Se sabe que en 1939, en visita a Freud, un joven Dalí hizo un esbozo o apunte rápido del fundador del psicoanálisis, y lo dibujó moribundo. Y también se sabe que, cuando Freud pidió ver el dibujo, Stefan Zweig no quiso angustiarlo y se negó a mostrárselo. Entonces Freud, cambiando de tema, le dijo a Dalí que le habían entrado deseos de saber cómo era la pintura de su generación. ¿Y cómo era? Ni siquiera Dalí podía imaginarlo. Quedaban sólo unos días para que Freud muriera y Stefan Zweig leyera en su funeral la oración fúnebre. Y también faltaba poco para que se supiera que la pintura de la nueva generación era un siniestro apunte dramático, el dibujo de la muerte.
Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, el dibujo de la vida desapareció brutalmente del rostro de Europa. Y Stefan Zweig fue a buscarlo, huyendo del terror nazi, en la fisonomía de Michel de Montaigne, que en el siglo XVI inventó el género del ensayo en la torre de su castillo próximo a Burdeos, donde decidió dibujarse a sí mismo en su verdad ordinaria. Toda la literatura de la época moderna nacería en lo alto de esa torre, en el momento exacto en el que Montaigne confesó, al comienzo de los Ensayos, que escribía con la intención de conocerse a sí mismo. Hoy sabemos ya perfectamente qué clase de consecuencias trajo aquello. No mucho después de que en la escritura empezáramos a «buscarnos a nosotros mismos», comenzó a desarrollarse una lenta pero progresiva desconfianza en las posibilidades del lenguaje y el temor a que éste nos arrastrara a zonas de profunda perplejidad. A principios del siglo pasado, la carta ficticia en la que Hofmannsthal (en nombre de Lord Chandos) renunciaba a la escritura precedería a casos como el de Fernando Pessoa, que percibió muy pronto que la materia verbal no podía llegar a ser nunca una materia plenamente transparente y, consciente de esto, se fraccionó él mismo en una serie de personajes heterónimos: toda una estrategia para poder adaptarse a la imposibilidad de afirmarse como un sujeto unitario, compacto y perfectamente perfilado. Era la misma imposibilidad que, discurriendo acerca de los diferentes estados cotidianos de su humor, ya había apuntado el propio Montaigne en sus ensayos. De hecho, en su libro inacabado sobre el pensador francés, Zweig insinúa la existencia de más de un rostro de Montaigne cuando comenta que, en un primer momento, éste escribió para sí mismo y que sólo con la publicación de los dos primeros volúmenes de sus Ensayos se sintió de pronto convertido en un escritor, y por eso proyectó su sombra en los Ensayos posteriores. «Todo público es un espejo», dice Zweig. «Todo hombre presenta otro rostro cuando se siente observado. Apenas han aparecido los dos primeros volúmenes, Montaigne empieza de facto a escribir para los demás. Comienza a rehacer los Essais.»
Montaigne y sus -como mínimo- dos rostros, así como Pessoa y sus heterónimos, podrían ser algunos de los escritores encuadrados en lo que Jordi Llovet calificó de capítulo rarísimo y todavía por escribir de la historia del género épico. Ese capítulo incluiría a todos aquellos -desde Montaigne y Cervantes hasta Kafka, Musil, Beckett, Perec- que lucharon con un esfuerzo titánico contra toda forma de fingimiento o de impostura. Una lucha de evidente acento paradójico, pues quienes así combatieron fueron escritores que vivieron anegados hasta el cuello en el mundo de la artificialidad y de la ficción. Sea como fuere, de esa tensión han surgido las más grandes páginas de la literatura contemporánea.
