El amigo que ha vuelto después de un año de ausencia. Llama a casa sólo para saludar y casi sin ocultar que lo hace por puro compromiso. Está más calculador que nunca. Y yo, por lo que sea, no entro en su campo de intereses. Creo percibir que no me quiere nada. ¿Qué puede haber ocurrido? No es una palabra dicha en alguna parte y que ha llegado transformada a los oídos de alguien que la ha repetido a otro, etcétera. No, no es nada de todo eso. Es simplemente que me tiene cierto afecto pero no le intereso y es muy posible que en realidad no le haya interesado nunca. Tal vez se siente mejor con gente que le admira, o tal vez mejor con otros, sin más. No pasa nada, me digo. No veo por qué razón habrían de durar las amistades más que las pasiones.
«El mundo se va a volver tremendamente imbécil. Durante los próximos años, la cosa va a resultar muy aburrida. Es una suerte que vivamos ahora y no más tarde» (Flaubert, 27 de junio de 1850).
Algunas personas creen que llevo desde hace años un cuaderno privado de citas literarias, el commonplace book al que tantos escritores anglosajones fueron aficionados. Quizás eso pueda explicar el hecho un tanto absurdo de que, en el plazo breve de un mes, tres amigos me hayan enviado -cada uno por su cuenta y riesgotres libros que parecen relacionados con esa idea de que colecciono citas.
El primero de los tres en llegar fue la traducción española de Sur Plusieurs Beaux Sujects, el cuaderno privado de Wallace Stevens, una especie de borrador o librillo de trabajo al que el poeta y abogado de Nueva York fue trasladando pasajes de obras ajenas relativos a sus propios intereses, y de ahí que veintidós de las citas que reunió allí acabaran pasando a sus poemas. Es un cuaderno de trabajo en una línea parecida al Hofmannsthal de El libro de los amigos o al W. H. Auden de A Certain World, una antología de citas y al mismo tiempo autobiografía sui géneris.
«La estética es una justicia superior», leemos en uno de los apuntes de Wallace Stevens. Es una sentencia magnífica de Flaubert en carta a Louise Collet. Y para mí la frase del libro. La recuerdo siempre que enciendo la televisión y entro en el feísmo desaforado de sus imágenes de los últimos tiempos. Flaubert no dejó aforismos en sus novelas, pero sí algunos en su correspondencia, donde se explayaba siempre sin límites y con desbordante inteligencia.
«La estética es una justicia superior.» Gran frase. ¿Y qué decir de la ética? ¿Y de las relaciones, tal vez imposibles, entre ética y lenguaje? Si yo llevara un commonplace book, insertaría ahora mismo unas palabras de Wittgenstein en su Conferencia sobre ética, de 1929: «Si un hombre pudiera escribir un libro sobre ética que realmente fuera un libro sobre ética, dicho libro destruiría con una explosión todos los libros del mundo.»
He dicho «si llevara un commonplace book». Pero no se da el caso. Si lo llevara -creo que la fuerza del destino me está empujando a hacerlo-, añadiría ahora en mi cuaderno otra frase de Flaubert, también rescatada de sus cartas; una frase que he hallado en el segundo de los libros que me han regalado: Jardines ajenos, de Adolfo Bioy Casares. En ese cuaderno de citas recogidas por Bioy he dado de nuevo con el oro de Flaubert -no confundir con El loro de Flaubert, de Julián Barnesen forma de palabras memorables sobre la singularidad: «La infinita estupidez de las masas me vuelve indulgente para con las individualidades, por muy odiosas que lleguen a resultar.»
El tercer libro, Razones y osadías, contiene directamente una selección de opiniones contundentes de Flaubert, todas rescatadas de sus elocuentes cartas. La edición -como no podía ser de otra forma- es de Jordi Llovet. Por cierto, no lo había contado hasta ahora: a todos los sitios serios a los que voy digo siempre: «Vengo de parte del señor Llovet.» Sólo un día advertí una expresión tan hostil en el ambiente que, antes de haberme acomodado en mi asiento, me incorporé y dije, volviendo la espalda: «Me voy de parte del señor Llovet.»
En Razones y osadías comprobamos que Flaubert, que deseaba permanecer oculto en los distintos escenarios de su obra narrativa, forzosamente tenía que volcar en otro lado su mundo privado. Lo hacía en su correspondencia, escrita sin el ánimo de que fuera un día homologada a su obra, pero que tiene un alto valor documental, porque en las cartas aparece un Flaubert que abomina de la estupidez universal y al que deja anonadado la imbecilidad de los políticos, un Flaubert que habla de libros y de colegas y de la vida en general y es relativamente misógino. Las frases extraídas de sus cartas muestran, entre otras cosas, cómo intuyó el aburrimiento y majadería, la absurdidad y parte de la barbarie de los años que estaban por venir. Un siglo y medio después, ninguna de sus opiniones contundentes ha perdido actualidad, más bien lo contrario.
A modo de letanías de un rosario audaz van cayendo las frases: «Qué grande sería Balzac si hubiera sabido escribir»; «Nunca me afeito la barba sin echarme a reír, de lo muy estúpido que me parece»; «¡Ah! ¡Los hombres de acción! ¡Los activos! Hay que ver cómo se cansan ellos y nos cansan a los demás por no hacer nada. ¡Y qué vanidad más boba! (…) El pensamiento es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo». Encontramos ahí el más puro oro de Flaubert en forma de lecciones de sentido común y de amplia conciencia de que, por encima de todo, hay un mal que nos aqueja: la estupidez.
Hoy en día, el fantasma de la estupidez recorre nuestras aulas. Pero a quienes horroriza que nuestros jóvenes sean los más atrasados en materia de educación habría que recordarles que ellos, los adultos, no sólo son los responsables del desastre, sino que son tan aburridos, incultos y bárbaros como esos jóvenes. Flaubert ya vio venir todo ese futuro apogeo de la banalidad cuando dijo que se hablaba mucho del embrutecimiento de la plebe, pero se hacía en términos injustos e incompletos, pues habría que empezar por ilustrar a las clases ilustradas. Estas comenzaban ya entonces a moverse sin ética ni estética, tal como hoy en día hacen tan triunfalmente. Flaubert lo vio con absoluta claridad: «Llegará un tiempo en que todo el mundo se habrá convertido en hombre de negocios (para entonces, gracias a Dios, ya habré muerto). Peor lo pasarán nuestros sobrinos. Las generaciones futuras serán de una tremenda grosería.»