– Mis lágrimas las dejé en el mármol.
Cuatro días enteros agazapado en el interior de ese hotel argentino jugando a esconderme y viendo siempre desde mi ventana (casi a modo de premonición de lo que iba a pasarme) un único y fúnebre paisaje: ciertas tumbas del vecino cementerio de la Recoleta, ciertos panteones de algunos próceres de la patria argentina. Flores sobre el mausoleo de Eva Perón. Una vista obsesiva, enfermiza, mortal. ¡Vaya viaje!
Me acuerdo de la vista obsesiva que tenía W. G. Sebald desde esa ventana de hospital de la que nos habla en el inicio de Los anillos de Saturno: «Justo después de que me ingresaran en mi habitación del octavo piso del hospital estuve sometido a la idea de que las distancias de Suffolk, que había recorrido el verano pasado, se habían contraído definitivamente en un único punto ciego y sordo. De hecho, desde mi postración, no podía verse del mundo más que un trozo de cielo incoloro enmarcado en la ventana.»
Sebald cuenta que a lo largo del día le asaltaba con frecuencia un deseo de cerciorarse (mediante una mirada desde la ventana del hospital cubierta extrañamente por una red negra) de que la realidad, tal como se temía, había desaparecido para siempre. Ese deseo, con la irrupción del crepúsculo, cobraba tal fuerza en Sebald que después de haber conseguido, medio de bruces y medio de costado, deslizarse por el borde de la cama hasta el suelo y alcanzar la pared a gatas, lograba incorporarse pese a los dolores que le producía, irguiéndose con esfuerzo contra el antepecho de la ventana. Como un Gregor Samsa o un escarabajo cualquiera.
En fin. En mi caso, tardé tres días en poder llegar por primera vez al punto ciego y sordo de mi ventana de la décima planta y desde allí, incrédulo, ver la vista -sorprendentemente llena de vida que se extendía desde el barrio del Vall d'Hebron hasta el mar. De modo que el mundo sigue ahí, me dije. Me pareció algo asombroso todo aquel hormigueo de gente que podía ver desde allí arriba cruzando febrilmente avenidas y calles: la misma enloquecida circulación humana que no se alteró cuando el joven de La condena de Kafka se arrojó desde la ventana de la casa paterna.
Pensé en lo lejos y en lo cerca al mismo tiempo que quedaban ya mi hotel de la Recoleta, las tumbas y mausoleos con sus flores funerarias, mis días peligrosos de desaparecido en ultramar.
Recuerdo que en los momentos en que lograba sentirme optimista acababa sospechando que el optimismo era también una enfermedad.
Al cuarto día pude empezar a leer algo. Pedí un libro de Sergio Pitol del que recordaba una frase que siempre me había llamado la atención: «Adoro los hospitales.» No recordaba cómo seguía el texto tras aquella chocante frase. Descubrí que lo que decía ahí Pitol no podía coincidir más con mi propia experiencia: «Adoro los hospitales. Me devuelven las seguridades de la niñez: todos los alimentos están junto a la cama a la hora precisa. Basta oprimir un timbre para que se presente una enfermera, ¡a veces hasta un médico! Me dan una pastilla y el dolor desaparece, me ponen una inyección y al momento me duermo, me traen el pato para que orine…»
De noche llegaba lo más duro. Mi dolencia se convertía en un punto más sordo y ciego que el de mi ventana a la vida y al mar. Recuerdo que en la última noche me dediqué a ahuyentar la angustia -una forma como otra de olvidarme de que estaba en un hospital- explorando la palabra hospitalidad. Y tuve la suerte de que el enfermero guineano del servicio nocturno me descubrió pensativo y, buscando apaciguar mi desazón, acudió en mi ayuda preguntándome en qué pensaba. Al decirle que meditaba sobre la palabra hospitalidad, entró en un largo silencio que rompió de pronto para decirme que no olvidara nunca que todo era relativo y que, por ejemplo, los franceses siempre habían tenido una gran fama de hospitalarios y sin embargo nadie se atrevía a entrar en sus casas. Me hizo reír y sentí cierto bienestar el resto de aquella noche. Pero al amanecer, con las primeras luces rosadas sobre el punto ciego y sordo de mi ventana del Vall d'Hebron, la angustia reapareció con fuerza inusitada y me quedé esperando un movimiento del aire, aunque fuera sólo uno, un solo movimiento del aire: sólo una prueba de que aún vivía y esperaba.
