Y aquello tenía que ser todo. Había algunas cosas que, sencillamente, un caballero no podía hacer, por muy mágico que fuera el momento. Así que, a regañadientes, se separó de ella.
Aunque sólo lo suficiente para apoyar la nariz en la de ella.
Sonrió.
Estaba feliz.
Y entonces, ella habló:
– ¿Ya está?
Sebastian se quedó de piedra.
– ¿Cómo dice?
– Pensé que habría algo más -dijo ella, con respeto. De hecho, parecía más perpleja que otra cosa.
Él intentó no reírse. Sabía que podía. La chica parecía muy sincera; sería un gran insulto reírse de ella. Apretó los labios para intentar reprimir la explosión de risa que se estaba produciendo en su interior.
– Ha sido bonito -dijo ella, y casi pareció que lo estaba consolando.
Sebastian tuvo que morderse la lengua. Era la única manera.
– No pasa nada -dijo ella, y le ofreció una de esas sonrisas compasivas que se le ofrece a un niño que no sabe hacer algo.
Él abrió la boca para pronunciar su nombre, pero entonces recordó que no lo sabía.
Y levantó una mano. Un dedo, para ser más exactos. Una orden simple y concisa. «Quieta -decía, claramente-. No digas nada más.»
Ella arqueó las cejas, intrigada.
– Hay más -dijo él.
Ella empezó a decir algo.
Él le selló la boca con un dedo.
– Hay mucho más.
Y, esta vez, la besó de verdad. Le tomó los labios con los suyos, la exploró, la mordisqueó, la devoró. La abrazó, la pegó a él, con fuerza, hasta que pudo sentir todas y cada una de las deliciosas curvas de su cuerpo pegadas a él.
Y era deliciosa. No, era exuberante. Tenía el cuerpo de una mujer, redondeado y cálido, con suaves curvas que pedían a gritos que las acariciaran y las tocaran. Era una de esas mujeres en las que un hombre podía perderse, olvidándose encantado de cualquier tipo de sensatez y razón.
Era una de esas mujeres a las que un hombre no abandona en mitad de la noche. Sería cálida y suave, una delicada almohada y manta, dos en uno.
Era una sirena. Una tentación exótica y preciosa que, a la vez, también era inocente. Esa chica no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Demonios, seguramente tampoco tenía ni idea de lo que él estaba haciendo. Y, sin embargo, sólo fue necesaria una sincera sonrisa y un pequeño suspiro, y estuvo perdido.
La deseaba. Quería conocerla. Cada centímetro de su cuerpo. Le ardía la sangre, le temblaba el cuerpo, y si no hubieran oído un estridente grito que venía de la casa, sólo Dios sabe lo que habría hecho.
Ella también se tensó y giró la cabeza ligeramente hacia la conmoción.
Bastó para que Sebastian recobrara la sensatez o, al menos, una pequeña parte. La separó de él, de forma más brusca de lo que le habría gustado, y colocó los brazos en jarra mientras respiraba con dificultad.
– Sí que había más -dijo ella, aturdida.
Él la miró. No iba despeinada, pero el recogido no estaba tan firme como antes. Y sus labios… si antes le habían parecido carnosos y grandes, ahora parecía que le había picado una abeja.
A cualquiera que hubieran besado alguna vez sabría que acababan de hacerle lo mismo a ella. Y con pasión.
– A lo mejor quiere arreglarse el pelo -dijo, y estaba seguro de que era la frase posterior a un beso más desafortunada que había dicho nunca. Sin embargo, parecía que no podía recuperar su elegancia habitual. Por lo visto, el estilo y la gracia requieren sensatez.
¿Quién lo habría dicho?
– Oh -dijo ella, que enseguida se llevó las manos al pelo e intentó, sin demasiado éxito, arreglárselo-. Lo siento.
Y no es que tuviera que disculparse por nada, aunque Sebastian estaba demasiado ocupado intentando encontrar su cerebro para comentárselo.
