Выбрать главу

Fernando Savater dice que las personas que no comprenden el encanto de las citas suelen ser las mismas que no entienden lo justo, equitativo y necesario de la originalidad. Porque donde se puede y se debe ser verdaderamente original es al citar. Por eso algunos de los escritores más auténticamente originales del siglo pasado, como Walter Benjamín o Norman O. Brown, se propusieron (y el segundo llevó en Love's Body su proyecto a cabo) libros que no estuvieran compuestos más que de citas, es decir, que fuesen realmente originales…

Plenamente de acuerdo con Savater cuando dice que los maniáticos anticitas están abocados a los destinos menos deseables para un escritor: el casticismo y la ocurrencia, es decir, las dos peores variantes del tópico. Citar es respirar literatura para no ahogarse entre los tópicos castizos y ocurrentes que le vienen a uno a la pluma cuando se empeña en esa vulgaridad suprema de «no deberle nada a nadie». Y es que, en el fondo, quien no cita no hace más que repetir pero sin saberlo ni elegirlo. «Los que citamos», dice Savater, «asumimos en cambio sin ambages nuestro destino de príncipes que todo lo hemos aprendido en los libros (y ahí va otra cita disimulada, ja, ja, larvatus prodeo…).»

«Cita: repetición equivocada de lo que ha dicho otro» (Marilyn Monroe).

Un cementerio como éste también es todo un lujo de citas. Me detengo en la tumba de Balzac, enfrente mismo de la de Gérard de Nerval, en la división 49 de Père-Lachaise, al norte de París. Escribimos siempre después de otros, y quizás por eso tantas veces perseguí -con citas literarias distorsionadas o inventadas que ayudaban a crear sentidos diferentes- una imagen mía hecha con rasgos ajenos, y quizás por eso tantas veces fragmenté el antiguo texto de la cultura, y diseminé sus rasgos haciéndolos irreconocibles, del mismo modo en que se maquilla una mercadería robada. Así fui abriéndome camino, así fui avanzando. Para andar por ahí nada tranquiliza tanto como una máscara. Me sentía un depravado cuando me alegraba en secreto de disfrazarme tanto, de construir mi estilo con andaduras ajenas. Larvatus prodeo, que decía Descartes. ¿Yo? Persigo una imagen, solamente. Esta imagen con máscara en un cementerio. Esta imagen de amante de las citas con la que avanzo ahora, bajo la lluvia, hacia la tumba que tengo enfrente. Voy despacio, sigiloso, con la mirada iracunda y simulando una cojera, con un bastón y una máscara de Arlequín, perfectamente oculto. Voy a saludar a Nerval. Larvado, como siempre.

«Cuando Rimbaud ponía el puño encima de la mesa» (Pierre Michon).

Siempre que he hablado con Pierre Michon -las dos veces de noche y en la surrealista Nantes- ha terminado por decirme, con voz cavernosa y melancólica, que hay tres tipos de escritores: el bárbaro, del que Céline es un ejemplo indiscutible; el intelectual a lo Beckett, y un tercero en el que se combina lo mejor de ambos, Faulkner, por ejemplo. «Faulkner o Bolaño», ha precisado en las dos ocasiones. Para él, este último fue también una admirable combinación entre el bárbaro y el intelectual. Ni que decir tiene que el propio Michon pertenece a ese tercer tipo de escritor, al mundo de los detectives entre palmeras salvajes, al mundo del intelectual de puño encima de la mesa.

Michon es alguien que halló ya en la madurez su propio estilo -agazapado, invisible durante años- mientras escribía Vidas minúsculas, y con el estilo le llegó también el tono y el ritmo, un ritmo que con asombro observó que le era íntimamente natural. Ese ritmo lo mantuvo en obras maestras como Rimbaud el hijo, donde -como afirma Menéndez Salmón en una reciente entrevista- el gran Michon nos explicó qué demonios es la poesía. Ahora sabemos que la poesía estaba en la mirada que el futuro poeta Rimbaud dirigió a su horizonte mientras esperaba que Carjat le fotografiara. Porque ahora sabemos con Michon que esa mirada de quien se disponía a ser la poesía misma apuntaba al vigor futuro, la capitulación por venir, la temporada en el infierno y Abisinia, la sierra sobre la pierna en Marsella. Y porque pensamos que el joven Rimbaud, con el semblante iluminado del que un día iba a decirlo todo, estaba ya ahí en esa fotografía hoy tan célebre, estaba ahí ya apuntando hacia la poesía, aunque sólo veamos su cuerpo, el pelo revuelto, la corbata torcida para la eternidad. Y, en los versos -termina preguntándose Michon-, ¿se ve acaso el alma? Pasan el viento, el mundo y la poesía como si fueran iluminaciones y quemaran carbono.

