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Se diría que el invisible Casas Ros desgarra con fuerza el papel al escribir. Es como si lo agujereara con un procedimiento similar al del accidente que sufrió, como si hubiera considerado necesario que en el libro asomara el deterioro, el desgaste, el hundimiento al que debe someterse toda escritura que quiera exponer al mundo un accidente como el que le privó de una existencia normal y le dejó sin vida social, una vida agujereada. Desde entonces no sale de día y, a la manera de un fantasma de la Ópera, sólo vagabundea en las noches cerradas, mezclándose de lejos con hombres y mujeres, a los que mira como si tuviera lentes de orfebre: extraña forma cubista de vida.

«Escribo únicamente para comprender cómo puede haber otra fiesta en el centro del espacio vacío», dice esta especie de hombre elefante, dotado de un talento especial para las matemáticas, que vive aislado, refugiado en el álgebra, Newton, los libros, los teoremas cubistas y el cine, y cuya escritura se abre a grandes horizontes y fiestas de soledad que seguramente habrán de obligarle en el futuro a permanecer siempre oculto, lo cual no deja en cierta forma de parecerme envidiable, pues ya me gustaría a mí poder cultivar la presencia de mi ausencia para desde la tabla rasa, desde el grado cero de la literatura, hacerme fuerte y sacar hondo partido de esa situación de invisibilidad que permite contemplar a los otros desde un radical realismo interior.

«Me gusta esta terraza, pero mi vida está complicándose demasiado», dice el narrador hacia el final del libro, y creo que acierta al intuir futuras dificultades, porque si bien es verdad que ha dado con una terraza y una poética insólita de espacios inéditos, también lo es que, si desea mantener ese discurso solitario, tendrá que mantenerse en sus trece y pagar el duro tributo de no ser jamás visto en la vida. Se ha metido en un buen lío este catalán oculto en Roma. Si me preguntara le diría que, a pesar de todo, no deje pasar tan fantástica oportunidad y perspectiva para su literatura de noctámbulo solitario, y que bajo ningún pretexto abandone la atalaya cubista. «Una vez dentro, ya hasta el cuello», que decía Céline.

Eran las ocho de la tarde y yo lidiaba con la apacible -sólo en apariencia- monotonía del momento hogareño. Fui a mirar al ordenador la correspondencia electrónica y me llevé un leve susto. Acababa de mandarme un e-mail Antoni Casas Ros, el escritor sin rostro, el hombre desfigurado. Siempre tendrá algo de inquietante que un hombre invisible se ponga en contacto con uno. Me escribía en francés desde un lugar tan secreto e inaccesible que mi protector de seguridad me advirtió que podía encontrarme ante un mensaje falseado, tal vez un intento de estafa. Esto no me extrañó porque es lógico que Casas Ros tome sus precauciones para evitar que lo localicen: desea permanecer en la sombra y no salir jamás de lo invisible y, si no le entendí mal, según me decía en su mensaje, piensa dejar que en el futuro su escritura «siga permaneciendo detrás del velo negro de Hawthorne».

Está claro que no escapo en las últimas semanas de esa tela oscura que tapa el rostro de un clérigo en un cuento de Hawthorne. Hasta me compré ayer El velo negro, un libro magnífico de Rick Moody, donde este autor mezcla autobiografía, ficción y ensayo para acercarse a la figura de un tal Moody antepasado suyo, que fue el clérigo en el que se inspiró Hawthorne para su relato. Es memorable, en las primeras páginas, la figura de un personaje que se mueve por el metro de Nueva York, digamos que con la arritmia de la desesperación, y que tiene algo de monstruo suelto por la ciudad: «Aquel tipo no tenía rostro. En vez de una cara, me encontré con una enorme prenda con capucha, una especie de chaqueta para la nieve, probablemente un anorak o un abrigo o algo así, un traje de El séptimo sello, y aquella capucha colgaba sobre su cara, no sólo sobre su frente, de modo que no se advertía rostro alguno.» En realidad, nos dice Moody, no se advertía nada de nada, ni barbilla, ni un trocito de cuello mal afeitado, nada, ninguna cara, sólo la capucha de una especie de color marrón grisáceo y mugriento que se balanceaba de un lado a otro…

¿Era la Muerte? Podía ser que sí, que fuera la Muerte, ese personaje de la Edad Media. ¿Tendría voz? «No seamos ridículos», dice Moody, «la Muerte no tenía intención de viajar en mi vagón. La Muerte no es tan metódica.»

Eran las ocho y cinco de la tarde y yo seguía lidiando con la aparente monotonía del momento hogareño. Después del mensaje de Casas Ros, me había puesto a releer el libro de Rick Moody, cuya exhibición de talento me había dejado fascinado. Sonó el teléfono. En el contestador reconocí la voz de una amiga y descolgué. La amiga y su hija llamaban porque estaban en la tumba de Hermán Melville en Nueva York. Una casualidad sin duda. Imposible no tener en cuenta que Melville le dedicó la novela Moby Dick a su amigo Hawthorne. Pensé que el salón de nuestra vida cotidiana puede ser una gran central de azares. Y de contrastes. Porque si en Barcelona había caído ya la noche, en el cementerio de Woodlawn, en el Bronx, el día era soleado y fresco, con brisa marina. Y si la monotonía del momento era tan sólo aparente se debía a que yo era consciente -de acuerdo con Magris en su prefacio a El infinito viajar- de que precisamente en el espacio doméstico, en el hogar, es donde el viajero empedernido se juega realmente la vida, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía o agazaparse en el miedo. Dicho de otro modo: la casa es el lugar central de nuestro mundo; es el lugar de la pasión más fuerte, en ocasiones devastadora -por la compañera de tus días, por ejemplo-, el lugar de la pasión que nos cala sin miramientos.

La amiga que llamaba preguntó de golpe si quería enviarle un mensaje a Melville. Según cómo se mire, nunca estuvieron mi salón y gabinete tan conectados con la sepultura de Melville como en aquel momento. Por unos segundos (y hay que comprender que todo es verdad: todo lo que las personas han pensado alguna vez es la rigurosa verdad), imaginé a Laura, la hija de mi amiga, junto al capitán Ahab, el inolvidable personaje de Moby Dick. Pero era un capitán sin rostro, aunque con zapatos náuticos, jersey de lana y chaqueta de tweed con parches en los codos, sentado en la tumba del gran Melville.

Me acordé de unos versos de Hart Crane y, como no tenía ningún mensaje que enviar a aquel cementerio del Bronx, recité por teléfono los primeros versos de ese poema que Crane escribió acerca de la tumba de Melville y que me sé de memoria, tal vez porque nunca logré entender palabra de lo que ahí se dice: «Lejos de este arrecife, a veces, bajo la ola / Los dados de los huesos de los muertos / Vio legar un mensaje, al contemplarlos / Batir la orilla, en polvo oscurecidos.»

La tumba es modesta, dijo mi amiga, es la tumba del escritor completamente olvidado que Melville era cuando murió. Y no era una sepultura muy frecuentada, me explicó. Apenas cuatro rosas, tres mensajes anónimos, un retal de bandera americana, dos lágrimas dibujadas por algún espíritu tierno. Aunque fuera tan sólo a través del hilo telefónico, cada vez me sentía más cerca de la tumba y de los dados de unos huesos en polvo oscurecidos. Me despedí de mi amiga y de su hija. Y vi que el capitán Ahab sin rostro, desaparecidas las fronteras entre la vida y la muerte, se quedaba oscilando en el océano, a medio camino entre el salón de casa y la suave corriente del Bronx.

Enrique Vila-Matas

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