Выбрать главу

De lo que es capaz un hombre. Pero la gran acción -siempre hay un lado cómico en toda gran acción- se gestó en realidad en un lugar muy pequeño, en el invierno de 1968, en París, en la sala de espera de un dentista. Philippe Petit apenas tenía dieciocho años cuando, con dolor de muelas y estilo ya funámbulo, hojeó un París Match en el que se decía que estaban terminando de construir las torres gemelas de Nueva York y que éstas superaban en un buen número de metros a la pobre Tour Maine-Montparnasse. Parecía que le estuvieran diciendo que las dos torres de Nueva York eran inalcanzables. Philippe arrancó la hoja de la revista y salió corriendo de la sala de espera de aquel dentista, y a partir de entonces pasó a vivir con su obsesión por tender un cable entre las dos torres y cruzarlo. Viajó a Nueva York y durante meses comenzó a inspeccionar las posibilidades de subir clandestinamente una madrugada hasta la azotea de la torre sur del World Trade Center y hacerlo provisto de todo para la proeza: cuerdas de polipropileno y nylon, aparejos de poleas con gavillas, cables de acero de varios diámetros, vigotas con cuerdas de fibra, cinturones de seguridad, guantes de obra, destornilladores y llaves inglesas.

Cuando años más tarde, en 1974, en la aduana de Nueva York un policía le preguntó por qué llevaba todo aquello en el equipaje, Philippe Petit contestó:

– Oh, no es nada. Soy funámbulo, y estoy aquí para tender un cable entre las torres gemelas del World Trade Center.

El policía respondió con una larga y sonora carcajada y con un ademán le invitó a entrar en Estados Unidos.

Tras su ilegal travesía del aire, los periodistas le preguntaban a coro en la comisaría por qué lo había hecho, y contestó espontáneamente: «Cuando veo tres naranjas hago malabarismos, cuando veo dos torres, ¡camino!»

De Alcanzar las nubes -que he leído poniéndome muchas veces en el lugar de Philippe Petit y sintiendo entonces un vértigo infinito- difícilmente olvidaré un momento, curiosamente uno de los pocos que no relaciono con el vértigo físico, sino con un sentimiento de misterio y al mismo tiempo de vértigo anímico, interior. Un hecho pavoroso, cargado de extraño significado, como una premonición de la altura del vértigo del propio rascacielos en construcción. Un hecho pavoroso visto en retrospectiva, es decir, visto después del 11 de septiembre. Se trata del momento extraño en que Petit está haciendo las primeras inspecciones para ver si será posible realizar su actuación por sorpresa y percibe un H. A., es decir un «hecho aislado», que así es como los antropólogos llaman en sus informes a cualquier hallazgo atípico en su campo. Philippe Petit está subiendo las escaleras de las plantas más altas de la torre sur y le parece que ha habido un terremoto, que luego ve que en realidad ha sido una sacudida, una sacudida interior. En cuestión de segundos, los escalones de metal empiezan a trepidar bajo sus pies. Luego las barandillas a las que se agarra vibran levemente. No, no tan levemente. Los escalones, las barandillas y su cuerpo han traspasado su temblor a los tabiques del hueco de la escalera y todo el edificio empieza a estremecerse. A través de la obra le llega el grito de la torre: su estructura de acero que se dilata y se encoge, que se retuerce y aplasta, ha dejado escapar una queja de dolor.

Imposible no pensar que un hombre, el funambulista Philippe Petit, fue advertido vagamente por el propio edificio de lo que un trágico día -que todo el mundo hoy recuerda- sucedería.

Hace muchos años, dormí una noche en la casa de Carlos Barral en Calafell. Es una historia ya lejana. Dormí en un sofá de la sala de estar de la planta baja, cerca de la chimenea y de la puerta de entrada. Cuando hace tres años supe que la casa de Yvonne y Carlos Barral se había convertido en Casa Museo, recordé que había dormido allí, y me llegó de pronto la conciencia brutal del inexorable paso del tiempo. Parecía casi increíble, pero había vivido lo suficiente como para haber dormido en lugares que ahora ya eran museos.

