Recuerdo que descubrí la escritura de Bernard Malamud leyendo La tumba perdida, el cuento de cinco páginas que cierra Ficción Súbita, antología del relato mínimo norteamericano. No había otra cosa de Malamud en casa y leí ese cuento breve, y me pareció tan genial que desde entonces no dejo de leer a este autor. En La tumba perdida se cuenta la historia del viejo Hecht, que se despierta una noche por el ruido de la lluvia y piensa en su joven esposa en su sepulcro húmedo. A la mañana siguiente, busca la tumba, pero no la encuentra. Le confiesa al director del cementerio que en realidad nunca se llevó bien con su mujer y que ella hacía ya muchos años que se había ido a vivir con otro hombre cuando la sorprendió la muerte. A los pocos días, el director llama a Hecht para decirle que ya han encontrado la tumba, pero que su mujer no está en ella. Su amante consiguió años atrás una orden judicial para que la trasladaran a otra tumba, donde también a él le enterraron al morir. Así pues, su mujer descansa engañándole eternamente junto a otro hombre. Pero, eso sí, la propiedad de Hecht sigue allí. «No olvide que ha salido ganando una tumba para uso futuro -le dice el director del cementerio-. Está vacía y la parcela le pertenece.»
No habría leído ese cuento mínimo de no haber sido por el magistral retrato que Philip Roth hace de Malamud en El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras. El retrato se abre con el joven Roth acercándose en 1961 a Oregon para entrevistar a un consagrado Malamud. A primera vista, y para alguien que, como Roth, se había criado entre agentes de seguros, aquel escritor tenía toda la pinta de pertenecer a ese gremio: «Podría haber pasado por uno de los que trabajaban con mi padre en su sucursal de Metropolitan Life.» El viaje iniciático a Oregon está cargado de evidentes conexiones con La visita al maestro, la novela de Roth en la que Nathan Zuckerman, joven de obra incipiente, se dirige en el invierno de 1956 hasta el agreste refugio de un autor al que considera su maestro, E. L. Lonoff, trasunto del propio Malamud y personaje que ha reaparecido recientemente en Sale el espectro, donde Zuckerman tiene ya setenta y un años y ha comenzado también a pensar en tumbas húmedas. Tras una década de aislamiento, Zuckerman ha regresado a Nueva York y allí, entre otras cosas, ha descubierto que Lonoff ha sido olvidado, lo que no deja de ser un dato real, pues Malamud es un autor que, veinte años después de su muerte, parece haber caído en cierto olvido.
Por aquella época, a principios de 1961, Malamud había ya publicado, entre otras novelas, El dependiente, la memorable historia de Frank Alpine, delincuente de poca monta que trabaja en un colmado judío de Brooklyn y que al final del libro, «debido a algo que llevaba dentro, algo que no acertaba a definir, un recuerdo acaso, un ideal perdido y después recobrado», veremos transformado en una mejor persona. La verdad es que me atrae tanto el Malamud que merodea tercamente alrededor de la capacidad de mejorar del ser humano como el que crea todo tipo de seres grises, de seres con aires de agentes de seguros que, a causa de ese algo que llevan dentro, intentan ir a fondo y, como en el caso del afligido y sombrío ruso de El reparador -uno de sus mejores libros-, se transforman en grandes obstinados, siempre en lucha por ir más allá en todo.
Coincidían en Malamud un temperamento angustiado, un sentido muy peculiar del humor y un instinto de hombre honesto y esforzado, siempre comprometido con su exigencia de cotas altas, y obstinado, en definitiva, en ir más allá en todo, también en su literatura. A esa obstinación constante le sientan bien unas bellas palabras de Bukowski, que a veces me parecen de Roberto Bolaño y que recuerdan el don supremo que se esconde en toda auténtica vocación literaria: «Si vas a intentarlo, que sea a fondo. Si no, mejor que ni empieces. Puede que pierdas familia, mujer, amistad, trabajos y hasta la cabeza. Puede que no comas en días, puede que te congeles en un banco de la calle. No importa. Es una prueba de resistencia para saber que puedes hacerlo. Y lo harás. A pesar del rechazo y de la incertidumbre, será mejor que cualquier cosa que hayas imaginado. Te sentirás a solas con los dioses, y las noches arderán en llamas. Cabalgarás la vida hasta la risa perfecta. Es la única batalla que cuenta.»
