– Mucha. -Y era cierto.
– Ya. -Tensó la mandíbula y Sebastian sospechó que, si hubiera estado más cerca, hubiera oído cómo le rechinaban los dientes-. Qué afortunada -dijo-. Alumna de un maestro.
– Muy afortunada.
– ¿Es siempre tan desagradable con las mujeres?
– Casi nunca -respondió, sin pensar.
Ella abrió la boca y él tuvo ganas de pegarse una patada. La chica lo ocultó bien (estaba claro que era una joven de reflejos emocionales rápidos), pero antes de que la sorpresa se transformara en indignación, vio un destello de dolor puro y duro.
– Lo que quería decir -empezó, con unas ganas enormes de gruñir-, es que cuando he… No, cuando usted…
Ella lo estaba mirando expectante. No tenía ni idea de qué decir. Y él se dio cuenta, mientras estaba allí de pie como un idiota, de que había al menos diez razones por las que aquella situación era absolutamente inaceptable.
Uno, no tenía ni idea de qué decir. Quizá sonara repetitivo, excepto que, dos, siempre sabía qué decir, y tres, especialmente con las mujeres.
Lo que conducía inevitablemente a cuatro, una agradable consecuencia de su labia era que, cinco, nunca había insultado a una mujer en su vida, no a menos que realmente se lo mereciera, aunque, seis, esta mujer en concreto no se lo merecía. Lo que significaba que, siete, tenía que disculparse y, ocho, no tenía ni idea de cómo hacerlo.
Tener facilidad con las disculpas iba de la mano de un comportamiento propenso a disculpar. Y no era su caso. Era una de las pocas cosas en su vida de las que estaba extraordinariamente orgulloso.
Sin embargo, esto lo hacía regresar a nueve, no tenía ni idea de qué decir, y, diez, esa chica tenía algo que lo convertía en un auténtico estúpido.
Estúpido.
¿Cómo soportaba el resto de la humanidad un silencio tan extraño delante de una mujer? A Sebastian le resultaba intolerable.
– Usted me pidió que la besara -dijo. No fue lo primero que le vino a la mente, sino lo segundo.
Y a juzgar por la expresión de sorpresa de ella, que Sebastian sospechaba que bastaría para cambiar las mareas, tuvo la sensación de que debería haberse esperado hasta lo séptimo.
– ¿Me está acusando de…? -Ella se interrumpió y apretó los labios en un gesto furioso e frustrado-. Bueno, sea lo que sea… de lo que… me está… -Y entonces, justo cuando él creía que había terminado, continuó con-, acusando…
– No la acuso de nada -dijo él-. Sólo digo que usted quería un beso, yo se lo he dado y…
¿Y qué? ¿Qué estaba diciendo? ¿Dónde tenía la cabeza? Era incapaz de construir una frase entera, y mucho menos de verbalizarla.
– Podría haberme aprovechado de usted -dijo, muy tenso. Santo Dios, parecía muy serio.
– ¿Está diciendo que no lo ha hecho?
¿Era posible que fuera tan inocente? Se inclinó hacia delante y se pegó a su cara.
– No tiene ni idea de todas las formas en que no me he aprovechado de usted -le explicó-. De todo lo que habría podido hacer. De…
– ¿Qué? -le espetó ella-. ¿Qué?
Sebastian se calló, o quizás era más adecuado decir que se mordió la lengua. No iba a decirle de todas las formas en que había querido aprovecharse de ella.
De ella. De la señorita sin nombre.
Así era mucho mejor.
– Oh, por el amor de Dios -se oyó decir-. Dígame cómo se llama de una maldita vez.
– Veo que está muy impaciente por saberlo -respondió ella, cortante.
– Su nombre -gruñó él.
– ¿Antes de que usted me diga el suyo?
Él soltó el aire, una larga y frustrada exhalación, y luego se pasó la mano por el pelo.
– ¿Era mi imaginación o teníamos una conversación perfectamente civilizada hace apenas diez minutos?
Ella abrió la boca para responder, pero él no la dejó.
– No, no -continuó, quizá con demasiada pompa-, era una conversación más que civilizada. Me atrevería a decir que era agradable.