– Esto no debería haber pasado -dijo, al final. Porque era la verdad. Y él lo sabía. No coqueteaba con inocentes y menos (casi) delante de un salón lleno de gente.
No perdía el control. Él no era así.
Estaba furioso consigo mismo. Furioso. Era una emoción desconocida y francamente desagradable. Sentía lástima, y se burlaba de sí mismo, y podría haber escrito un libro sobre el enojo superficial. Pero ¿furia?
No era algo que le preocupara experimentar. Ni hacia los demás ni, mucho menos, hacia sí mismo.
Si ella no se lo hubiera pedido… Si no lo hubiera mirado con esos enormes ojos sin fondo y hubiera susurrado: «Béseme», no lo habría hecho. Era una excusa muy pobre, y lo sabía, pero saber que él no había iniciado el beso era un pequeño consuelo.
Pequeño, pero consuelo al fin y al cabo. Podía ser muchas cosas, pero no un mentiroso.
– Siento mucho habérselo pedido -dijo ella.
Él se sentía como un canalla.
– No tenía que obedecer -respondió él, aunque no con la elegancia que debería.
– Obviamente, soy irresistible -farfulló ella.
Él la miró fijamente. Porque lo era. Tenía el cuerpo de una diosa y la sonrisa de una sirena. Incluso ahora, tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano por no abalanzarse sobre ella. Tenderla en el suelo y besarla otra vez… y otra vez…
Se estremeció. Aquello no estaba bien.
– Debería marcharse -dijo ella.
Él consiguió alargar el brazo en un grácil y caballeroso movimiento.
– Después de usted.
Ella abrió los ojos como platos.
– No pienso entrar primero.
– ¿De veras cree que voy a entrar y dejarla sola aquí fuera?
Ella apoyó las manos en las caderas.
– Me ha besado sin ni siquiera saber cómo me llamo.
– Usted ha hecho lo mismo -le espetó él.
Ella abrió la boca en un gesto indignado y Sebastian descubrió una alarmante satisfacción por haber ganado la discusión. Cosa que lo incomodó todavía más. Adoraba un buen intercambio verbal, pero era un baile, por el amor de Dios, no una competición.
Durante unos segundos interminables, se quedaron mirando el uno al otro, y Sebastian no estaba seguro de si esperaba que ella dijera su nombre o le pidiera que revelara el suyo.
Y sospechaba que ella se estaba preguntando lo mismo.
Sin embargo, la chica no dijo nada, sólo lo miró.
– A pesar de mi reciente comportamiento -dijo él, al final, porque uno de los dos tenía que demostrar madurez y sospechaba que tenía que ser él-, soy un caballero. Y, como tal, no puedo abandonarla en medio de la nada.
Ella arqueó las cejas y miró a un lado y al otro.
– ¿Llama a esto en medio de la nada?
Sebastian empezó a preguntarse qué tenía esa chica que lo volvía loco, porque, por Dios, podía ser muy irritante cuando quería.
– Le ruego que me disculpe -dijo, con la suficiente sofisticación urbana para poder volver a sentirse un poco él mismo-. Está claro que me he equivocado. -Le sonrió de manera insulsa.
– ¿Y si esa pareja todavía está…? -Dejó la pregunta por terminar mientras agitaba la mano hacia la casa.
Sebastian suspiró con fuerza. Si estuviera solo, que es como debería haber estado, habría regresado a la casa con un animado: «¡Cuidado! ¡Cualquiera que esté con alguien con quien no esté unido mediante una obligación legal, por favor, que se largue!»
Le habría encantado. Y era, exactamente, lo que la sociedad esperaba de él.
Pero era imposible hacerlo con una dama soltera a su lado.
– Estoy casi seguro de que ya se habrán ido -dijo, mientras se acercaba a la abertura del seto y se asomaba. Se volvió y añadió-: Y si no, querrán esconderse de usted tanto como usted de ellos. Baje la cabeza y vaya directa hacia la casa.
– Parece que tiene mucha experiencia en situaciones como esta -afirmó ella.