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Paseo melancólico por la rué de la Croix Nivert, donde en una esquina me encuentro con la tienda de pequeños arbustos Paris Bonsai. Es un comercio tan curioso como elegante. Lo observo largo rato, y luego sigo mi camino por la calle silenciosa. Me acuerdo de Bonsái, el sutil libro del chileno Alejandro Zambra, donde se nos dice que es mejor encerrarnos en nosotros que ver cómo crece un bonsái. Me pregunto si París en este viaje no se me está volviendo bonsái, bonsái puro.

ABRIL

La Travessera de Dalt, es decir, la Travesía del Mal, parece adentrarse en el desierto, tal vez en el desierto de los Tártaros. Aquí un día hubo cierta de idea de barrio, que ha quedado pulverizada. En los últimos años, todo ha quedado ya definitivamente desmembrado. Las tiendas de la Travesía (lado montaña), por su cercanía con el Parque Güell, han sufrido una grave transformación. Las mercerías y colmados han sido sustituidos drásticamente por tiendas de souvenirs y por horribles tiendas del Barça. Parece ese lado montaña un apéndice de las Ramblas. Como hace años que vivo aquí, he presenciado toda la increíble transformación. Antes no subía ni un turista a esta alejada zona de la ciudad de Barcelona. Pero el tiempo y el furor (inicialmente japonés) por el dragón del Parque Güell lo han cambiado todo. No hay un eje cálido que vertebre el barrio. De hecho, ya no hay barrio. Cruzar como peatón de un lado al otro de esa autopista a la que llaman Travessera significa armarse de valor. Ayer estampé mi firma, decidí unirme a esa «Asociación de Peatones ancianos y menos ancianos de la Travessera de Dalt» que ha comenzado a solicitar firmas para poder cruzar a pie, sin banderas blancas y como simples ciudadanos corrientes, la maligna Travesía. Aun así, creo que me gusta vivir aquí. Al menos en la Travesía no hemos de amurallarnos. No hay barrio, es cierto. Pero también es verdad que todavía no nos ha llegado, en su plenitud terrorífica, el miedo que se respira en la jungla urbana del centro de la ciudad.

«Uno se cansa de escribir bien» (Jules Renard).

Doy un vistazo a Diario de lecturas de Alberto Mangueclass="underline" «Los libros que se apilan junto a mi cama parecen leerse por sí mismos mientras duermo.» Cuenta Manguel que cada día, antes de apagar la luz, siempre hojea uno de esos libros, lee un par de párrafos, lo deja y toma otro. Al cabo de pocos días, tiene la impresión de conocerlos todos.

En mi caso, no suelo tener libros en la mesa de noche, pero sí varios en una mesita del salón. Siempre acaban siendo leídos convenientemente. Anoto el autor y el título de alguno de los que hoy están en la mesita:

Giorgio Agamben, Profanaciones.

Cristina Fernández Cubas, Parientes pobres del diablo.

Laurence Sterne, Viaje sentimental.

Pierre Michon, Cuerpos del rey.

Julien Gracq, Leyendo escribiendo.

Sobresalto. Veo en la esquina de la Travesía del Mal con Verdi a tres críticos literarios (¡tres!), e inmediatamente, con un gesto instintivo, me oculto detrás de un camión. No tengo nada contra ellos, pero me oculto. También me escondería si fueran novelistas, bomberos, políticos o barrenderos. Cuando veo que los tres señores se alejan Verdi abajo, regreso andando a casa y, con cierta mala conciencia por haberles rehuido, les dedico un tiempo en mis pensamientos y me digo que la crítica siempre es necesaria e importante, aunque también es verdad que está más llamada a orientar al público que a los autores. «Ningún autor serio cree en la crítica, a menos que ésta sea elogiosa para él o contraria a sus colegas», decía Monterroso. Ironías aparte, si he de ser sincero, creo que la crítica se encuentra en el nivel más inferior de la literatura: como forma, casi siempre (hay brillantes excepciones, eso sí); y como valor moral, de una manera incontestable, pues viene después de los grandes trazados estructurales y de las noches sin dormir, que exigen cuando menos cierto esfuerzo de invención.

