Se negaba a quedarse mirando al techo. Por principio. Siempre había pensado igual. Cuando uno intenta dormir, tener los ojos abiertos era una clara admisión de la derrota.
Sin embargo, mirara donde mirara, era imposible escapar a la magnitud de lo que había hecho.
Sebastian Grey.
¡Sebastian Grey!
Las palabras se repetían en su mente como un triste gemido. De la lista de hombres que no debería besar, seguro que estaba en los primeros puestos, junto al rey, lord Liverpool y el deshollinador.
Y, sinceramente, sospechaba que estaba por encima del deshollinador.
No sabía mucho sobre el señor Grey antes de la fiesta de lady Trowbridge, sólo que era el heredero de lord Newbury y que ambos hombres no se soportaban. Sin embargo, en cuanto corrió la voz de que lord Newbury la pretendía, parece que todo el mundo tenía cosas que explicarle sobre el conde y su sobrino.
De acuerdo, todo el mundo no, puesto que la mayor parte de la alta sociedad no se interesaba lo más mínimo por ella, pero todos los que conocía tenían una opinión.
Era apuesto. (El sobrino, no el conde.)
Era un granuja. (El sobrino también.)
Seguramente, estaba arruinado y por eso se pasaba todo el día en casa de sus primos por la otra rama de la familia. (El sobrino, seguro, y, en realidad, mejor que fuera el sobrino porque, si ella acababa casándose con lord Newbury y resulta que estaba arruinado, le daría algo.)
Annabel se había marchado de la fiesta inmediatamente después del desastroso encuentro en el brezal, pero, por lo visto, el señor Grey no había hecho lo mismo. Debió de causar muy buena impresión a Louisa, porque esa mañana era de lo único que hablaba. El señor Grey esto y el señor Grey lo otro, ¿y cómo era posible que Annabel no lo hubiera visto en la fiesta? ella se había encogido de hombros y había hecho una especie de comentario del tipo: «No tengo ni idea», pero daba igual, porque Louisa seguía hablando sobre su sonrisa y sobre sus ojos, que eran grises y, ¡Oh!, no era una maravillosa coincidencia que ese color también fuera su apellido y, ¡Ah, sí!, todos habían visto que se había marchado del brazo de una mujer casada.
Aquello último no la sorprendió. Él mismo le había dicho que se había reunido con una mujer casada justo antes de que tropezara con él.
Sin embargo, Annabel tenía la sensación de que se trataba de otra mujer casada. La de la manta tenía cierta estima por su reputación, y había vuelto a la fiesta antes que él. Nadie tan discreto cometería el error garrafal de salir de la fiesta agarrada de su brazo. Lo que significaba que tenía que ser otra, y eso significaba que había estado con dos mujeres casadas. Santo Dios, era peor de lo que la gente decía.
Annabel se presionó las sienes. No le extrañaba que le doliera la cabeza. Estaba pensando demasiado. Demasiado y sobre cosas demasiado frívolas. Si tenía que obsesionarse, ¿no podía ser con algo que valiera la pena? La nueva Ley sobre el Tratamiento Cruel del ganado estaría bien. O la grave situación de los pobres. Su abuelo había comentado ambas cosas esa semana, por lo que ella no tenía excusas para no estar interesada.
– ¿Te duele la cabeza? -preguntó Louisa. Aunque no le prestaba demasiada atención. Frederick, su basset con exceso de grasa, había visto a otro perro a lo lejos y estaba ladrando-. ¡Frederick! -exclamó, dando un par de pasos tambaleándose antes de recuperar el equilibrio.
Frederick se calló, aunque no estaba claro si era por el tirón de Louisa en la correa o por puro agotamiento. El animal suspiró y, sinceramente, a Annabel le sorprendió que no cayera redondo al suelo.
– Creo que alguien le ha vuelto a dar salchichas -se quejó Louisa.
Annabel apartó la mirada.
– ¡Annabel!
– Parecía que tenía hambre -insistió ella.
Louisa señaló al perro, cuya barriga rozaba la hierba.
