O quizá sí. Parecía de esos hombres que sabían cuándo una mujer se sonrojaba por el aroma del viento o por una alineación de las estrellas.
Era un hombre que conocía a las mujeres.
– Imagino que no habrá podido verlos bien, ¿no? -preguntó él, y luego añadió-: A nuestros amigos amantes.
Annabel meneó la cabeza.
– Estaba más preocupada por esconderme.
– Claro. Muy noble por su parte. Aunque es una lástima. Si los conociera, quizá supiera si iban a tardar mucho o poco.
– ¿De veras?
– No todos los hombres se crearon igual, ¿sabe? -dijo, con modestia.
– Sospecho que no debería indagar en esa afirmación -respondió ella, con osadía.
– Si es sensata, no. -Él volvió a sonreírle y, por todos los santos, la dejó sin aliento.
Quien quiera que fuera ese hombre, los dioses de la odontología lo habían visitado muchas veces. Tenía unos dientes blancos y perfectos, y una sonrisa amplia y contagiosa.
Era muy injusto. Ella tenía los dientes de abajo amontonados, igual que sus hermanos. Una vez, un cirujano le había dicho que podía arreglárselos, pero cuando lo vio venir con un par de alicates, Annabel salió corriendo.
Este hombre, en cambio, tenía una sonrisa que le subía hasta los ojos, le iluminaba la cara y toda la habitación. Aunque era una estupidez, porque estaban al aire libre. Y estaba oscuro. Sin embargo, Annabel habría jurado que el aire que los rodeaba había empezado a brillar.
Eso o se había servido ponche del cuenco incorrecto. Había uno para las jóvenes y otro para el resto de los invitados y ella estaba segura de que… O, al menos, bastante segura. Lo había cogido del de la derecha. Louisa le había dicho que era el de la derecha, ¿verdad?
Bueno, como mucho, era uno de los dos.
– ¿Conoce a todo el mundo? -le preguntó porque, en realidad, ella tenía que conocerlos. Además, él había sacado el tema.
Él arqueó las cejas, porque no entendía nada.
– ¿Cómo dice?
– Me ha pedido una descripción de la pareja -se explicó ella-. ¿Conoce a todo el mundo o sólo a los que se comportan con falta de decoro?
Él soltó una carcajada.
– No, no conozco a todo el mundo, pero, por desgracia, y es una desgracia mayor que la existencia de mi conciencia, sí a casi todo el mundo.
Annabel repasó mentalmente a varias de las personas que había conocido en las últimas semanas y le ofreció una irónica sonrisa.
– Entiendo por qué le resulta tan desalentador.
– Una dama inteligente y con buen gusto -dijo él-. Mis preferidas.
Estaba flirteando con ella. Annabel intentó contener el escalofrío de emoción que le recorría la piel. Ese hombre era realmente apuesto. Tenía el pelo oscuro, seguramente entre el nogal y el chocolate, y lo llevaba limpio y despeinado de aquella forma que todos los jóvenes se pasaban horas intentando imitar. Y su cara era… Bueno, Annabel no era artista y nunca había aprendido a describir una cara, pero esta era irregular y perfecta al mismo tiempo.
– Me alegro mucho de que tenga conciencia -susurró.
Él la miró y se acercó más a ella, con una sonrisa cargada de diversión.
– ¿Qué ha dicho?
Ella se sonrojó y, esta vez, sabía que él podía verlo. ¿Qué se suponía que tenía que decir, ahora? «¿Me alegro mucho de que tenga conciencia porque, si decidiera besarme, creo que le dejaría?»
Era todo lo que lord Newbury no era. Joven, atractivo y astuto. Un poco gallardo y muy peligroso. Era la clase de caballero que las jóvenes juraban evitar, pero con quien soñaban en secreto. Y, durante los siguientes instantes, lo tenía sólo para ella.
Sólo unos minutos más. Se daba unos minutos más. Sólo eso.
Él debió de darse cuenta de que ella no iba a decirle qué había dicho, así que le preguntó (otra vez, como si aquello fuera una conversación en un marco convencional):
– ¿Es su primera temporada?
– Sí.