Pero no me he ocultado por eso. Sencillamente, es que hoy no estoy para nadie. Cuando llego a casa, noto que hoy no estoy especialmente sociable. Ni falta que hace, por otra parte, pues no encuentro a nadie en casa. Todo es triste. Pienso en aquello que escribiera Blanchot: «Cuando estoy solo, no estoy.» No estoy ni para este dietario. No sé si me encuentro bien.

Imagina Sergio Pitol en El mago de Viena a un escritor a quien ser demolido por la crítica no le amedrentaría: alguien que con seguridad sería atacado por la extravagante factura de su novela, caracterizado como un seguidor de la vanguardia, cuando la idea misma de la vanguardia sería para él un anacronismo; alguien que resistiría una tempestad de insultos, de ofensas insensatas, de dolosos anónimos. Dice Pitol que a ese escritor lo que de verdad le aterrorizaría sería que su novela suscitara el entusiasmo de algún comentarista tonto y generoso que pretendiera descifrar los enigmas planteados a lo largo del texto y los interpretara como una adhesión vergonzante al mundo que precisamente él detesta…

Mañana, a estas horas, si todo va bien, estaré en Alcalá de Henares viendo cómo el entrañable amigo recibe el Premio Cervantes. Y seguramente pensaré en esas líneas de El mago de Viena y en las líneas que les siguen, donde Pitol describe el perfil del tipo de escritor que admira y que habría querido ser (y que hoy en día es, aunque él parezca no darse cuenta): aquel que arriesga y busca nuevos retos para la literatura; aquel que carece de cualquier miedo al fracaso; aquel que sabe que lo esencial realmente en la escritura estriba en aprender a ir más allá de las palabras, bailar en el abismo y jugársela como se la juega el torero ante el mundo real de los cuernos del toro; aquel que al final ve cómo esa escritura suya que no teme a los críticos siembra la confusión entre los burócratas, políticos, trepadores, nacionalistas, pedantes y demás papanatas. Sergio Pitol. Un escritor que llega al Cervantes en su momento de mayor plenitud creativa. Un escritor que en estos últimos años ha nadado más que nunca contra la corriente. Por el placer de dejarse llevar.

MAYO [1]

Fui a Buenos Aires con la idea de desaparecer unos días y acabé hospitalizado en el Vall d'Hebron en Barcelona. No me han quedado muchas ganas ya de volver a intentar esfumarme en un hotel argentino. Lo curioso es que en Buenos Aires hasta me jacté de haberme hecho fuerte en mi hotel de la Recoleta y de no haber pisado las calles de la ciudad en ningún momento, salvo en las dos horas que dediqué a una intervención pública en la Feria del Libro. Sonrió el público cuando dije que me había convertido en una sombra y que, como el personaje de uno de mis libros, no me había movido del hotel desde que había llegado a la ciudad. Pero eso en realidad era tan sólo literatura al estilo del viaje alrededor de mi cuarto, ganas de encubrir una íntima realidad: me fatigaba hasta cuando caminaba por los pasillos de ese hotel.

Y aún no sabía lo peor: tenía una insuficiencia renal severa y estaba viajando hacia un estado de coma irreversible. Pero nada de esto sabía yo entonces y no llegué a saberlo hasta días después, hasta que regresé a Barcelona y me comporté como un sonámbulo en el Prat (un flujo úrico envenenado estaba llegando ya a mi cerebro y era incapaz de advertirlo) y contesté de esta forma tan extraña a los que me preguntaron por qué llegaba sin maleta:

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[1] Parte de lo anotado en mayo en este dietario fue trasladado -sin perder su condición de narración de hechos reales -a la ficción titulada Porque ella no lo pidió, relato de Exploradores del abismo (Anagrama, Barcelona, 2007).