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En todos los pasajes del libro de Zischler se hila con sutileza el factor cinematográfico con el matiz kafkiano. Recuerdo el dedicado a los simuladores de Praga (los versteller, en yiddish), aquellos hombres que en los cines de esa ciudad actuaban de expertos narradores o recitadores, y no sólo añadían caprichosamente texto a la película, sino que venían a ser unos actores más del espectáculo que se veía en la pantalla. Estos narradores entraron pronto en la órbita de Kafka, como años después lo haría también el dichoso enano de Verona. Sobre este personaje de mármol «con expresión de felicidad en el rostro» hablé ayer con Emilio Manzano, Marina Espasa y Enric Juste. Después, los cuatro nos quedamos con la sensación de que, tarde o temprano, tenemos que volver a Verona, porque en nuestras anteriores visitas nos perdimos lo mejor de la ciudad: el enano de tamaño natural con el que se identificó Kafka.

El escritor llegó melancólico a esa ciudad, paralizado por su incapacidad para tomar decisiones con respecto a su relación con Felice Bauer. «Estoy en la iglesia de Santa Anastasia en Verona, cansado, sentado en un banco de la iglesia frente a un enano de mármol de tamaño natural que con expresión de felicidad en el rostro carga con la pila de agua bendita», le escribe Kafka en una postal a la propia Bauer.

Es un fragmento encantador en el que Hanns Zischler relaciona al enano de mármol con las relaciones de Kafka con el cine y nos dice que a éste le atraía la viveza que transmitían al espectador las esculturas fotografiadas y, en cambio, le espantaban las veloces imágenes en una pantalla, imposibles de detener y que le planteaban una angustiosa exigencia a su capacidad visual y literaria. Parece que fue siempre así. A Kafka le gustaban las esculturas sólidas y compactas que permiten que uno se fije en ellas, y no tanto las secuencias cinematográficas, que pasan raudas y no pueden ser fijadas y no permiten ser pensadas.

A Kafka le gustaba todo lo ultramoderno y por tanto le gustaba el cine, como a casi todo el mundo, pero en realidad su fascinación por aquel nuevo invento, por el cine mudo, le venía directamente del teatro yiddish, que tanto había frecuentado en el mísero Café Savoy y otros lugares de Praga y que fue siempre una influencia importante para su poética. Kafka le daba una importancia grande a la gestualidad que se daba en ese teatro judío -el gran secreto del éxito de Charlot procedía de esa tradición- y creía que era necesario para su literatura encontrar un equivalente expresivo. Tenía claro que en ese teatro yiddish la gestualidad era mucho más importante que los diálogos: lo esencial era la presencia, y lo interesante del arte sin arte de aquel teatro era la forma de interpretarlo. Ese aspecto era el que, como explica Reiner Stach en Los años de las decisiones, seducía plenamente a Kafka, que buscaba para su literatura el factor de comunicación con el público: «Algunos ademanes y personajes que pasan por ser especialmente kafkianos proceden de la escena yiddish y del cuarto trastero del Savoy.»

Así que un Kafka melancólico en Verona entra en la iglesia de Santa Anastasia y se encuentra con el enano: una escultura que, según he podido averiguar, se atribuye a Alessandrino Rossi, llamado il gobbino, y ahora sólo me queda por averiguar quién era el tal Rossi. Aquel enano tenía el tamaño natural de las preocupaciones del soltero Kafka. Y es curioso observar cómo, al evocar años después a ese mismo enano, su tamaño ha pasado de natural a sobrenatural al tiempo que la expresión de felicidad en el rostro ha desaparecido bajo el peso (de la memoria): «Recuerdo de una iglesia en Verona a la que, completamente solo, entré de mala gana acuciado levemente por las obligaciones de un turista y acuciado severamente por el sentimiento de inutilidad de una persona menguante, vi a un enano de tamaño sobrenatural encorvado bajo la pila de agua bendita.» Como se ve, el plomo de la memoria del soltero Kafka había ido aumentando con los años, y ahora se abría a pasajes aún por descubrir: pasajes insólitos, sobrenaturales, agazapados tras la mirada ya para siempre incomodada del enano estático.

Busco unas páginas de Doctorow sobre W. G. Sebald y no las encuentro por ninguna parte. Se hablaba en ellas del sorprendente efecto de verdad y de la negación o leve declinación de la autoría -en la tradición del manuscrito del Quijote encontrado en Toledo- que lograba Sebald en sus ficciones tan reales.

No encuentro las páginas de Doctorow, pero decido buscar en Vértigo, uno de los primeros libros de Sebald, fragmentos de prosa que corroboren la teoría -no encontrada- de Doctorow sobre este autor. A Sebald lo he admirado siempre por su coraje al exponer en su abigarrada prosa una absoluta carencia de alegría, luz y vivacidad. Para un hombre muerto, parece decirme siempre, el mundo entero es un funeral. Ahora, gracias a las páginas no encontradas de Doctorow, lo admiro también por su maestría en la puesta al día de la técnica del ambiguo efecto de verdad.

Al adentrarme en Vértigo, veo que había olvidado que allí hay dos relatos (All'estero y Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva) que tienen como escenarios y referentes literarios los lugares a los que peregrinó Kafka en Italia, en septiembre de 1913. Por tanto, lo más probable es que Sebald hable de Verona, esa ciudad que, tras la lectura del libro Kafka va al cine, me propuse la semana pasada revisitar, sólo por ir a la pila bautismal de la iglesia de Santa Anastasia y ver el enano de mármol de tamaño natural ante el que estuvo sentado un buen día de 1913 un Kafka desfondado.

Me desvío de mi intención inicial al adentrarme en Vértigo y paso a preguntarme si en su viaje a Italia se acordó Sebald de ese enano de mármol que cayó bajo la mirada implacable de Kafka. No tardo nada en encontrar la palabra Verona en el texto All'estero, y enseguida también la iglesia de Santa Anastasia. Cuenta Sebald que entró en ella con la idea de ver un fresco sobre San Jorge que Pisanello había realizado en la entrada a la capilla de los Pellegrini, alrededor del año 1435. Pero en momento alguno menciona al enano. Me digo que los grandes frescos de Pisanello, poblados de muchas pequeñas figuras caracterizadas por la precisión del trazo, se parecen a los tapices textuales de Sebald, tan poblados de personajes buscados y encontrados en entornos descritos meticulosamente.

La iglesia de Santa Anastasia le parece a Sebald muy oscura y dice que «incluso a las primeras horas de la tarde más luminosa impera el crepúsculo más profundo». La abandona pronto, sin dar señales de haberse interesado por el enano. Tres días después, entra en una pizzería de mala muerte de la Via Roma que «ya desde fuera daba la impresión de tener una reputación no muy buena», y allí descubre que es el único cliente para un único camarero y, viendo una marina que cuelga en un marco pintado al oro viejo y que describe una gran catástrofe, se le enfría la frente a causa del repentino miedo y deja el plato sin acabar y sale a la calle, y aquella misma noche, presa de un pánico desaforado, abandona la ciudad en un tren que sale hacia Innsbruck.