JUNIO
He cambiado de vida. Tal vez obligado por las circunstancias, pero el hecho es que he cambiado de vida. Me acuerdo de las advertencias que el 29 de julio de 2003 me enviara Bernardo Atxaga desde New Hampshire. Conservé su carta y ahora, releída en estos días de convalecencia, mi mirada reposa en ciertos consejos amistosos en los que me alertaba sobre los excesivos riesgos a los que sometíamos nuestras existencias. «Creo que ha llegado la hora de vivir un poco más atentamente», decía Atxaga en su carta. Y citaba a Nazim Himket, que en un breve e intenso texto comentaba que hay que tomar en serio el vivir, pues el vivir no admite bromas. Hay que saber -decía Himket- que la cosa más real y bella es vivir. Y no olvidar que vivir es nuestra tarea. Estemos donde estemos, hemos de vivir como si nunca hubiésemos de morir. Aunque, por ejemplo, nos queden unos minutos de vida hay que seguir riendo con el último chiste, mirando por la ventana para ver si el tiempo sigue lluvioso, esperando con impaciencia las últimas noticias de prensa.
No nos engañemos. Se enfriará este mundo, una estrella entre las estrellas y, por otra parte, una de las más pequeñas del universo, es decir, una gota brillante en el terciopelo azul. Se enfriará este mundo un día y se deslizará en la ciega tiniebla del infinito -ni como una bola de nieve, ni como una nube muerta-, como una nuez vacía. Creo que debemos tener en cuenta esto y amar al mundo en todo momento, amarlo tan conscientemente que podamos al final cada uno de nosotros decir: he vivido.
En los primeros días, tras el regreso a casa, mi relación con el mundo fue anómala. A modo de terrorífica lluvia mental que parecía seguirme desde que dejara el hospital, en los primeros días me dormía y despertaba sin ley (he dicho bien: sin ley); notaba que reaparecía en el universo pero inmediatamente me perdía en una extraña lluvia salvaje y sentía que mi espíritu no tenía la menor relación con lo cotidiano ni con la circulación de las estrellas.
Espero en el hospital del Vall d'Hebron en la sección de Radiología. Para entretenerme (es un decir, porque he elegido en casa el libro menos oportuno) me dedico a Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke, unos cuadernos que no son precisamente la alegría de la huerta. Leo sólo la primera página, el imponente inicio de esa obra maestra: «¿Es aquí pues donde la gente viene para vivir? Más bien diría que aquí se viene a morir. He salido. He visto: hospitales. He visto a un hombre que se tambaleaba y caía. La gente se agolpó a mi alrededor y me evitó así ver el resto. He visto a una mujer preñada. Se arrastraba pesadamente a lo largo de un muro cálido y alto, y se palpaba de vez en cuando, como para convencerse de que aún estaba allí…»
Había leído esa primera página ya muchas veces. Es una evidencia que la página dice la verdad sobre el mundo y sobre la famosa vida, aunque uno puede tardar años en reconocerlo, pues todos sabemos que podemos echarnos atrás ante los sufrimientos del mundo, y de hecho eso es lo que corresponde más a nuestra más íntima naturaleza. Pero, como dice Kafka, quizás precisamente ese echarte atrás es el único sufrimiento que podrías evitar.
jPero si ya sabemos que cuando muere alguien las cosas continúan existiendo, encantadoras e indiferentes: el sol, el fluir del agua, el susurro de las hojas mecidas por el viento! ¡Pero si ya sabemos que nada revela tanto la pérdida de un individuo como la continuación de la vida en el mundo, que se aleja cada vez más de los ojos que ya no lo pueden mirar!
Entonces, ¿cómo explicar tanto asombro, el otro día, ante la actitud de los bañistas de Lleida que continuaron bronceándose en una piscina pública a escasos metros del cadáver de un inmigrante ahogado? De no haber sido un inmigrante, creo que habría ocurrido lo mismo. La gente habría continuado allí, fuera el muerto de donde fuera. Un muerto es un muerto, y la vida es la vida y sigue, continúa existiendo, encantadora e indiferente. ¿No comentamos siempre en los entierros que debemos seguir viviendo?