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Podría levantarse como el caballero que era, indicarle la dirección de la casa y dejar que se marchara.

Podría hacerlo, pero, si lo hacía, ¿dónde estaría la diversión?

CAPÍTULO 04

Cuando el cadáver dijo: «Buenas noches», Annabel tuvo que enfrentarse a la triste conclusión de que no estaba tan muerto como le hubiera gustado.

Se alegraba por él, claro, porque no estuviera muerto, pero, en cuanto a ella, bueno, su vitalidad era un inconveniente espectacular.

«Santo Dios -quería gemir-, sólo me faltaba esto.»

Rechazó su ofrecimiento para ayudarla, aunque había sido muy educado, y consiguió levantarse sin ponerse más en evidencia.

– ¿Qué la ha traído al brezal? -preguntó el joven (vivo) como si nada, como si estuvieran charlando frente a la iglesia, rodeados de corrección y decoro.

Ella lo miró. Seguía tendido en la manta… ¡Una manta! ¿Tenía una manta?

Aquello no podía ser buena señal.

– ¿Por qué quiere saberlo? -preguntó ella. Y eso pareció la prueba de que había perdido la sensatez por completo. Estaba claro que debería haberlo esquivado y regresar a la casa corriendo. O haber pasado por encima de él. Pero, sobre todo, no debería haber entablado una conversación. Aunque hubiera chocado con la pareja de amantes que había en el jardín, aquello hubiera sido menos peligroso para su reputación que el hecho de que la descubrieran sola con un extraño en el brezal.

Sin embargo, si ese hombre tenía alguna intención de atacarla y sobrepasarse con ella, no parecía tener ninguna prisa, pues lo único que hizo fue encogerse de hombros y decirle:

– Sólo es curiosidad.

Ella se lo quedó mirando unos segundos. No le sonaba, pero, claro, estaba muy oscuro. Y le hablaba como si los hubieran presentado.

– ¿Le conozco? -preguntó ella.

Él sonrió con gesto misterioso.

– No creo.

– ¿Debería?

Ante eso, soltó una carcajada y, con firmeza, respondió:

– Le aseguro que no. Pero eso no significa que no podamos mantener una agradable conversación.

A partir de ahí, Annabel dedujo que era un granuja y estaba orgulloso de serlo, y que, por lo tanto, no era la mejor compañía para una joven soltera. Se volvió hacia la casa. Debería regresar. Sí que debería.

– No muerdo -la tranquilizó él-. O cualquier otra cosa que deba preocuparla. -Se incorporó y dio unas palmaditas en la manta-. Siéntese.

– Me quedaré de pie -respondió ella. Porque, al fin y al cabo, todavía le quedaba un poco de sensatez. Al menos, eso esperaba.

– ¿Seguro? -Le ofreció una sonrisa ganadora-. Aquí se está mucho más cómodo.

Le dijo la araña a la mosca. Annabel apenas pudo reprimir un grito de risa nerviosa.

– ¿Está esquivando a alguien? -le preguntó.

Había vuelto a girarse hacia la casa, pero, en cuanto oyó la pregunta, se volvió hacia él.

– Sucede en las mejores familias -dijo él, casi a modo de disculpa.

– Entonces, ¿usted también esquiva a alguien?

– No exactamente -respondió él, con la cabeza ladeada de forma que casi encogía el hombro-. Estoy esperando mi turno.

Annabel había querido hacer un esfuerzo por mostrarse impasible, pero notó cómo arqueaba las cejas.

Él la miró, con una pequeña sonrisa dibujada en los labios. No había malicia en su expresión y, a pesar de todo, ella notó un estremecimiento, una oleada de emoción que la invadía.

– Podría darle los detalles -murmuró él-, pero sospecho que no sería adecuado.

Nada de esa noche había sido adecuado. Difícilmente podría empeorar.

– No pretendo sacar conclusiones a la ligera -continuó él, en tono suave-, pero a juzgar por el largo de su vestido, deduzco que es soltera.

Ella asintió enseguida.

– Lo que significa que no debería, bajo ningún concepto, explicarle que estaba aquí fuera con una mujer que no es mi esposa.

