No desfallezco en mi búsqueda del enano y sigo adentrándome en Vértigo y en el relato Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva descubro que, siete años más tarde, Sebald volvió a Italia, volvió a Verona. En su primer paseo por la ciudad, se refugió en un portal donde había una placa de metal que anunciaba la consulta de un dentista, «la consulta del dottore Pesavento, que ejercía en la Via Stella, cerca de la Biblioteca Civica, donde llevaba a cabo sus extracciones indoloras». Me quedo helado al ver que misteriosamente Verona me lleva a reencontrarme con el dottore, con el viejo dentista de las extracciones indoloras, y conmigo mismo. ¿Estoy yo también en ese libro? ¿Y el enano? ¿Por qué no dice nada Sebald de él?
En Verona, Sebald regresa a la Via Roma y busca la pizzería, donde siete años antes le entrara un pánico glacial. La pizzería lleva tiempo cerrada, tal vez desde el día en que él mismo huyó de allí aterrado. Fotografía la puerta del restaurante difunto y luego se encamina de nuevo a Santa Anastasia, a reencontrarse con el fresco de Pisanello. Mientras va hacia la iglesia, se acuerda de que Kafka, la tarde de septiembre de 1913 en que llegó a Verona, caminó por las callejuelas de la ciudad hasta fatigarse, y decidió entrar a descansar en Santa Anastasia y, después del reposo en aquel espacio fresco, en penumbra, «se puso de nuevo en camino y aun al salir condujo sus dedos, como a un hijo o a un hermano pequeño, por los rizos de mármol del enano que desde hacía cientos de años perseveraba bajo la pesada carga de una pila de agua bendita al pie de una de las poderosas columnas…».
No podía ni imaginar, la semana pasada, leyendo Kafka va al cine, que al enano no tardaría en encontrármelo en otro libro. Pero finalmente, aunque tan sólo de forma fugaz, ahí está nombrado el enano -visto como un hijo o un hermano pequeño- en el relato de Sebald. Un aire fresco de finales de diciembre penetra por la ventana entreabierta y por un momento imagino que el aire es blanco y me hallo en el centro de un mar de niebla, en Santa Anastasia. El enano, cansado de que últimamente no le dejen en paz, eleva una tímida protesta. Pero no hay ningún indicio, le oigo decir a Sebald, de que el doctor K. hubiera contemplado el fresco de Pisanello. Se diría que Sebald pasa del enano tanto como Kafka pasó de Pisanello.
MARZO
Poco antes de iniciarse la campaña electoral que desemboca en este 9 de marzo, se presentó la plataforma de «artistas e intelectuales» en apoyo a ZP. Los titulares de prensa hablaron sólo de «artistas», tal vez porque no vieron allí muchos intelectuales, quizás porque se dejaron llevar por el menosprecio que suele conllevar esa palabra. No es país para intelectuales.
¿Dónde están, por cierto? Algunos posicionados en el marxismo o en el fascismo, y otros en plataformas políticas. Pero los más afines al aire del tiempo están en sus casas, viviendo en una tensa discreción desde que comprendieron que el individuo está vendido ante los poderes de una maquinaria burocrática estatal implacable, que les conduce, por ejemplo, a un debate técnico, a un debate televisivo previsible, a un previsible empate técnico, a un empate televisado, a un previsible empate roto, y así hasta el infinito.
Ante semejante maquinaria, ¿qué hacer? Es inútil -tal como vio perfectamente Kafka- luchar contra esos poderes porque son muy potentes y, sobre todo, demasiado sutiles. No es un problema específico de este país, sino general. Los intelectuales más lúcidos son conscientes de que la élite a la que ellos pertenecieron -la intelligentsia, ese estrato social que tiene sus orígenes más lejanos en los guardianes de la República platónica- está profundamente desalentada. Todos ellos vienen constatando, desde hace décadas, que cuanto dicen y hacen no es escuchado, se queda en una proporción muy pequeña de lectores, de estudiantes, de electores o de opinión pública. Personas de gran exigencia intelectual y potentísima inteligencia son hoy plenamente conscientes de que su destino en la vida -explicar lo que han entendido y que los otros no comprenden o no quieren ver- no sirve para nada porque a los otros ni les incumbe ni lo comprenden ni lo quieren saber.
