Otro aforismo de Flaiano: «El amor se nutre de pequeños puntos de contacto.» De vuelta en Roma, me pregunto qué he ido a hacer a Pescara. ¿Ha sido en realidad todo el viaje un breve homenaje a Ennio Flaiano? El aeropuerto romano es un caos porque alborotan los del Taxinazo. Hay huelga de los taxistas que se enfrentan al gobierno de Prodi por la liberalización de las licencias. Y me acuerdo de cuando Flaiano decía que vivir en Roma era un modo de perder la vida. Quedan lejos ya Pescara y Gaetano Rapagnetta, que es el auténtico nombre de DAnnunzio, de quien dicen que se volvió tan extremadamente esteticista debido a la repugnancia y vergüenza que le producía ese nombre. Es domingo día 2 de julio. En Italia -estamos en plenos Mundiales- no se habla más que de doblegar en fútbol a la orgullosa Alemania. Deseos de ser piel roja y volver cabalgando -muy rápido- a casa.
Tengo una táctica ante cualquier enemigo que pueda surgirme: cuando ataca, no me doy por enterado, practico la indiferencia, y pueden pasar años; no complazco al adversario respondiéndole y haciéndole propaganda, dejo que siga roído por la envidia, que siga en su ciénaga aspirando a ocupar mi lugar, ese estrado inalcanzable.
Cuando el enemigo se retira, le persigo. Cuando está fatigado o veo que el imbécil olvidó ya sus pullas, ataco. Despiadadamente.
«La ciencia no tiene objeto más que dentro de sí misma. La astronomía no resolverá nunca una cuestión estética o moral. Por la teoría de Copérnico, el hombre no va a ser mejor ni peor ni a tener más medios de vida ni a resolver un problema sentimental», escribía Pío Baroja en 1945. Era el mismo escritor y médico que en el 39, en pleno final de la guerra civil, había dicho que la ciencia maravillaba: no confortaba, no abrigaba, podía tener frutos amargos, y desabridos, pero le dejaba a él absorto y seducido. Ya en 1910, este literato de fuste (tan injustamente tenido por algunos como rancio inmovilista y retrógrado) decía que en la esfera religiosa, en la esfera moral, en la social, todo puede ser mentira, «nuestras verdades filosóficas y éticas pueden ser imaginaciones de una humanidad de cerebro enloquecido. La única verdad, la única seguridad es la de la ciencia, y a ésa tenemos que ir con una fe de ojos abiertos».
Todavía hoy me asombra este Baroja científico, lúcido creyente en algo que en la actualidad posiblemente aún le maravillaría más. Me pregunto qué pensaría ahora su fe de ojos abiertos acerca de los turbadores últimos avances de la ciencia.
Muchas veces en París, voy a la rué Vaugirard y hago como que busco ese Hotel Bretonne que una tarde de frío invierno busqué de verdad hasta que comprendí que había desaparecido: ese hotel de cuarto con cama empotrada en la pared y precaria mesa con tapete en la que en 1910 comenzó el exiliado Baroja a escribir El árbol de la ciencia, posiblemente su mejor novela. Sé que ya no está el hotel, que ya no lo encontraré, pero mi fe ciega en la ciencia me conduce a ir de nuevo a la rué Vaugirard y pasar por delante del humilde albergue barojiano y saludar a ese inmueble donde estuvo el hotel y que hoy es una casa de viviendas particulares. Es mi parisina forma de pensar en Baroja, de evocar su curiosa combinación de boina y ciencia.
En fin. Tras un paseo neurótico por los alrededores del Museo de la Ciencia de Barcelona (estoy pendiente de la inminente operación a la que mañana voy a ser sometido, lo que en cierta forma explicaría que me haya puesto a pensar e incluso a confiar en la ciencia) me digo que ni Jules Verne ni nadie: el verdadero científico es Franz Kafka. Nunca se encadena a ninguna verdad y, sin embargo, todo son verdades. Es inagotable. Se estrellan contra él todos quienes, al querer interpretarlo por un lado u otro, reducen la infinitud de su obra. Sólo le faltó decir que el verdadero saber consiste en medir la extensión de la ignorancia.