Con todo, ni la decisión pionera de dibujarse a sí mismo ni ese ahogo metafísico en el mundo de la artificialidad fueron los aspectos que más interesaron a Zweig cuando, huyendo del dibujo nazi de la muerte, se dedicó a escribir -en libro póstumo, interrumpido por el suicidio- su biografía de Montaigne, en quien admiraba, por encima de todo, su noble esfuerzo por salvar la independencia personal en una sociedad fanática y destructora. Sobre ese factor heroico se centra su libro. Y aun siendo muy certero el apunte moral sobre la condición de Montaigne de obstinado dibujante de su propia vida, de escritor que pensaba que lo más importante del mundo era «saber ser uno mismo», habría resultado fascinante que Zweig también hubiera profundizado en el tema -sólo esbozado en el libro- de esa tensión que surge de la lucha titánica contra toda forma de impostura y que Montaigne conoció muy bien.
Ambiguamente limitado por la pátina de ficción que le ahogaba en su segunda etapa -cuando ya escribía sabiendo que lo leerían-, Montaigne vio que su pensamiento vagabundo, por muy paradójico que resultara, no sería nunca nada sin la ficción, y menos aún sin la tensión que ésta originaba en su convivencia con la búsqueda de sentido. Esa es la tensión por la que Zweig pasa de puntillas en su libro, aunque él mismo es quien la sugiere abriendo futuras brechas reflexivas al hablarnos de la existencia -como mínimo- de dos Montaigne: «En general, la primera versión de los Essais, la que menos dice de su persona, es en realidad la que más dice. Es el Montaigne auténtico, el Montaigne de la torre, el hombre que se busca a sí mismo. En ella hay más libertad, más sinceridad. Ni el más sabio escapa a la tentación. Primero quiere conocerse; después, mostrarse como es.»
Tuvo que haber un tercer Montaigne, anterior a estos dos, el que se sentó un día a escribir para buscarse a sí mismo. Pensar en ese tercer hombre nos llevará siempre a vivir en la sospecha de que la gran escritura, la que capta la indefinible esencia del gran dibujo de la vida, no siempre es legible, a veces simplemente se aposenta en nuestro propio aire, como una especie de cante hondo, o como esa música callada del toreo, de la que hablara Bergamín.
ABRIL
Cuando todo el mundo, menos Kafka, se ha vuelto ya kafkiano, aparece en el horizonte una categoría de seres, los enfermos erróneos, que buscan distanciarse de la locura oficial y tener una enfermedad propia, defender su singularidad ante el estridente y vulgar kafkianismo general. En ese enfermizo y distinguido grupo la posesión de un secreto personal intransmisible se lee como una señal de estar en la senda de los afortunados. Son el revés del ciudadano kafkiano habitual, individuo sin misterio.
En uno de los relatos de Los enfermos erróneos, el bello y turbador primer libro de Sònia Hernández, alguien dice que había muchas cosas que su madre tenía que callar: «Éramos una familia con muchos secretos. Eso lo decía constantemente mi madre, pero ella lo decía contenta, como si fuésemos afortunados.» En otro de los relatos, un hijo relaciona también los secretos con señales de fortuna: «Yo estaba en el mismo bando que mi padre, formaba parte de sus secretos.» En Los enfermos erróneos se ocultan y muestran casi tantas enfermedades como secretos, tantas luces como oscuros velos. Y hay momentos en los que, a causa de la alegría fúnebre que hay en la maraña de todo secreto, intuimos que esconder tiene un matiz de enfermedad distinguida y, además, de enfermedad afortunada, y hasta necesaria. Como si ocultar resultara esencial para recomponer nuestra maltrecha singularidad.
Uno de los centros nerviosos del libro de Sònia Hernández es el memorable cuento Las niñas de la terraza, donde lo enfermizo erróneo alcanza de lleno a la propia escritura. Es imposible quedar indiferente ante esas dos mujeres que conocen la experiencia de estar muertas en vida en el sótano que acoge los manuscritos del marido y padre: un monstruo o gloria de las letras que, errante y fantasmal, cruza impunemente por todos los relatos del libro. Lo que impresiona en Las niñas de la terraza es que presenta descarnadamente la doble vertiente de la escritura: práctica secreta de una actividad feliz e imprescindible y al mismo tiempo práctica literalmente siniestra, con un fondo angustioso, del que no se libra nadie, ni el pariente más inocente o lejano.