No es país para la sabiduría y el pensamiento. En estas circunstancias, a muchos les parece que es obvio que no hay nada que hacer y que es mejor el destino discreto de apartarse, de quedarse leyendo y escribiendo, enseñando y estudiando, y en definitiva resistiendo, una actitud que a fin de cuentas puede llegar a alcanzar una verdadera dimensión política y que recuerda el espíritu inicial de la filosofía en un sentido socrático: el individuo que pasea al caer la tarde y dialoga con los otros y les muestra la posible verdad de las cosas y que espera que juntos la vayan construyendo.
La construcción de la verdad pasa por los caminos de la tarde. Y también por asomarse a cualquier mitin de estos días y acordarse de Flaubert: «Me he presentado ante el príncipe Napoleón, pero había salido. He oído cómo hablaban de política. Es algo inmenso. ¡Ah! ¡Qué vasta e infinita es la estupidez humana!»
Siempre sintonizaré más con un hombre perdido en el último muelle del último puerto del mundo que con un coro de hombres de acción tratando, por ejemplo, de cambiar la patria. ¡Los hombres de acción! ¡Los activos! Me acuerdo de lo que pensaba Flaubert de esa buena gente: «Hay que ver cómo se cansan los hombres de acción y nos cansan a los demás por no hacer nada. ¡Y qué vanidad más boba la que nace de una turbulencia baldía! ¿Qué ha quedado de todos los Activos, de Alejandro, de Luis XIV, etc…? El pensamiento es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo.»
En medio del bombardeo mediático de los Activos, el lunes recibí una visita inesperada cuando Edith Keeler se presentó en casa. Habían pasado más de treinta años desde la primera y última vez que la había visto. Me había dejado tan extasiado entonces que en los años sucesivos ya no había podido nunca relegarla a las escalas inferiores de mi memoria. Y de pronto, en la tarde del lunes, se dejó caer por Barcelona. Para mí fue como si de golpe hubieran colgado un cuadro de Edward Hopper en mi salón. Pero también como si lo hubieran colocado allí de una forma mecánica, con la rutina de cada sobremesa, ajenos a la lógica conmoción que aquello podría causarme. Ocurrió a primera hora de la tarde. Me hallaba ante el televisor, hundido en el sofá del sopor mediático de la repetitiva melodía de la campaña electoral cuando de repente, como si se hubiera abierto una brecha en la Puerta del Tiempo, como si lo previsible del día cotidiano se hubiera roto en mil pedazos, vi con glacial asombro la figura humana, demasiado humana, de Edith Keeler.
No, no podía ni creerlo. BTV, con el piloto automático puesto y seguramente ajena a la genial singularidad que introducía en aquel momento en las casas barcelonesas, emitía «The City on the Edge of Forever», el más legendario, original y valioso de los episodios de Star Trek. En mi caso, más de treinta años sin volver a ver el episodio -penúltimo de la serie y estrenado mundialmente el 6 de abril de 1967- habían dado para mucho. De entrada, para convertir a Edith Keeler en un amor imposible y un mito personal. Había reconstruido «La Ciudad en el Límite del Tiempo» de mil formas diferentes, de tal modo que mi memoria había transformado aquel episodio de culto, pero habían permanecido idénticas las vías de misterio y poesía que abría a su paso la figura indestructible de la bella Edith Keeler, interpretada por Joan Collins. Volver a verla significó descubrir que seguía como siempre, idéntica a sí misma. Era una pacifista que vivía en el Nueva York de los años treinta y que, en el polo opuesto del monótono decorado de nave planetaria de Star Trek, deambulaba por unos interiores urbanos que recordaban escenografías de Edward Hopper.