Annabel debería escandalizarse. Aunque no lo consiguió. Era un tipo encantador. Rezumaba encanto. Le estaba sonriendo, como si estuvieran compartiendo una broma particular, y ella no pudo evitarlo; quería compartir la broma con él. Quería formar parte de su club, su grupo, su lo que fuera. Ese hombre tenía algo, un carisma especial, un magnetismo particular, y Annabel supo que, si pudiera retroceder en el tiempo y en el espacio, hasta Eton, suponía, o donde fuera que hubiera estudiado, seguro que era el chico alrededor del cual todos querían estar.

Algunas personas nacían con esa cualidad.

– ¿A quién está evitando? -le preguntó-. Lo más probable es que a un pretendiente pesado, pero eso no explicaría que hubiera salido aquí fuera. Es bastante fácil despistar a alguien entre el gentío, y mucho menos peligroso para la reputación de una joven.

– No debería decirlo -murmuró ella.

– No, por supuesto que no -asintió él-. Sería indiscreto. Pero será mucho más divertido si me lo dice.

Ella apretó los labios con fuerza mientras intentaba no sonreír.

– ¿La echará de menos alguien? -preguntó él.

– Al final, supongo que sí.

Él asintió.

– ¿La persona que intenta evitar?

Annabel pensó en lord Newbury y en su orgullo herido.

– Supongo que todavía tengo un poco de tiempo antes de que ese hombre empiece a buscarme.

– ¿Un hombre? -preguntó el caballero-. Vaya, la trama se pone interesante.

– ¿Trama? -respondió ella, con una mueca-. Me parece que no ha sido la mejor elección. Es un libro que no le gustaría a nadie. Créame.

Él chasqueó la lengua y volvió a dar unas palmaditas en la manta.

– Siéntese. Ofende todos mis principios caballerescos que usted esté de pie mientras yo estoy tendido.

Ella intentó imitar un tono de superioridad lo mejor que supo.

– Quizá debería levantarse usted.

– Uy no, no podría. Si lo hiciera, todo sería demasiado formal, ¿no cree?

– Teniendo en cuenta que no nos hemos presentado, quizá lo lógico sería la formalidad.

– Para nada -protestó él-. Lo ha entendido mal.

– Entonces, ¿debería presentarme?

– No, por favor -dijo, con un tono ligeramente dramático-. Por favor, no me diga su nombre. Si lo hace, seguramente despertará a mi conciencia, y es lo último que queremos.

– Ah, ¿tiene conciencia?

– Por desgracia, sí.

Aquello era un alivio. No iba a esconderla entre la oscuridad ni a abusar de ella como lord Newbury. Sin embargo, debería regresar a la fiesta. Con o sin conciencia, no era el tipo de hombre con quien una joven soltera debería estar a solas. De eso estaba segura.

Y volvió a pensar en lord Newbury, que era el tipo de hombre con quien se suponía que tenía que estar.

Se sentó en la manta.

– Una elección excelente -dijo él, mientras aplaudía.

– Sólo será un momento -murmuró ella.

– Por supuesto.

– No es por usted -respondió ella, con cierto descaro. Pero no quería que pensara que se quedaba por él.

– ¿Ah, no?

– Por ahí -dijo ella, señalando hacia el jardín lateral con un movimiento de la muñeca-, hay un hombre y una mujer… eh…

– ¿Disfrutando de la compañía mutua?

– Exacto.

– Y no puede volver a la fiesta.

– Preferiría no interrumpir.

Él la miró, apiadándose de ella.

– Extraño.

– Mucho.

Él frunció el ceño mientras pensaba.

– Aunque creo que sería más extraño si fueran dos hombres.

Annabel contuvo la respiración, aunque en realidad no estaba tan indignada como debería. Le gustaba demasiado estar cerca de él y participar de sus comentarios.

– O dos mujeres. Aunque eso no me importaría verlo.

Ella se volvió, para esconder que se había sonrojado, aunque luego se sintió estúpida porque estaba tan oscuro que, de cualquier forma, tampoco hubiera visto nada.