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Ignacio Martínez de Pisón. Narrador de corte clásico, alejado de aventuras experimentales, y sin embargo amigo. Últimamente apenas salgo de noche, pero no me importa porque Pisón me cuenta lo que ocurre a altas horas y piadosamente me dice que nada. Ayer, hablando con él por teléfono, evocamos la noche en la que me habló por vez primera de los Cameroni y de Dientes de leche, la gran crónica familiar que acaba de publicar. Esa misma noche, un señor agraviado me duchó con cerveza helada. Me lo recordó Pisón y, tras un breve silencio, sentenció:

– Cuando todavía pasaban cosas.

Cuando éramos optimistas, pensé.

Un optimista es alguien que piensa que el futuro es incierto. ¿Es una definición irónica o simplemente pesimista? En realidad, la frontera entre el optimismo y el pesimismo es muy lábil, como lo demuestra esa gran verdad que dice que todas las familias optimistas se parecen mientras que las pesimistas lo son a su manera. Tolstói hablaba de familias felices en lugar de optimistas, pero para el caso viene a ser lo mismo. Porque una familia feliz, precisamente porque lo es, siempre acaba pensando que el futuro es incierto. Las familias pesimistas, por su parte, no tienen tiempo ni de pensarlo, atareadas como andan en esas desgracias que resultan tan atractivas para los novelistas.

Los Cameroni de Dientes de leche bailan siempre en la frontera entre la infelicidad y el optimismo. Un equilibrio muy delicado que Pisón maneja con la impecable pericia narrativa que ha ido adquiriendo a través de los años y de tantas noches, aunque hay quien piensa que esa pericia de corte ortodoxo -es un narrador nato de historias, sin duda uno de los más dotados del paísen realidad ya la poseía en 1984 en su primera novela, La ternura del dragón (rebautizada La ternura de Pisón por sus amigos) y en el libro que llegó al año siguiente, un conjunto de relatos, Alguien te observa en secreto, que leí en aquellos días, no mucho después de conocerle y cuyas primeras frases -hablaban de un primo suyo y del Paseo de Sant Joan de Barcelona y de un castillo hechizado de arquitectura modernista- me hicieron sospechar paranoicamente que, aun siendo él un recién llegado de Zaragoza, estaba describiendo mi mundo barcelonés de adolescencia y no se dirigía a mí como lector, sino directamente al amigo que he sido después toda la vida.

En otro de los relatos de aquel libro, Otra vez la noche, una jovencita se relacionaba en sus horas nocturnas con unos murciélagos que representaban la parte noctámbula de su personalidad frente a la parte diurna, representada por sus amistades. Hoy, pensando en aquel cuento, me he preguntado si no fui durante mucho tiempo para Pisón uno de esos murciélagos. Y también si, ahora que ya no soy nocturno, no habré pasado felizmente a su parte diurna, la de sus verdaderas amistades.

Y, en efecto, los Cameroni son como tantas familias de nuestro bestial paisanaje ibérico, pero con la variante inédita de que el patriarca Raffaele, siendo un grandísimo déspota como tantos otros, nació en la Toscana y es de filiación directamente fascista, uno de aquellos brigadistas italianos de los que tan poco se sabe y que llegaron a España durante la guerra civil para apoyar a las tropas franquistas. La familia paralela que Raffaele monta en Zaragoza se verá condenada al fatalismo de la mala sangre, y con esa historia reaparecerá de nuevo en un libro de Pisón el tema central de su inolvidable relato El fin de los buenos tiempos y uno de los cauces esenciales por los que circula toda su obra: el horror de toda herencia, la oscura y silenciosa ruta de afectos y taras, de malentendidos y frustraciones que comporta la oscura travesía de la noche familiar, la maligna sucesión de padres e hijos.

