Mientras leía el cuento, y coincidiendo con una furtiva reaparición de la idea de la necesidad del secreto, me ha venido a la memoria aquella tela oscura en el rostro que separa a un clérigo de sus parroquianos durante toda su vida en El velo negro del ministro, intenso relato de Nathaniel Hawthorne que Ángel Jové me descubriera hace años. Y he recordado al propio Hawthorne en su gabinete: «Aquí estoy en mi cuarto habitual, donde me parece haber estado siempre. Esta es una pieza embrujada porque miles y miles de visiones han poblado su ámbito, y algunas ahora son visibles al mundo.» También el gabinete del monstruo de Las niñas de la terraza es una feliz pieza embrujada, con la particularidad de que las felices visiones que desde allí se difunden al mundo son la peste para los habitantes de la casa.
«Ante la locuacidad del universo, disponer al menos de un secreto personal intransmisible y entenderlo como signo de buena estrella» (Manuel da Cunha, No hay nunca y en ningún sitio tiempo para esa palabra).
Conductas enigmáticas las encontramos en relatos tanto de Hawthorne -su cuento Wakefield es ya un clásico- como en los de su íntimo amigo Melville. En ellos hay personajes que predicen conductas que en el futuro, con la aparición del mundo de Kafka, pasarían a ser kafkianas, y que en nuestros días son más bien moneda corriente porque todo el mundo se ha vuelto precisamente kafkiano. Pero hubo un tiempo, ya casi olvidado, en el que sólo Kafka hablaba así: «Sin antepasados, sin matrimonio, sin descendientes, con fieras ganas de antepasados, de matrimonio, de descendientes. Todos me tienden su mano: antepasados, matrimonio y descendientes, pero demasiado lejos para mí.»
Estas palabras que hablan de lo que algunos llaman la vida de verdad, me remiten inevitablemente a la última heroína de Los enfermos erróneos, una mujer que a duras penas logra mantener el control de su vida paralela, el control de esa vida que la acompaña incesante desde que nace y que se va nutriendo «de todos los elementos que se descartan en la vida de verdad». Hay puntos en común entre la vida de esa mujer, contada con una imaginación de estirpe hawthorniana, y la del enigmático clérigo de El velo negro del ministro, que también lleva su vida paralela, en este caso detrás de dos pliegues de crespón que le cubren el rostro.
Precisamente ese rostro velado -detrás del cual está un hombre que necesita construir su identidad con un secreto- podría estar en el origen de las enigmáticas conductas de los enfermos erróneos, a quienes el malestar podría haberles llegado por la vía de la herencia genética. Ahí encajarían perfectamente las palabras de Kafka sobre los antepasados y el matrimonio si no fuera porque él ya no es el paradigma de lo kafkiano, sino exactamente lo contrario. En un mundo que se ha vuelto uniforme, los enfermos erróneos, personajes de distinguida conducta enfermiza, se desmarcan de esa tendencia y se inscriben en la rareza de no ser kafkianos, lo que tiene su mérito en un mundo plagado de seres planos, sin secretos.
No es que a ellos, enfermos de sus enfermedades erróneas, no les quieran tender la mano los antepasados, el matrimonio y los descendientes. Pero es un hecho que les tienden esa mano demasiado lejos. Es lo mismo que le sucedía a Kafka, que sabía ver agazapada la enfermedad y dialogaba con ella. Hoy en día, una cosa así sólo saben hacerla los enfermos erróneos. Los otros, los contribuyentes del estado general kafkiano, llevan una vida sana y sin secretos, nada diferenciada, asombrosamente seca.
No, no soy Casas Ros. Si queda alguien por ahí que todavía lo sospecha, será mejor que vaya descartando la idea. ¿Cómo voy a ser Antoni Casas Ros? De acuerdo en que su condición de escritor invisible -su rostro quedó desfigurado por un accidente y no quiere aparecer en público, no le han visto nunca ni sus editores ni su agente- permite toda clase de especulaciones. De acuerdo en que resulta, además, sospechoso que encabece su primera novela, Le théorème d'Almodóvar, con una cita de Roberto Juarroz y que esa cita haya sido un amuleto de mis últimos libros: «En el centro del vacío, hay otra fiesta.» Y de acuerdo también en que, al comentar en Le Nouvel Observateur su admiración por Cortázar, Pere Calders, Murakami, Bolaño, Fresán y otros -una lista de autores favoritos asombrosamente parecida a la mía-, ha contribuido aún más a crear equívocos, incluidos los que yo mismo me he creado dentro de la confusión propiciada por la necesidad constante de ser otro.
Pero ¿cómo voy a ser Casas Ros, que nació en la Cataluña francesa en 1972 y vive ahora en Roma y antes en Barcelona, Niza y Génova y escribe en lengua francesa y su madre es italiana del Piamonte y su padre es catalán, un acomplejado inmigrante que le privó de un contacto con su «cultura de sangre» al pretender que le vieran como francés, lo que, en revancha, inyectó en el hijo la convicción de que su alma es catalana? No, no soy Casas Ros, como tampoco creo que lo sea Sergi Pàmies, que el otro día en Libération comentaba que en un Fnac de Barcelona compró Le théoreme d'Almodóvar de un tal Casas Ros, publicado por Gallimard, y enseguida escuchó ciertas músicas del azar y cayó en la cuenta de que él, Sergi Pámies, escritor catalán nacido en Francia que escribía en catalán, se disponía a leer en Barcelona la novela en francés de un francés de origen catalán que vivía en Roma.
¿Pero quién es Casas Ros? En El teorema de Almodóvar, que acaba de publicarse en su versión española, puede verse que es pariente lejano de aquel clérigo que llevaba un velo negro en el rostro en un cuento de Hawthorne y al mismo tiempo alguien que no escatima elogios hacia la escritura como medio de supervivencia y de sabotaje. Y no es para menos, porque ésta le ha prestado una ayuda providencial. Leyéndole, veo que coincido con muchos de sus ángulos de visión de lo literario y que, sobre todo, no puedo más que envidiarle, porque Casas Ros es lo que yo hubiera querido ser: un escritor francés sin imagen y un enamorado, en la distancia, del factor catalán.
La novela cuenta la historia del propio Casas Ros: «Nadie me ha visto desde hace quince años. Para tener una vida, hace falta un rostro. Un accidente destruyó el mío y todo se detuvo una noche, a mis veinte años. Desde entonces he leído con pasión, y aparte de eso no he tenido gran cosa que hacer. Desde la Vita Nuova hasta Los detectives salvajes, ningún escrito autobiográfico se me ha pasado por alto…»
Nadie le puede ver. Al principio creyó a los médicos, pero la cirugía reparadora no pudo quitarle su semblante de estilo cubista y hoy su cara remite a «una foto movida que puede recordar vagamente un rostro». Nadie le puede ver, pero en el libro establece contactos con Lisa, un transexual, y con el cineasta Pedro Almodóvar, relaciones que le van abriendo perspectivas. A este hombre oculto la abstracción a la que somete su vida social le permite descubrir -la literatura es su salvación- un mundo subyacente que en otras circunstancias su sensibilidad no habría nunca ni rozado: un mundo abierto a espacios inéditos, que le permite vivir y comunicarse sin tener que imponer a nadie su rostro de catalán desfigurado.