Veinticuatro años después de que el joven Roth se hubiera acercado a Oregon para entrevistar a Malamud, se produjo el encuentro último entre los dos escritores, con Roth convertido ya en un gigante de las letras americanas y Malamud inmerso en cierta decadencia después de haber cabalgado hasta la risa perfecta. Fue en el verano de 1985, en la casa que el matrimonio Malamud tenía en Vermont. Cuenta Roth que a lo largo de los años habían hablado mucho de libros y del hecho de escribir, pero muy raras veces habían mencionado la narrativa del otro, respetando así una regla de urbanidad que no está recogida en ninguna parte pero que los escritores conocemos muy bien y que generalmente aplicamos: conviene no meterse en berenjenales y eludir lo máximo posible los comentarios sobre el libro del otro, sobre el libro de tu amigo o colega escritor; cuanto más los evites, menos conflictos tendrás, pues conviven peligrosamente siempre en el otro -también en ti, para qué negarloun gran orgullo junto a una susceptibilidad a flor de piel, siempre dispuestos a unirse en mezcla explosiva. Ese día de 1985 en Oregon, un envejecido Malamud, al que le temblaban las manos y que mostraba todos los signos de su declive vital y literario, se obstinó -y nunca mejor dicho en alguien que se pasó la vida obstinado- en leerles al matrimonio Roth el arranque de la nueva novela en la que intentaba trabajar.
Aquel arranque, nos dice Roth, carecía de interés alguno, no era nada. Y escuchar lo que su amigo leía fue «como verse conducido a un agujero oscuro para admirar, a la luz de una antorcha, el primer relato de Malamud jamás escrito en la pared de una caverna». A Roth le habría gustado poder decirle algo estimulante sobre el texto, pero sintió que no podía ser insincero y preguntó cómo seguía aquello.
– Da igual cómo siga o deje de seguir -respondió Malamud malhumorado.
Había no obstante en él la dignidad del escritor vocacional que, en pleno declive, en el fondo sigue esperando mejorar, sigue intentándolo, sigue queriendo pensar que, a pesar de los contratiempos, puede dar todavía un paso más allá en la obra a la que ha entregado la vida. «Si vas a intentarlo, que sea a fondo. Si no, mejor que ni empieces…» Ahora sabemos que, incluso al final de sus días, en noches que ardían en llamas, Malamud estuvo entre aquellos que empecinadamente siempre buscaron algo más. Pero también es verdad que el viejo maestro, en su terco oficio de tinieblas, se orientaba ya hacia la tumba que había visto súbitamente perfilarse en su horizonte. De hecho, cuando Roth, meses después de aquella visita última, le mandó una nota proponiéndole que fuera a Connecticut el verano siguiente y así poder volver a reunirse, la respuesta que recibió de Malamud fue lacónica, fue de madera de ataúd puro y duro. Le encantaría ir, le dijo a Roth, pero también quería recordarle que «el verano que viene es el verano que viene». El 18 de marzo de 1986 fue el último de su larga trayectoria de días obstinados. Murió tres noches antes de que llegara la primavera, y sólo un año después de haber publicado en Esquive aquel cuento que giraba en torno a una tumba perdida, pero también sobre las ventajas de una risa final perfecta.
Sucede con Kafka va al cine, de Hanns Zischler, que el libro crea una urgencia inesperada. Después de leerlo, hay que ir a Verona, no para contemplar el maldito balcón de Romeo y Julieta, sino para visitar la iglesia de Santa Anastasia, donde está esa escultura de un enano que sostiene la pila de agua bendita y que tanto impresionó a Kafka. El libro es una elegante investigación de las relaciones de Kafka con el cine. La documentación de Zischler -sorprendente escritor alemán que es también editor, crítico de cine, filósofo, director de teatro y conocido actor de películas de Godard, Wenders y Spielbergestá llena de múltiples recodos que recuerdan la geografía de antaño y los tiempos en que uno podía perderse por calles laterales y abrir puertas misteriosas que se abrían a pasajes ocultos en la laberíntica ciudad del Golem, la maltratada Praga.