Viendo reaparecer ese tema de la monstruosidad de toda herencia, he pensado en Rilke cuando decía en Los cuadernos de Malte que por distracción y por errores heredados nos perdemos casi enteramente las innumerables riquezas de aquí que nos han sido destinadas. Y creo que llevaba toda la razón. Yo sólo conozco seres que han luchado desesperadamente por zafarse de los errores y malentendidos heredados y abrirse camino en el hondo fatalismo de tanto espanto del pasado. Dicho de otro modo, siempre ha habido herencias de mala sangre y equívocos en las cosas y los gestos familiares, y esas herencias y errores heredados hemos de saber que serán -si no lo han sido ya- nuestra ruina más completa.

Y tenemos, por otro lado, el misterio de cómo se las arregla Pisón para hacerme creer que ya no pasa nada por las noches, y también el misterio de ese detalle del último día en el que bebimos juntos y deslizó en un bolsillo de mi abrigo una frase manuscrita que milagrosamente he conservado: «El viaje es la fidelidad del sedentario que afirma en todas partes sus hábitos y sus raíces e intenta engañar, con la movilidad en el espacio, la erosión del tiempo para repetir siempre las cosas y los gestos familiares.»

Sospecho que ahí en esa frase para el bolsillo no sólo estaba el brigadista Raffaele, que montó una familia paralela en España, sino también el propio Pisón, tan inclinado -como bien saben sus amigos- a las costumbres imperturbables de su optimista cotidianidad, pero a la vez tan proclive a la creación de mundos paralelos en novelas familiares infelices, despiadadamente crueles.

Recibí un e-mail del cineasta Víctor Iriarte en el que me decía que desde aquella mañana estaba en Barcelona, con su cámara de bolsillo en el bolsillo: «Me hospedo en casa de Isaki Lacuesta y aprovecho estas primeras horas para grabar unas sombras. En la primera película de Isaki, Cravan vs Cravan, yo hice de sombra del poeta boxeador en una de las secuencias. Ahora Isaki me devuelve el favor y hace de sombra de espía en su casa de la calle Diputación. «¿Quedamos mañana miércoles? Iría a tu casa. La idea es grabar una conversación que gire en torno al espionaje, a los paseos y a las estaciones de tren. Y luego seguirte por un breve espacio de tiempo sin que te des demasiada cuenta. Es lo que trataré de filmar con el móvil.»

A Víctor Iriarte, que vive entre Bilbao y Montevideo, el festival de cine documental Punto de vista de Pamplona le ha invitado a realizar un cortometraje con un teléfono móvil. Hace unos días llegó a su casa de Bilbao una caja por servicio express con instrucciones al dorso: «Utilice este teléfono para rodar un cuaderno de viaje.» Iriarte es desde hace años un admirador de Robert Walser y tiene un blog en Internet -cajanumero8.nunca voy al cine- donde la semana pasada anotó: «Recibir un móvil por correo es algo raro. Tanto como que nos manden una carta por teléfono (…) Repaso los microgramas a lápiz de Robert Walser y trato de establecer un símil entre sus cuadernos improvisados y la posibilidad de grabar imágenes en los márgenes de una tarjeta de memoria.»

El miércoles me levanté más pronto que nunca y fui preparándome para la visita de la sombra de Cravan. Después de compartir en la década de los noventa la afición por Walser, le había perdido la pista a Iriarte, aunque sabía que había sido ayudante de dirección de Lacuesta en la película de Cravan. Le recordaba vagamente alto y vestido con tonos oscuros, pero era incapaz ya de evocarlo físicamente con cierta fiabilidad. Nada había vuelto a saber de él hasta que, este verano en un hotel de Helsinki, di casualmente con su blog de cine, donde hablaba de las películas del finlandés Kaurismäki. Desde el mismo hotel le había escrito al blog informándole de que no todos los finlandeses eran como los personajes tristes de Kaurismäki. Y así, como si no hubiera pasado el tiempo ni nada, reanudamos -ahora de forma virtual- la conversación interrumpida durante años.