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El hecho es que el miércoles 14 de junio, hacia las tres de la tarde, unos bañistas seguían tomando el sol en una piscina municipal de Lleida en el barrio de Pardinyes, a pesar de encontrarse a pocos metros de ellos, y de forma bien visible, el cadáver del joven Nasry, de veintiún años y origen magrebí, muerto posiblemente por un corte de digestión. Al pobre Josep, que fue el socorrista que buscó desesperadamente salvarle la vida, se le acercó un bañista (cuando más desolado estaba por el fracaso de su inútil intento) y le pidió cambio de un euro. Otros, los pocos que decidieron marcharse de la piscina (seguramente se iban a comer, eran las tres de la tarde), pidieron que se les devolviera el dinero de la entrada.

Estamos ante un escándalo intolerable, de acuerdo, pero que no viene dado únicamente por la inmoral actitud de los bañistas, sino por algo más amplio. Yo diría que ese escándalo intolerable es el de la muerte misma. La muerte sí que es un escándalo. La muerte lesiona, hiere. Recuerdo que Claudio Magris ha hablado de «la herida misma de la muerte que no puede cerrarse y sigue escociendo y apestando el aire». Se pueden pensar todo tipo de cosas sobre ella, sobre la muerte, pero está claro que es imposible que logremos aminorar el escándalo que su famosa guadaña arrastra siempre consigo: la obscenidad absoluta del sufrimiento humano. Ante el fallecimiento de alguien querido (pero también debería sucedemos lo mismo ante el de un desconocido, por qué no) sentimos un estupor indecible y ese dolor de que todo continúe como antes, alejándose del que muere, la cruel indiferencia de todo sobrevivir…

Precisamente, el propio Magris comentaba en el verano de 1997, en su artículo periodístico «Foto de agosto», un suceso acontecido en la costa de Barcola, en Trieste. Un hombre se ahogó mientras estaba nadando en esa costa. En espera de ser evacuado, el cadáver quedó tumbado en la orilla y cubierto por una toalla. Una fotografía publicada por el periódico II Piccolo de Trieste mostraba el cuerpo sin vida en medio de los bañistas que, pegados los unos a los otros, como ocurre en las abarrotadas playas de verano, no se inmutaban lo más mínimo y continuaban bañándose, bronceándose, hinchando la colchoneta… Decía Magris que el muerto (que habría tenido que ser al menos durante cinco minutos protagonista de una tragedia y centro de atención y consternación) no pasaba de ser un personaje marginal, irrelevante en esa imagen de verano; los cuerpos en torno a él querían disfrutar del sol y el mar: y el suyo, que ya no podía disfrutar ni amar, quedaba apartado como un desecho. Las preguntas que a continuación se hacía Magris se parecen a las que sugiere el caso de la piscina de Lleida: ¿qué habrían podido hacer aquellos bañistas? ¿Levantarse, irse a casa, trasladarse unos cien metros más allá? «Desde luego, se podía, por ejemplo, rezar. Pero rezar en público es difíciclass="underline" casi nadie se atreve. También la oración, como la carne, provoca escándalo.»

Concluye Magris que, en una humanidad fraterna y libre, esa fotografía de la playa triestina podría ser incluso una imagen positiva, la imagen de una solidaridad entre los vivos y los muertos: un intento de integrar a la muerte en el camino, como hace Eros, que no teme a la muerte porque sabe abrazarla. Pero en aquella orilla de la costa de Barcola, como en la piscina de Lleida, nadie abrazaba al muerto, sino que se procuraba no verlo. Creo que a veces nuestra vida está cada día más por debajo de la vida.

Hay un antes y un después de mi catarsis de semanas atrás. «Cuando algo concluye, uno debe pensar que empieza algo nuevo», recuerdo que me dije entonces. Y así ha sido. Al principio sabía lo que había perdido, pero no lo que podía comenzar. Avancé a tientas y lo que llegó fue la irrupción de cierto sentido de la calma aplicado a la vida. Llevaba demasiado tiempo con la impresión de que la organización del mundo me estaba arrojando cada día más a un futuro de creciente velocidad que me arrebataba el presente y me obligaba siempre a vivir en el futuro, en la vida que no existe.

