SEPTIEMBRE
Y es que ningún escritor es bueno hasta que aprende a corregir. Pero atención: tampoco corregir es tan fácil como a primera vista pueda pensarse. Recuerdo que el pintor Delacroix solía decir que hay dos cosas que la experiencia debe aprender: la primera es que hay que corregir mucho; la segunda es que no hay que corregir demasiado.
Uno no empieza por tener algo de lo que escribir y entonces escribe sobre ello. Es el proceso de escribir propiamente dicho el que permite al autor descubrir lo que quiere decir. En ocasiones lo que quiere decir es que el silencio que viene del techo es un silencio diferente, no un silencio ahogado, no el silencio de lo vacío, sino el silencio de lo que está lleno, por no decir repleto.
Adivinar el futuro del libro ante la supuesta amenaza digital es como especular con el resultado que obtendrá el domingo tu equipo favorito. No puedes saberlo, no tienes ni idea y mejor que no la tengas, porque si tu equipo, por ejemplo, va a perder por goleada, es inútil que lo preveas, porque no podrás hacer nada por él, nada por evitar la catástrofe. De modo que lo mejor es no molestarse demasiado especulando. Después de todo, ocurrirá lo que haya de ocurrir. Es más, en realidad el futuro digital del libro ya está escrito, y no creo que en su escritura haya participado yo ni vaya a hacerlo.
Me acuerdo ahora de que alguien, hará unas semanas, sin permiso alguno, escaneó y colgó entera en la Red una novela mía, editada en Barcelona hacía ya siete años. Pasada la inicial sorpresa y las consiguientes dudas sobre si debía indignarme ante un hecho como aquél, reaccioné tomándolo todo por el lado más pragmático. Recordé que cuando escribí aquel libro, aún no tenía ordenador y, por tanto, nunca había tenido ese libro guardado en mi disco duro. Me pareció de pronto muy útil tener colgada allí esa novela, porque a veces copio fragmentos de mis propios libros para ilustrar alguna respuesta en alguna entrevista hecha por e-mail. Se trata sólo de una forma de ganar tiempo. A veces, si la pregunta es, como de costumbre, claramente redundante y se interesa por saber algo que la obra escrita explica de forma suficiente, copio directamente el fragmento aquel donde eso se explica. Y es que me siento cercano a quienes, como John Updike, están convencidos de que la obra escrita habla por sí misma y se encuentran incómodos cuando se ven empujados a la fastidiosa promoción del producto, a ejercer de anuncios andantes y parlantes de sus libros.
Como se ve, supe encontrar el lado útil de la espinosa cuestión de ver pirateada en la Red mi novela, y creo que de algún modo, con esa espontánea reacción y casi de forma inconsciente, tomé una posición personal ante el dilema que afecta al libro por venir. Y es que puede ocurrir que las grandes cuestiones mundiales se resuelvan a veces de la forma más insólita, se resuelvan discretamente en nuestros domicilios, meditando sin tensiones sobre el asunto, desdramatizándolo mientras, por ejemplo, distraídamente nos disponemos a plagiar en la Red un fragmento nuestro, es decir, a asestarle secretamente en privado el golpe de gracia a nuestra propia autoría.
Tenemos derecho a ello, aunque creamos al mismo tiempo, como John Updike, en la necesidad de valorar y cultivar nuestra individualidad, aunque sigamos teniendo fe en los libreros independientes que civilizan sus barrios, aunque sigamos pensando que el libro no es nada sino es «un lugar de encuentro, en silencio, entre dos mentes, en el que una sigue los pasos de la otra, pero es invitada a imaginar…», aunque siga turbándonos la insustituible y conmovedora relación que existe entre lector y autor.
El discurso de John Updike a los libreros en la convención Book Expo, su encendida glosa a la individualidad, me remite inmediatamente a Witold Gombrowicz cuando, nadando a contracorriente, decía en 1954: «Es necesario restablecer el equilibrio. En nuestros días, la corriente de pensamiento más moderna será la que redescubra al individuo.» Nada tenía Gombrowicz contra el pensamiento colectivo, y menos aún contra la humanidad, pero consideraba necesario restablecer el equilibrio perdido. El texto de Kevin Kelly que ha desencadenado los comentarios de Updike me ha recordado, por su parte, a unos jóvenes amigos estalinistas de la universidad que estaban obsesionados con la idea de aniquilar todo trazo de una posible autoría artística. Tenían algo -o mucho de comisarios políticos y perseguían con verdadera ferocidad, no sólo a los autores consagrados, sino a aquellos jóvenes de su propio medio que despuntaban con una inteligencia artística claramente superior a la suya.
«Es que tú pretendes ser un autor» era la pintoresca acusación que les había oído decenas de veces. Desahogaban su falta de talento invocando teorías marxistas y reprimiendo con ellas a todo posible embrión de autor. Tenían algo -o mucho- de Kevin Kelly, el hombre que tanto ha alarmado a Updike con su tesis sobre la gloriosa digitalización de todo el saber escrito y la desaparición de los autores en aras de un único libro universal, de un flujo de palabras prácticamente infinito al que se accederá mediante Google: una deformación grotesca de la biblioteca universal que imaginara Borges y que en manos de Kelly se convierte en un espeluznante libro de arena, que a buen seguro provocaría el sarcasmo del escritor argentino. Lo cierto es que si todo eso de lo que habla Kelly llega algún día, estamos perdidos. Pero lo estaremos igual cuando llegue. Y nadie, por otra parte, va a enterarse, porque estará escrito en la arena. En cualquier caso, mientras los libros sigan teniendo rugosos o lisos lomos, habrá vida en la playa y seguiremos buscando cínicamente, lejos de nuestros privados delitos contra la autoría, ese estilo que llega al fondo de las cosas, ese estilo que contiene las desdichadas formas de la individualidad, de la libertad, de la independencia, acaso también de la maestría.
Regreso a Barcelona después de una breve estancia en Segovia.
Volver con la frente marchita a tu pequeño país, que con las lluvias de otoño se inunda todos los septiembres con una fatalidad adorable. Y caminar de nuevo por la ciudad natal, donde, cuando crees reconocer a alguien por la calle, tienes un momento de pánico.
OCTUBRE
He revisado el encontronazo en televisión, hacia 1980, de Catherine Ringer con Serge Gainsbourg. Lo primero que se ve allí es a Ringer, cantante del dúo Les Rita Mitsouko y moderna de nuevo cuño, sentada junto a un moderno consolidado, el voluble Gainsbourg. No tarda en producirse el previsible choque, tal vez generacional. Ringer, con afán de épater al moderno consolidado, contó que había trabajado en películas porno y fue interrumpida por un despectivo Gainsbourg que le dijo que eso era simplemente hacer de puta y no podía ser más vomitivo. Se atascó un buen rato la conversación ahí, porque Ringer (artista genial que me descubriera Sergi Pámies el invierno pasado) se negó a aceptar que ser actriz porno fuera repugnante y ella una puta. Gainsbourg insistió en que ser puta era nauseabundo. Ringer dijo entonces que precisamente el asqueroso era él, pero acabó aceptando, con una media sonrisa, que su pasado era repugnante. «De todos modos», se excusó Ringer, «mi trabajo forma parte de la aventura moderna.» Y ahí es donde se reveló y revolucionó todo, y el momento acabó siendo memorable.