La leyenda del tiempo, de Isaki Lacuesta, se ha convertido en una de mis películas favoritas. En un registro de extrema belleza trata de la imposibilidad de cantar. Mezcla dos historias de la vida real, enlazadas sutilmente por la figura de Camarón de la Isla. En una, un joven gitano de San Fernando deja de cantar tras la muerte de su padre. En la otra, una japonesa viaja a Cádiz para aprender a cantar -algo bien inalcanzable para ella- como Camarón. Ambas historias son poéticas, de una intensidad extraña, tenuemente hilvanadas dentro de un simple pero prodigioso artefacto que liquida cualquier vestigio de frontera entre realidad y ficción. Una película elegante, la segunda del gerundense Lacuesta, que debutara hace cinco años con su documental sobre Cravan, el legendario poeta y boxeador, sobrino de Oscar Wilde, desaparecido en el Golfo de México en misteriosas circunstancias.
En La leyenda del tiempo me sorprendió reencontrar algo que creía sepultado en mi juventud: el espíritu de Jean Rouch (Chronique d'un été), aquel cineasta-etnólogo adscrito al cinema-verité y al continente africano, que tanto había admirado en otros días. ¿Estaba el espíritu de Rouch en la película o sólo lo imaginaba? Pronto Lacuesta, en unas declaraciones, me sacó de dudas: «Me gustan todos los cineastas que se llaman Jean: Jean Vigo, Jean Renoir, Jean Cocteau, Jean Eustache, Jean Rouch, Jean-Luc Godard y Wong Kar-wai, porque estoy seguro de que Wong debe ser Jean en chino.»
Y bueno, el miércoles, a primera hora, pensando en Cravan me acordé de Traven, que no sólo tenía un apellido parecido, sino que también se evaporó en México. Traven se hacía pasar por otras personas cuando aparecía en público, pues era de los que piensan que un verdadero artista está siempre de incógnito. ¿Y si Iñaki Lacuesta obraba como Traven? Busqué en Google fotografías suyas para evitar que me engañara presentándose en casa como sombra de Cravan. Todo acabó en una falsa alarma. Porque a la hora prevista, con una cámara de bolsillo y un trípode en miniatura, llegó a casa Víctor Iriarte. Y, aunque como verdadero artista y espía iba de incógnito, vi enseguida que no era Lacuesta. Ni Traven. Saludé a la sombra de Cravan con la cortesía y melancolía propias de un personaje de Kaurismäki. Hablamos de Montevideo y del piano de Felisberto Hernández, que todavía está allí, en un bar de aquella ciudad. Y en un momento determinado tomó Iriarte su cámara de bolsillo para formularme las anunciadas preguntas sobre el espionaje, los paseos y las estaciones de trenes, y acabó preguntándome -en deriva inesperada- qué pensaba de Cravan. Como por Traven no preguntaba, le pregunté yo, y hablamos del Golfo de México y de tantos allí desaparecidos. Una hora después, bajando por el Torrent de les Flors -calle habitual en las novelas de Juan Marsé- iba yo simulando que no me apercibía de que la sombra de Cravan me filmaba, y menos aún de que, al final del rodaje -tal como acabó ocurriendo-, mi perseguidor esperaba que doblara una esquina para rodar mi desaparición y dar por terminado su cuaderno de viaje. «Le están grabando», me advirtió, a la altura de la calle Martí, una señora muy alarmada. «Tiene autorización», contesté rápido, sin detenerme. Y seguí mi camino, muy comprometido con las exigencias del guión y como si no supiera que, a la vuelta de la esquina, el Golfo de México esperaba.
FEBRERO
Me indigno, pero he aprendido a encontrar razonamientos que desactiven rápidamente los enfados. Esta mañana, súbito enojo al ver que Noam Cohen del New York Times descubre el Mediterráneo con la noticia de que Borges, en sus historias ambientadas en un pasado pretecnológico, predijo la llegada de Internet. No me habría molestado tan dinosáurico «hallazgo» del New York Times si no fuera porque Noam Cohen, con absurda suficiencia, tilda a Borges de «bibliotecario del Viejo Mundo y hombre chapado a la antigua», cuando en realidad quien no está al día es el propio Cohen, más atrasado en noticias que el ciclista Godot cuando llegaba a las etapas del Tour fuera de tiempo.