– ¿Eso parecía tener hambre?
– Su mirada, sí.
Louisa la miró con escepticismo.
– Tu perro es un excelente mentiroso.
Louisa meneó la cabeza. Seguramente también había puesto los ojos en blanco, pero Annabel estaba mirando a Frederick, que estaba bostezando.
– Sería un excelente jugador de cartas -dijo Annabel, ausente-. Si pudiera hablar. O tuviera dedos.
Louisa le lanzó otra de sus miradas. Annabel se dijo que se le daban muy bien, a pesar de que se las reservaba únicamente para miembros de la familia.
– Te ganaría -dijo Annabel.
– Dudo que sea un cumplido -respondió Louisa.
Era cierto. Louisa era pésima en las cartas. Annabel lo había intentado todo: remigio, mus, veintiuno. Para alguien con tanta habilidad para mantener sus emociones ocultas en público, Louisa era horrible para jugar a las cartas. Sin embargo, seguían jugando, principalmente porque era tan mala que era divertido.
Sabía perder.
Annabel miró a Frederick, que, después de estar de pie unos treinta segundos, se había sentado en la hierba.
– Echo de menos a mi perro -dijo.
Louisa miró por encima del hombro hacia donde estaba su tía.
– ¿Cómo has dicho que se llama?
– Ratón.
– Muy desconsiderado por tu parte.
– ¿Por llamarlo Ratón?
– ¿Acaso no es un perro?
– Podría haberlo llamado Tortuga.
– ¡Frederick! -gritó Louisa, que echó a correr para sacarle algo de la boca al animal. Algo que, sinceramente, Annabel prefería no saber qué era.
– Es mejor que Frederick -dijo Annabel-. Por el amor de Dios, es el nombre de mi hermano.
– Suéltalo, Frederick -farfulló Louisa. Y entonces, sin soltar lo que fuera que el perro había cogido, se volvió hacia Annabel-. Se merece un nombre digno.
– Porque es un perro muy digno, ¿verdad?
Louisa arqueó una ceja y, en aquel momento, era la perfecta imagen de la hija de un duque.
– Los perros merecen nombres decentes.
– ¿Los gatos también?
Louisa emitió un sonido de desprecio.
– Los gatos son otra cosa. Cazan ratones.
Annabel abrió la boca para preguntar, exactamente, cómo afectaba eso a la elección de un nombre para el animal, pero antes de que pudiera decir algo, su prima la agarró del antebrazo y siseó su nombre.
– ¡Au! -Annabel alargó la otra mano e intentó aflojar los dedos de Louisa-. ¿Qué pasa?
– Allí -susurró Louisa con cierta urgencia. Ladeó la cabeza hacia la izquierda, pero de una forma que indicaba que pretendía ser discreta. Aunque no lo estaba siendo. En absoluto-. Sebastian Grey -susurró, al final.
Annabel había oído muchas veces la expresión «tener el corazón en el estómago», incluso ella misma la había dicho alguna vez, pero hasta ahora no la había entendido. Todo su cuerpo parecía estar del revés, como si tuviera el corazón en el estómago, los pulmones en las orejas y el cerebro en algún lugar al este de Francia.
– Vámonos -dijo-. Por favor.
Louisa pareció sorprendida.
– ¿No quieres conocerlo?
– No. -Le daba igual parecer desesperada. Sólo quería marcharse.
– Estás de broma, ¿no? Seguro que sientes curiosidad.
– No. Te lo aseguro. Quiero decir, sí, claro que sí, pero si voy a conocer a ese hombre no quiero que sea así.
Louisa parpadeó varias veces.
– Así, ¿cómo?
– Es que… No estoy preparada.
– Supongo que tienes razón -dijo Louisa, muy pensativa.
Gracias a Dios.
– Seguramente, creerá que debes lealtad a su tío y te tratará con prejuicios.
– Exacto -dijo Annabel, que se agarró al argumento como a un clavo ardiendo.
– O intentará convencerte de que no lo hagas.