ha ocurrido hoy. De nuevo la mirada exigente del hindú del claustro cátaro me ha traspasado. No sólo sigue mirándome a mí y a mi destino, sino que está recordándome que debería perderme en Rajastán y al mismo tiempo exigiendo que su mirada y su nombre no se borren para siempre de mi memoria y de la de los hombres. Y aquí estoy yo ahora tratando de que perdure esa mirada, en parte provocada por el propio Dalmau, que ha priorizado los matices éticos de la mirada hindú, una mirada que se interroga por los nombres perdidos, las personas borradas, por todos los humillados y ofendidos.

En esos personajes encontramos siempre -como si volvieran del atlas de la vidala exigencia de fondo que está detrás de todas esas miradas siempre en acto de perderse: una exigencia de redención. Porque todas quieren salvarse, aquí y en la India y en los confines del mundo, y hasta en ese mapa del que los exploradores -olvidados ya sus nombres- no saben volver. Porque todas son, además, el lugar de una división, el lugar de un desgarro espiritual entre lo sensible y lo perceptible: el mismo desgarro del fotógrafo, que quiere volverse intangible, pero ve que las personas y paisajes retratados -incluso en los casos en los que la invisibilidad vela los cuerpos y los rostros- le exigen estar ahí, y, es más, hasta parece que le pidan que no permita que a ellos, ni aquí ni en Marruecos, ni en Senegal ni en Rajastán, les engulla el infame olvido de los nombres borrados, la maldita estela de los nombres suprimidos.

DICIEMBRE

Conmoción esta mañana al salir a la calle y reparar de golpe en la extrañísima presencia de las cosas. Me he sentido tan atónito como completamente superado al observar la geométrica distribución de las calles, los letreros que indican la cercanía del parque Güell, las personas vestidas y charlando, el vendedor de lotería, la risa del paquistaní en la puerta del supermercado, la vendedora de flores de la Travessera, la inteligencia de todo eso.

El barrio es un prodigio más de la relojería universal, y uno ha de ser muy estúpido para negar la inteligencia y ficción de las cosas que lo recorre. He caminado por las calles como si fuera un recién llegado y he admirado la perfecta distribución de semáforos y letreros, la asombrosa realidad de la inteligencia cotidiana.

Me ha turbado ver al hombre de pelo rizado, enano y cojo que desde hace años, siempre a la misma hora, dobla por la calle del Torrent de les Flors. ¿Adónde va desde hace tantos años? Parece uno de esos turbios viajeros que tan mala espina nos dan cuando cruzan en diagonal los vestíbulos de las estaciones y acaban doblando por un pasillo lateral sin que sepamos nunca qué destino llevan.

Sin necesidad de forzarlas, me han llegado con suprema puntualidad la angustia por la fuga del tiempo y la enfermedad -porque es una enfermedad- del misterio de la vida. El hombre enano y cojo ha tenido su responsabilidad en esto. Me ha hecho pensar en todas esas caras que vemos en nuestras calles habituales y que, si un día dejamos de verlas, nos quedamos medio tristes, porque intuimos que han doblado en silencio, por última vez, la definitiva esquina de siempre.

No había esta mañana en mis calles habituales quien me rescatara de la angustia por la fuga del tiempo y me he quedado más tiempo de lo normal recordando los rostros de aquellos transeúntes que fueron habituales del barrio y un día, sin que en un primer momento nadie lo percibiera, se desvanecieron para siempre en el opaco vacío de la relojería universal..¿Qué fue de todos ellos? Formaron parte de mi vida en otros días, y luego se borraron. Me he acordado de Pessoa, que se preguntaba por el viejecito redondo y colorado del puro habano a la puerta del estanco. Y por el dueño del estanco. Todos habían ya partido hacia el reino de la luz del otro barrio. «Mañana», escribía Fernando Pessoa, «también desapareceré yo de Rua da Prata, de Rua dos Douradores, de Rua dos Fanqueiros. Mañana, también yo, sí, mañana yo también seré el que dejó de pasar por estas calles, el que otros vagamente evocarán con un qué habrá sido de él. Y todo cuanto hago, todo cuanto siento, todo cuanto vivo, no será más que un transeúnte menos en la cotidianidad de las calles de una ciudad cualquiera.»

Se trata de llevar la vida al otro lado.

A la fascinación del peligro extremo se le une el encanto añadido de lo clandestino. A un lado, la masa de una montaña. Una vida que el funambulista conoce. Al otro, un universo de nubes tan lleno de lo desconocido que hasta le resulta vacío. Demasiado espacio. A sus pies, un cable de acero. Nada más. Sus ojos captan lo que se levanta frente a él y que no es más que la parte superior de la torre norte del World Trade Center. Sesenta metros de cable por delante. El camino está trazado. Philippe Petit está a 400 metros de altura, entre las dos Torres Gemelas, verano de 1974.

Paul Auster aún recuerda con intensidad y emoción la mañana de 1974 en que su amigo el funambulista Philippe Petit «le hizo un regalo de una asombrosa e indeleble belleza a Nueva York». Ese día, Philippe Petit, después de meses de preparativos clandestinos, tendió por sorpresa un alambre de acero entre las torres gemelas del World Trade Center y fue de una azotea a la otra, cruzó el vacío en una larga travesía del aire que duró cuarenta y cinco minutos inmortales.

Que recordemos mucho más la destrucción de las torres gemelas que aquel acto artístico de gran belleza que tuvo lugar un cuarto de siglo antes en el mismo escenario es, en el fondo, algo bien comprensible, pues hubo un mortal desastre aquel 11 de septiembre. Pero eso no quita que sería genial si, en lugar de arrinconar tanto la memoria de la belleza, estuviéramos hechos de otra materia y fuéramos capaces de recordar con la misma intensidad que la destrucción la poesía extraordinaria del gesto del funambulista Philippe Petit el día en que alcanzó las nubes en lo alto del World Trade Center.

Alcanzar las nubes es el libro en el que Philippe Petit cuenta detalladamente la historia de la gran aventura que terminó el día en que al sur de Manhattan realizó su más grande actuación aérea: el día en que, venciendo al vértigo («guardián del abismo» lo llama), entró en contacto directo con los dioses al cruzar de una azotea a otra en lo más alto del cielo y del aire de Nueva York.