Escribir -decía Roberto Bolaño- es una actividad razonable y visionaria, un ejercicio de inteligencia y de aventura. De entre las múltiples aventuras, los lectores del visionario Borges nunca olvidarán la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto en su memorable cuento La Biblioteca de Babel. Cuando ese relato fue publicado en 1941, pocos podían imaginar que esa escalera acabaría convirtiendo a Borges en un demiurgo, un extraño visionario que nos describió Internet antes de que existiera.
Hace años que sabemos que Borges, en un ejercicio de inteligencia y aventura intelectual, anticipó la Red mundial en La Biblioteca de Babel y también en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, otro de sus relatos de aquella época: «¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras… dirigidos por un oscuro hombre de genio.»
En su cuento, Borges nos dice que abundan en esa sociedad secreta individuos que dominan las disciplinas más diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. El plan es tan grande que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Esa sociedad secreta, ese valiente nuevo mundo (brave new world) es la Red mundial. Ahora nos lo descubre Noam Cohén al hilo de la reedición de Labyrinths en la editorial New Directions y de un ensayo de Perla Sassón-Henry que explora las conexiones entre la Internet descentralizada de YouTube, los numerosos blogs y la Wikipedia y las historias de Borges, que «convierten al lector en un participante activo».
Me indigno por un momento con la noticia anticuada de Cohen, pero luego le disculpo diciéndome que las cosas del mundo actual pasan tan rápido que puede parecemos que no estar al día es un problema, pero también es cierto que hay cosas que no encajan con esa velocidad. Por ejemplo, pensemos en la lentitud de la lectura. Ricardo Piglia dice que en una época en la que la circulación de lo escrito ha alcanzado una velocidad extraordinaria, resulta paradójico observar que el tiempo de lectura no ha cambiado: «Leemos igual que en la época de Aristóteles. Seguimos descifrando signo tras signo y eso nos sitúa en una actitud similar a la que se tenía cuando la circulación no era tan rápida. Hudson, por ejemplo, cuenta en Allá lejos y hace tiempo, un libro de 1918 sobre su vida en la Pampa, cómo les llegaban las novelas, y después de leerlas las prestaban a la granja vecina que estaba a cinco kilómetros, y después a otra que estaba más adentro. La novela se iba alejando, a caballo…»
Así, con este razonamiento sobre la lentitud, mi indignación también se ha ido alejando a caballo…
Lo que puede pensarse tiene que ser sin duda una ficción. Pienso ahora, por ejemplo, que Roberto Bolaño participó en la expedición de Magallanes a la Patagonia, pero sé que si busco ese dato en Internet no lo encontraré en parte alguna. Para poder hallarlo, escribo estas líneas que irán a parar a la Red y lo dirán. Dirán que Bolaño en Entre paréntesis no sólo llamó «bravos» a los marinos de Magallanes en la Patagonia -se comprueba acudiendo a su libro-, sino que, además, él mismo participó en esa aventura que fue -como si de una escritura se tratara- una actividad visionaria… Y bueno, ahora, como si también yo fuera una novela, voy a caballo alejándome lentamente de la Patagonia, y todo lo que voy pensando (sin duda una ficción virtual) me acerca a los despachos de New Directions, de Nueva York, donde estuve unas horas en mayo del año pasado. Esta editorial es la que ha publicado en segunda edición -la primera es de hace cuarenta años- Labyrinths, colección de cuentos de Jorge Luis Borges donde se incluyen los relatos que nosotros conocemos como Ficciones: historias llenas de hombres memoriosos, enciclopedias infinitas y escaleras espirales, que en Nueva York se han convertido últimamente en canon para todos aquellos que se hallan en la intersección entre la nueva tecnología y la literatura. Y es curioso: una parecida encrucijada puede verse en un recodo de New Directions, la histórica editorial que publica también los cuentos de Bolaño, Cortázar y Felisberto Hernández, y cuyos corredores y despachos componen a su manera un intrincado laberinto que a la larga acaba resultando hogareño. En mayo del año pasado me perdí suavemente por él, y en una estantería cercana a la terraza que da a una soberbia vista del skyline, vi alineados los libros de Bolaño junto a los de Borges, vecinos neoyorquinos en la red del tiempo, azarosa sociedad secreta en la biblioteca eterna.