Siempre había querido visitar Roma. Seguramente, aunque no hubiera aparecido lord Newbury babeando por sus anchas caderas, tampoco habría ido nunca, pero siempre hubiera existido la posibilidad.
Cerró los ojos un momento, casi con dolor. Ya pensaba como si el matrimonio fuera un hecho consumado. Se había estado diciendo que todavía podía rechazarlo, pero sólo era la parte desesperada de su cerebro que intentaba hacerse notar. La parte práctica ya había aceptado.
Así que ya estaba. Si lord Newbury se lo pedía, se casaría con él. Por repulsiva y horrible que le resultara la idea, lo haría.
Suspiró, porque se sentía derrotada. No habría Roma para ella, ni historia de amor, ni un millón más de cosas que ahora ni siquiera se le ocurrían. Sin embargo, su familia estaría atendida y, como había dicho su abuela, quizá Newbury muriera pronto. Era un pensamiento inmoral, pero Annabel no creía que pudiera afrontar el matrimonio sin aferrarse a esa idea como su tabla de salvación.
– Parece muy pensativa -dijo la cálida voz a su lado.
Annabel asintió muy despacio.
– Un penique por sus pensamientos.
Ella sonrió con melancolía.
– Sólo pensaba.
– En todo lo que tiene que hacer -intentó adivinar él. Aunque no sonó como una pregunta.
– No. -Se quedó callada un momento, y luego añadió-: En todas las cosas que nunca haré.
– Entiendo. -Él se quedó callado un instante y luego dijo-: Lo siento.
Ella se volvió hacia él de golpe, se sacudió la neblina que le cubría los ojos y lo miró con franqueza.
– ¿Ha estado alguna vez en Roma? Sé que es una locura, porque ni siquiera conozco su nombre, ni quiero saberlo, al menos por esta noche, pero ¿ha estado alguna vez en Roma?
Él meneó la cabeza.
– ¿Y usted?
– No.
– He estado en París -dijo él-. Y en Madrid.
– Era soldado -dijo ella. Porque, ¿qué otra cosa podía ser, habiendo visitado aquellas ciudades en un momento como ese?
Él se encogió de hombros.
– No es la forma más agradable de ver el mundo, pero matas dos pájaros de un tiro.
– Aquí es lo más lejos que he estado nunca de casa -dijo Annabel.
– ¿Aquí? -La miró, parpadeó, y luego señaló el suelo-. ¿Este brezal?
– Este brezal -confirmó ella-. Creo que Hampstead está más lejos de casa que Londres. O quizá no.
– ¿Importa?
– Sí -respondió ella, sorprendiéndose a sí misma con la respuesta, porque estaba claro que no importaba.
Aunque el cuerpo le decía que sí.
– Nadie puede discutir ante tanta certeza -dijo él, en un murmullo teñido de sonrisa.
Ella también sonrió.
– Me gusta mucho la certeza.
– ¿No nos gusta a todos?
– Quizá sólo a los mejores -dijo ella, con aire de superioridad, siguiéndole el juego.
– Algunos dicen que es temerario disfrutar con esa certeza eterna.
– ¿Algunos?
– Sí, pero yo no -la tranquilizó-. Sólo algunos.
Ella se rió, a carcajadas y desde lo más profundo de su ser. Resultó una risa sonora y poco refinada, pero le sentó de maravilla.
Él se rió con ella y luego dijo:
– Entonces, debo entender que Roma está en la lista de cosas que nunca hará, ¿no es cierto?
– Sí -respondió ella, con los pulmones todavía llenos de alegría. De repente, no parecía tan triste que nunca pudiera ver Roma. Al menos, no cuando acababa de reírse con tantas ganas.
– He oído que puede llegar a ser muy polvorienta.
Los dos estaban mirando al frente, así que ella se volvió y alineó el perfil con el hombro.
– ¿De veras?
Él también se volvió, de modo que ahora estaban frente a frente.
– Cuando no llueve.
– Es lo que ha oído -dijo ella.
Él sonrió, aunque sólo un poco, y ni siquiera movió la boca.
– Es lo que he oído.