Ella suavizó la expresión de los ojos, aunque no hasta el extremo de que él la consideraría maleable, pero… De acuerdo, está bien, ni siquiera se acercó a ese punto, pero los suavizó.
– No debería haberle pedido que me besara -dijo ella.
Sin embargo, él se fijó en que no se disculpó. Y en que él se alegraba mucho de que no lo hiciera.
– Seguro que comprende -continuó ella, en voz baja-, que es mucho más importante que conozca su identidad que al revés.
Él le miró las manos. No las tenía cerradas, ni apretadas, ni retorcidas. Las manos siempre delataban a las personas. Se tensaban, o temblaban, o se aferraban la una a la otra como si pudieran, mediante algún hechizo imposible, salvarlas del oscuro destino que las esperaba. La chica se estaba sujetando el tejido de la falda. Con fuerza. Estaba nerviosa. Y, a pesar de todo, mantenía el tipo con mucha dignidad. Y Sebastian sabía que sus palabras eran ciertas. Ella no podía hacer nada que arruinara su reputación mientras que él, con una palabra de más o una confesión falsa, podía destruirla para siempre. No era la primera vez que se alegraba sobremanera de no haber nacido mujer, pero sí que era la primera que tenía pruebas tan claras de que los hombres lo tenían mucho más fácil.
– Me llamo Sebastian Grey -dijo, inclinando la cabeza de forma respetuosa-. Y estoy encantado de conocerla, señorita…
Pero no pudo continuar, porque ella contuvo la respiración, palideció y pareció que iba a ponerse mala.
– Le aseguro -dijo, sin saber si la nota aguda de su voz se debía a la diversión o a la irritación-, que mi reputación no es tan mala como la pintan.
– No debería estar aquí con usted -dijo ella, asustada.
– Eso ya lo sabíamos.
– Sebastian Grey. Dios mío, Sebastian Grey.
Él la observó con interés. Y un poco de enojo, aunque eso era de esperar. De veras, no era tan malo.
– Le aseguro -dijo, algo enfadado por las veces que estaba empezando las frases de esa forma-, que no tengo ninguna intención de permitir que su reputación se vea afectada por ninguna asociación con mi persona.
– No, por supuesto que no -dijo ella, y entonces estropeó el momento con una risa nerviosa-. No querría hacerlo. Sebastian Grey. -Miró hacia el cielo y él casi esperaba que cerrara el puño y amenazara a los dioses-. Sebastian Grey -dijo. Otra vez.
– ¿Debo asumir que le han hablado de mí?
– Sí -respondió ella, enseguida. Y entonces volvió a concentrarse y lo miró a los ojos-. Tengo que marcharme. Ahora.
– Como recordará que le había aconsejado antes -murmuró él.
Ella miró hacia el jardín lateral y frunció el ceño ante la idea de toparse con los amantes.
– Cabeza baja -se dijo en voz baja-. Paso firme.
– Hay quien vive su vida bajo ese lema -dijo él, divertido.
Ella lo miró fijamente y se preguntó si se había vuelto loco en los últimos dos segundos. Él se encogió de hombros, porque no quería disculparse. Por fin empezaba a ser él mismo. Estaba en todo su derecho de estar contento.
– ¿Usted lo hace? -preguntó ella.
– Para nada. Yo prefiero vivir con un poco más de estilo. Es cuestión de sutilezas, ¿no cree?
Ella lo miró. Parpadeó varias veces. Y luego dijo:
– Debo irme.
Y se marchó. Bajó la cabeza y avanzó con paso firme.
Sin decirle su nombre.
CAPÍTULO 06
La tarde siguiente…
– Hoy estás muy callada -dijo Louisa.
Annabel ofreció una débil sonrisa a su prima. Estaban paseando el perro de Louisa por Hyde Park acompañadas, en teoría, por la tía de Louisa. Pero lady Cosgrove se había encontrado con una de sus muchas conocidas y, aunque la veían, ya no la oían.
– Sólo estoy cansada -dijo Annabel-. Me costó dormirme después de toda la emoción de la fiesta. -No era toda la verdad, pero tampoco era mentira. Se había pasado horas despierta en la cama elaborando complejos estudios sobre el interior de sus párpados.