Luego, un día, vi la casa de los Barral en la televisión, y vi el sofá, y supe que se hacían allí visitas que se programaban desde el ayuntamiento. No sé por qué el resto de aquel día me pareció dominado por una extraña furia que parecía estar despojando de sus colores a las cosas. Por la noche, desperté algo alterado creyendo que dormía en el sofá de los Barral y los visitantes del museo me miraban como muertos vivientes. Completamente ya despierto en mitad de la noche, me dio entonces por pensar que la literatura no tenía ninguna relación con la realidad, y que para confirmarlo bastaba el ejemplo de la casa de Calafell y sus visitas programadas. Qué lejos estaba la literatura de Barral de esas visitas y del sofá convertido en pieza de museo y del reportaje de televisión que había visto por la mañana. Viendo aquel reportaje, me había parecido observar que en realidad la literatura, por muchos esfuerzos que hagan, nunca podrá aparecer en la televisión. Esto, sin ir más lejos, ya lo había notado cuando los de TV3 fueron a la feria del libro de Frankfurt y ya desde el primer momento vi que la literatura no aparecería en sus imágenes. Es más, vi que no sabían dónde encontrarla y filmarla, dónde estaba ni qué era. Y también que no tenían la menor relación con ella. La buscaban por todos los pabellones de la feria y acababan plantando la cámara ante lo primero que les parecía que podía ser literatura: un dibujante de cómics firmando libros, un cineasta que había adaptado novelas, una señora que leía a Jordi Pujol.

Pero la literatura siempre ha tenido su autonomía plena y su propio sentido, sus relaciones, su coherencia íntima y un código interno infinitamente serio. Y tiene una casa propia en un lugar extraño, que no se parece al museo de Calafell ni a la feria de Frankfurt, sino a ese palco parecido a un sofá que hay en el Gran Teatro de Oklahoma del que nos hablara Kafka; un palco que, por poco que miremos bien, acabaremos descubriendo que no es exactamente un palco, sino el escenario mismo: un escenario con una balaustrada que avanza en amplia curva hacia el vacío.

La velocidad de las cosas, que diría Rodrigo Fresán. Parece que haya transcurrido una infinidad de tiempo desde aquel marzo de 2002 en que, en un ordenador ajeno, sentí que había quedado fascinado por Internet o, más concretamente, por el narrador de historias que se ocultaba en el buscador de Google. ¿Quién iba a decírmelo a mí, que tanto me había resistido a la Red?

Al día siguiente me compraba un ordenador, Internet por módem vía teléfono y Windows 98. Pero todo esto es hoy memoria extrañamente ya muy lejana. Y raro es decirlo, pero siento que respiro con una pulsión constante de lejanía, como si viviera a finales del XXI. Y es que todo, incluso lo más moderno, se me vuelve enseguida antigualla y recuerdo bien lejano.

«Je me souviens d’Internet», que diría Perec.

Podría yo perfectamente decir lo mismo.

El pasado día de San Esteban, caminando por la rué de Rome de París, me dediqué a imaginar que me encontraba en Barcelona y que, tratando de vencer el aplastante aburrimiento de tanta fiesta navideña sin tregua, me dedicaba a confeccionar un catálogo de las veces en mi vida que me había despedido a la francesa. A medida que iba imaginando esto, fui viendo que el catálogo se me hacía peligrosamente infinito, pues no paraba de recordar despedidas que podían inscribirse en la tradición del sans adieu (sin adiós), que es la expresión francesa que en el lenguaje coloquial español del XVIII se acuñó en la forma despedirse a la francesa, aunque en este caso para reprobar a alguien que, sin despedida ni saludo alguno, se retirara de una reunión.