– ¿Y se lo está pasando bien?
– Eso depende de cuándo me haga la pregunta.
Él sonrió con ironía.
– Una verdad irrefutable. ¿Se lo está pasando bien ahora?
El corazón de Annabel dio un vuelco.
– Mucho -respondió, y no acababa de creerse lo firme que había sonado su voz. Debía de estar aprendiendo el arte de fingir en las conversaciones que tanto abundaba en la ciudad.
– Me complace oírlo. -Se inclinó un poco más hacia ella y ladeó la cabeza en un gesto que casi denotaba desaprobación hacia él mismo-. Me enorgullezco de ser un buen anfitrión.
Annabel deslizó la mirada hasta la manta, y luego lo miró con reservas.
Él la miró con calidez.
– Uno siempre debe ser un buen anfitrión, por humilde que sea el domicilio.
– Seguro que no intenta decirme que vive aquí, en el brezal de Hampstead.
– No, por Dios. Me gustan demasiado las comodidades modernas. Pero, por un par de días, sería divertido, ¿no le parece?
– No sé por qué, pero creo que toda novedad desaparecería con el amanecer.
– No -respondió él, pensando en voz alta. Adquirió un gesto ausente y dijo-: Quizás un poco después, sí, pero no con la primera luz de la mañana.
Ella quería preguntarle a qué se refería, pero no sabía cómo hacerlo. Parecía tan ensimismado en sus pensamientos que casi era de mala educación interrumpirlo. De modo que esperó, y lo observó con curiosidad, aunque sabía que si se volvía hacia ella, vería la pregunta en sus ojos.
Él no se volvió, pero, al cabo de un minuto, dijo:
– Por la mañana, es distinta. La luz es más plana. Más roja. Se aferra a la neblina del aire, casi como si quisiera escalarla desde abajo. Todo es nuevo -dijo, con suavidad-. Todo.
Annabel contuvo la respiración. Parecía muy melancólico. Ella tuvo ganas de quedarse justo donde estaba, a su lado, en la manta, hasta que el sol empezara a aparecer por el horizonte. Le hacía tener ganas de ver el brezal al amanecer. Le hacía tener ganas de verlo a él al amanecer.
– Me gustaría bañarme en ella -murmuró él-. En la luz de la mañana y nada más.
Debería haberse escandalizado, pero Annabel presentía que no hablaba con ella. Durante la conversación, se había burlado y le había tomado el pelo, y había comprobado hasta dónde podía llegar antes de que ella se asustara y saliera corriendo. Pero esto… Era quizá lo más sugerente que había dicho y, sin embargo, ella lo sabía…
No había ido dirigido a ella.
– Creo que es un poeta -dijo, y estaba sonriendo porque, por algún motivo desconocido, eso le provocaba una gran alegría.
Él soltó una risotada.
– Sería precioso, de ser cierto. -Se volvió hacia ella y Annabel supo que el momento había desaparecido. La parte oculta que había sacado a relucir había vuelto a su sitio, bien encerrada, y él volvía a ser el seductor empedernido con el que todas las chicas querían estar.
Y el que todos los chicos querían ser.
Y ni siquiera sabía su nombre.
Aunque era mejor así. Al final, se enteraría de quién era, y él también, y entonces se apiadaría de ella, de la pobre chica obligada a casarse con lord Newbury. O quizá le echaría una reprimenda porque creería que lo hacía por el dinero, que era la verdad.
Dobló las piernas debajo del cuerpo, no del todo, pero descansó sobre la cadera derecha. Era su posición preferida, absolutamente incorrecta en Londres, pero, sin duda alguna, la forma en que a su cuerpo le gustaba estar. Dejó la mirada perdida hacia delante y se dio cuenta de que estaba mirando en dirección contraria a la casa. Le gustaba. Aunque no sabía qué marcaría una brújula. ¿Estaba mirando hacia el oeste, hacia su casa? ¿O hacia el este, hacia el continente, donde nunca había estado y adonde, seguramente, nunca iría? Lord Newbury no parecía muy aficionado a viajar y, puesto que su interés en ella se limitaba a su capacidad reproductora, dudaba que la dejara viajar sin él.