Era como si viviera no para vivir, sino para ya estar muerto. Ahora todo tiene otro ritmo, vivo fuera ya de la vida que no existe. A veces me detengo a mirar el curso de las nubes, miro todo con curiosidad flemática de diarista voluble y paseante casuaclass="underline" sé que hago reír, pero ando yo caliente. Y cuando escribo en casa, me acuerdo de los días en que era muy joven y en esa misma mesa de siempre comencé a escribir y para mí hacerlo era apartarme, detenerme, demorarme, retroceder, deshacer, resistirme precisamente a esa carrera mortal, a esa frenética velocidad general en la que después acabé viéndome involucrado.

JULIO

Al dejar por tres días Barcelona después de algunas semanas de recogimiento exagerado -pero en el fondo razonable, porque estoy pendiente de una operación que tendrá lugar el día 15-, me encuentro en el aeropuerto con un conocido que me comenta que si en los años ochenta se hablaba de «miedo a salir de noche», ahora en Cataluña, con tanto asalto a fincas, pisos y chalets, se habla de «miedo a dormir en casa». Hago como que entiendo muy bien de lo que me habla -no entiendo nada- y nos quedamos un rato charlando hasta que de pronto le interrumpo sádica y bruscamente, en el momento que menos él esperaba, y le digo que tengo que seguir mi camino, que va a Roma.

Volando ya hacia esa ciudad, pienso en Ennio Flaiano, genial autor de libros como Diario de los errores y guionista de Fellini en películas que marcaron mi vida, como I vitelloni. Ennio Flaiano nació junto al Adriático, en Pescara, la ciudad a la que me dirigiré por carretera cuando llegue a Roma. Me acuerdo de cuando, en un viaje en avión a Los Angeles, Flaiano anotó: «Volando, se realiza la máxima aspiración ancestral, la de la Ascensión. ¿Ascensión en primera clase o turística?»

En Roma, a pesar de encontrarnos tan sólo en primero de julio, la temperatura es de puro ferragosto y no se ve a nadie en las calles y las lujosas villas se encuentran cerradísimas en el barrio donde está Via Veneto y se rodó La dolce vita y al que he sido conducido por el taxista que me esperaba en el aeropuerto. Hacía tanto tiempo que no me asomaba al mundo que me da absolutamente igual que haga tanto calor y que en las calles no se vea a nadie. Me digo que Ennio Flaiano fue precisamente el guionista de esa película de Fellini y que no deja de ser una discreta casualidad que haya ido a parar a ese barrio. Pero ese barrio -como es obvio- no está sólo relacionado con Flaiano. Aparición fantasmal del fascismo en pleno ferragosto cuando el chófer me informa de que la casa donde me esperan para llevarme al Adriático había pertenecido al conde Ciano, el cuñado de Mussolini. La irrupción de sombras fascistas me hace recordar que en Pescara no sólo nació Ennio Flaiano (guionista también, por cierto, de La notte de Antonioni, otro de los films que marcaron mi vida), sino también el esteta y superlativo admirador de Venecia, vate agotador y descomunal fascista, Gabriele D’Annunzio, uno de cuyos primeros libros fue Le novelle della Pescara, relatos que sacaron del olvido a su perdida ciudad de la región de los Abruzzos, ciudad y región de las que huyó bien pronto.

Ya en Pescara, que es lo más opuesto que he visto nunca a Venecia, me entero de que la ciudad tiene fama de ser la más fea de Italia, algo fácilmente comprobable cuando se llega a la plaza Rinascita, chapucero espacio del que el alcalde de la ciudad (Luciano D’Alfonso, nombre d'annunziano) debe de estar muy orgulloso, pues en la gran lona que envuelve la estatua central firma unos augustos ripios. Allí mismo, para no seguir embruteciéndome demasiado, recurro rápidamente a la vida breve de un aforismo de Ennio Flaiano que siempre me ha gustado, pues parece el arranque de un buen guión para una película (con guión de Flaiano naturalmente): «A través del teléfono establece una conversación con una persona que resulta muerta.»