Pierre Michon es, en el buen sentido, extraño. También lo es, con talento evidente, el asturiano Ricardo Menéndez Salmón, que en la entrevista en la que habla de su admiración por Michon dice que le gustaría saber por qué, año tras año, tenemos que soportar a falsos escritores. Ahí el autor de La ofensa y de Gritar se muestra intransigente: «¿Por qué tan intolerante? Porque me niego, como diría Michon, a convertir el milagro en profesión, el talento en carrera literaria. La literatura no es un oficio, es una enfermedad; uno no escribe para ganar dinero o caer bien a la gente, sino porque intenta curarse, porque está infectado, porque lo ha ganado la tristeza.»

En una de la historias de Gritar -alta literatura en este conjunto de relatos recién publicado- aparece precisamente esa enfermedad que el autor opone a la idea de la escritura vista sólo como un oficio. Es un cuento memorable en el que la enfermedad, el dolor oculto, aparece con el nombre de mal de los constructores. Es el mal de los que quieren decirlo todo, el mal de los que tan alejados están de los falsos escritores. Es el mal que, según nos dice, anida, por ejemplo, en la casa de la familia Kafka, donde Franz nos cuenta la historia del mal como si hubiera leído a Rimbaud y Michon de golpe: «La compulsión de familias enteras que transmitían de padres a hijos el afán desmesurado por la perfección y acabamiento de las cosas terrenales; cosas que, como es notorio, desde Platón, son de por sí inconclusas, imperfectas e hijas del azar.»

Es el mal de los que buscan la perfección, un mal no muy conocido en España, por cierto. Es la obsesión por aproximarse a una meta que jamás se alcanza, pero que se intenta con valeroso esfuerzo que fracasa. Sin duda es una metáfora de la alta literatura que cultivan todavía algunos héroes o severos chiflados, esos tipos de los que parece hablarnos Michon, «hombres de pura cepa que luchan por el bien que creen sentir dentro de sí» y cuyo inmenso fracaso es también un inmenso logro que nos recuerda aquello que Onetti dijera de Faulkner: «Lo que admiro en él es su estilo, esa obsesión por decirlo todo, aunque sea imposible.» Decirlo todo es, a fin de cuentas, el propósito que guió la obra de Kafka, el héroe de las familias que padecen el mal de los constructores. Recuerdo que en Descripción de una lucha le hace decir Kafka a un personaje: «Ya no quiero oír fragmentos. Cuéntemelo todo del principio al fin. Menos no pienso escuchar.»

En otra de las historias de Gritar, en la titulada La vida en llamas, Menéndez Salmón parte de unos agudos contrastes de vida y muerte para reflexionar sobre el dolor oculto que existe en cada vida que nos rodea y contarnos cómo un acontecimiento feliz para alguien puede convivir en un mismo espacio de tiempo y lugar con la desgracia de otro.

Sólo que el dolor oculto del extraño Rimbaud es más bien una variante extrema del mal de los constructores. La vida de Rimbaud fue un viaje a la libertad que desembocó en una huida a África para huir también de la poesía y allí terminar con su dolor íntimo más oculto: el de no querer convertirse en hijo de sus obras. En Rimbaud el hijo Michon corteja como nadie la angustia de ese dolor, lo que probablemente convierte su libro en el mejor que se ha escrito jamás sobre este poeta. Cargar con Rimbaud el hijo debe de ser ahora el mal oculto de Michon, enfermo a la sombra de las palmeras salvajes y del oro de la buena literatura, el puño sobre la mesa.