AGOSTO
Anoche imaginé que volvía a los cines de arte y ensayo de mi juventud a ver las lentísimas y profundísimas películas de Ingmar Bergman, siempre marcadas por largos momentos en los que el silencio se apoderaba, hasta metafísicamente, de la pantalla. En mi juventud estuve viendo ese cine con un respeto enorme hasta que una noche uno de los amigos de la pandilla nos dijo a todos a la salida de una de aquellas películas tan profundas: «Tanto silencio para nada.»
Volvía a jugar al ajedrez en un pabellón anexo al colegio de los maristas del Paseo de Sant Joan. Fueron días de 1963 en los que me quedaba allí todas las tardes practicando aquella actividad inteligente en un intento de compensar y hasta de barrer el ciego polvo que todas las tardes levantábamos con el hermano Julio en el «patio de arena» del colegio con nuestras exhaustivas prácticas de gimnasia. En aquellos años, el olor a sudor olímpico comenzaba ya a despuntar en la línea del horizonte de la ciudad. Si bien era entonces impensable pensar que un día el turismo de masas acabaría convirtiéndonos a todos los barceloneses en camareros, ya se notaban los primeros movimientos atléticos de culto inculto al deporte. Jugar al ajedrez era como defenderse de cualquier invasión futura de atletas y turistas. Pero de nada sirvió aquello. Ahora, en estos días, tengo la impresión de que millones de turistas analfabetos observan nuestros movimientos en el circo de arena.
Volvía a fumar y lo hacía sin remordimiento alguno porque sabía que un día dejaría de fumar y me recuperaría. Fumaba sin límites y escribir era para mí un acto complementario del placer de fumar. Escribía sobre alguien que se regía por el principio de no fumar jamás mientras dormía, pero el resto del día fumaba; alguien para quien el humo era el sueño del fuego. Era yo, que por fin volvía a ser yo mismo. Yo, que estos días estoy volviendo a ser el que era, estoy regresando poco a poco a la vida, como si despertara de un desvanecimiento. Hasta me he disculpado ante mis superiores y, en uno de mis rodeos humorísticos, he alegado un pequeño desmayo de varias semanas.
Volvía a escribir mi libro más conocido y lo hacía deliberadamente sin el menor nervio, para no caer en el riesgo, por remoto que fuera, de pasar a los anales (palabra horrible) de la historia de la literatura.
Volvía a enamorarme de mi primer amor y volvía a perderlo cuando un amigo me advertía que, cuando la mujer tiene virtudes masculinas, es para salir corriendo y, cuando no las tiene, es ella misma la que se larga enseguida.
Volvía a ser joven y leía por primera vez el poema «No volveré a ser joven», de Jaime Gil de Biedma. Y volvía a tener veintitantos años y a ver a escritores mayores que me impresionaban porque parecían vencidos, derrotados; se Ies notaba apáticos y parecía que no se interesaran por nada. No hace mucho, supe que de joven Paul Auster había tenido con los escritores mayores impresiones parecidas y que ahora que ha envejecido se ha dado cuenta de lo que les pasaba a aquellos viejos: sentían que nadie iba a ser capaz de cambiarlos, que no vendría ningún jovencito a descubrirles nada.
Volvía a esa duodécima planta a la que acudo cada tarde para una inyección intravenosa dentro de un tratamiento que intenta liquidar una bacteria hasta hoy única y desconocida -la olopdrysdizina- que me ha sido imposible liquidar por vía oral.
Esa duodécima planta no puede ser más extraña, es la extrañeza misma. Hay un cartel muy visible que advierte:
Se admiten conductas positivas.
No se admiten actitudes que induzcan al desánimo.
A simple vista, por la forma de sus sillones, la planta entera parece una peluquería de señoras, un salón de belleza. Los enfermos no son muchos, una minoría selecta. Aunque es bien sabido que en una minoría selecta hay una mayoría de imbéciles, mi duodécima planta debe de ser el único lugar del mundo donde no se da ese caso. Las conversaciones que de sillón a sillón tienen los enfermos son exquisitas -me recuerdan algunos diálogos de Perorata del apestado, de Bufalino-, son de una inteligencia sorprendente, y se diría que están dando la espalda a la ciudad de los atletas y los turistas. Cada día analizan en la enfermería anexa si sigo albergando la no menos exquisita olopdrysdizina y cada día imploro a los dioses que no me obliguen demasiado pronto a regresar de lleno a la pavorosa realidad de la ciudad olímpica.