Sus ojos… Oh, sus ojos. La miraban abiertamente. Y lo que ella veía en ellos… No era pasión porque, ¿por qué iba a ser pasión? Pero igualmente era algo increíble, algo ardiente, y conspiratorio, y…
Desgarrador. Era desgarrador. Porque, mientras lo miraba, mientras miraba a ese atractivo hombre que perfectamente podía ser producto de su imaginación, sólo veía la cara de lord Newbury, colorada y flácida, y su voz resonaba en sus oídos, burlona, y Annabel se vio invadida por una repentina lástima.
Este momento… Cualquier momento como ese…
No podría vivirlos.
– Debería irme -dijo, muy despacio.
– Sé que debería irse -respondió él, igual de serio.
Ella no se movió. No conseguía que sus músculos reaccionaran.
Y entonces, él se levantó porque era, como Annabel sospechaba, un caballero. Y no sólo en teoría, sino también en la práctica. Le ofreció la mano, ella la aceptó y acto seguido… fue como si flotara sobre los pies, se levantó, echó la cabeza hacia atrás, lo miró y en ese momento lo vio… vio su vida futura.
Todas las cosas que no tendría.
Y susurró.
– ¿Querría besarme?
CAPÍTULO 05
Había miles de razones por las que Sebastian no debía hacer lo que la joven le pedía y sólo una, el deseo, por la que aceptar.
Se quedó con el deseo.
Ni siquiera se había dado cuenta de que la deseaba. Sí, se había fijado en que era adorable, incluso sensual, de una forma deliciosamente natural. Pero siempre se fijaba en esas cosas en las mujeres. Para él, era algo tan normal como fijarse en el tiempo. Para él, «Lydia Smithstone tiene un labio inferior extraordinariamente atractivo» no era tan distinto a «Esa nube de allí parece que predice lluvia».
Al menos, en su mente no lo eran.
Sin embargo, cuando la chica lo había tomado de la mano y sus pieles se habían rozado, algo en su interior ardió en llamas. El corazón le dio un vuelco, le faltó el aliento y, cuando ella se levantó, fue como si fuera algo mágico y sereno que avanzaba con el viento hacia sus brazos.
Excepto que, cuando se levantó, no estaba en sus brazos. Estaba de pie frente a él. Cerca, aunque no lo suficiente.
Se sentía desnudo.
– Béseme -susurró ella, y no podía ignorarla por más tiempo, como tampoco podía ignorar el latido de su corazón. La tomó de la mano, se acercó los dedos a los labios y luego le acarició la mejilla. Ella lo miró, con los ojos llenos de anhelo.
Y entonces, él también se llenó de anhelo. Fuera lo que fuera lo que vio en sus ojos, de algún modo se le contagió, suave y dulce. Incluso melancólico.
Y provocó que deseara ese beso, y a ella, con la intensidad más extraña.
No se notaba acalorado. No se notaba sudoroso. Pero algo en su interior, quizá su conciencia o quizá su alma, estaba ardiendo.
No sabía cómo se llamaba, no sabía nada de ella, excepto que soñaba con ir a Roma y que olía a violetas.
Y que sabía a vainilla. Eso lo sabía ahora. Eso, pensó mientras le acariciaba la parte interior del labio superior con la lengua, nunca lo olvidaría.
¿A cuántas mujeres había besado? Demasiadas para llevar la cuenta. Había empezado a besar a las chicas mucho antes de descubrir que se podían hacer otras cosas con ellas, y nunca había parado. De joven, en Hampshire, como soldado en España, como granuja en Londres… las mujeres siempre le habían resultado intrigantes. Y las recordaba a todas. De veras. Tenía al sexo débil en demasiada buena estima para permitir que se convirtieran en algo confuso en su mente.
Sin embargo, esto era distinto. No sólo iba a recordar a la mujer, sino también el momento. La sensación de tenerla en los brazos, su sabor, su tacto y el sonido increíblemente perfecto que hizo cuando su respiración se convirtió en un gemido.
Recordaría la temperatura del aire, la dirección del viento, el tono exacto de plata con que la luna bañaba la hierba.
No se atrevió a besarla con pasión. Era una inocente. Era astuta, y reflexiva, pero era una inocente, y Sebastian se dijo que si la habían besado dos veces antes de ese momento, él se comería su sombrero. Por lo tanto, le dio un primer beso con el que toda joven sueña. Suave. Delicado. Un ligero roce de los labios, unas cosquillas y la mínima y traviesa caricia de la lengua.