– ¿Los tiene todos, lady Louisa? -preguntó el señor Grey.
– Sí, todos. Excepto La señorita Truesdale y el Silencioso Caballero, aunque pienso ponerle remedio de inmediato. -Se volvió hacia Annabel-. ¿Qué teníamos que hacer esta noche? Espero que sea algo que podamos saltarnos. Nada me apetece más que una taza de té y mi libro nuevo.
– Creo que vamos a la ópera -respondió Annabel. La familia de Louisa tenía uno de los mejores palcos del teatro, y ella llevaba semanas esperando esta ocasión.
– ¿Ah sí? -dijo Louisa, con una ausencia absoluta de entusiasmo.
– ¿Preferiría quedarse en casa y leer? -preguntó el señor Grey.
– Por supuesto. ¿Usted no?
Annabel miró a su prima con una mezcla de sorpresa e incredulidad. Normalmente, Louisa era muy tímida y, sin embargo, aquí estaba, charlando animadamente de libros con uno de los solteros más codiciados de Londres.
– Supongo que depende de la ópera -dijo el señor Grey, pensativo-. Y del libro.
– La flauta mágica -lo informó Louisa-. Y La señorita Truesdale.
– ¿La flauta mágica? -exclamó lady Olivia-. El año pasado me la perdí. Tendré que organizarme para asistir este año.
– Yo preferiría La señorita Truesdale a Las bodas de Fígaro -dijo el señor Grey-, aunque quizá no más que La flauta mágica. Sentir el infierno ardiendo en tu corazón tiene algo esperanzador.
– Incluso conmovedor -murmuró Annabel.
– ¿Qué ha dicho, señorita Winslow? -le preguntó él.
Annabel tragó saliva. Sebastian estaba sonriendo con benevolencia, pero reconoció la nota astuta de su voz y se asustó. No podía empezar una batalla con ese hombre y ganar. De eso estaba segura.
– Nunca he visto La flauta mágica -comentó ella.
– ¿Nunca? -preguntó lady Olivia-. ¿Cómo puede ser?
– Me temo que la ópera no suele llegar a Gloucestershire.
– Tiene que ir a verla -la animó lady Olivia-. Tiene que hacerlo.
– Había pensado ir esta noche -respondió Annabel-. La familia de lady Louisa me ha invitado.
– Pero no puede ir si ella se queda en casa leyendo un libro -añadió lady Olivia, con perspicacia. Se volvió hacia Louisa-. Tendrá que dejar las historias de la señorita Truesdale y su caballero silencioso hasta mañana. No puede permitir que la señorita Winslow se pierda la ópera.
– ¿Por qué no nos acompaña? -preguntó Louisa.
Annabel se dijo que la mataría.
– Ha dicho que el año pasado no la vio -continuó Louisa-. Tenemos un palco muy grande. Nunca se llena.
La cara de lady Olivia se iluminó de felicidad.
– Es muy amable. Me encantaría acompañarlas.
– Señor Grey, usted también está invitado, por supuesto -dijo Louisa.
Ahora sí que la mataría, se dijo Annabel. Y de la forma más dolorosa posible.
– Será un placer -dijo él-. Pero debe permitirme que le haga entrega de una copia de La señorita Truesdale y el caballero silencioso a cambio de ese honor.
– Gracias -dijo Louisa, aunque Annabel habría jurado que parecía decepcionada-. Será…
– Haré que se lo lleven a su casa esta misma tarde -continuó él, muy despacio-, para que pueda empezar a leerlo de inmediato.
– Qué considerado, señor Grey -murmuró Louisa. Y se sonrojó. ¡Se sonrojó!
Annabel estaba atónita.
Y celosa, pero prefería no reflexionar demasiado sobre el por qué.
– ¿Puede venir también mi marido? -preguntó lady Olivia-. Últimamente se ha convertido en una especie de ermitaño, pero creo que podremos convencerlo para que vaya a la ópera. Sé que el aria de la Reina de la Noche es una de sus preferidas.
– El infierno ardiendo -dijo el señor Grey-. ¿Quién podría resistirse?
– Por supuesto -respondió Louisa a lady Olivia-. Será un placer conocerlo. Su trabajo parece fascinante.
– Yo estoy terriblemente celoso -murmuró el señor Grey.
– ¿De Harry? -preguntó lady Olivia, volviéndose hacia él con gran sorpresa.
– No imagino placer más grande que pasarme el día leyendo novelas.
– Muy buenas novelas, por cierto -apuntó Louisa.
Lady Olivia chasqueó la lengua, pero dijo:
– Hace algo más que leer. También está la pequeña tarea de traducir.
– Bah. -El señor Grey le restó importancia con un gesto de la mano-. Es insignificante.
– ¿Traducir al ruso? -preguntó Annabel con incredulidad.
Él se volvió hacia ella con una expresión que perfectamente hubiera podido ser condescendiente.
– Estaba utilizando una hipérbole.
Sin embargo, lo había dicho en voz baja y Annabel no creía que Louisa y lady Olivia lo hubieran oído. Las dos estaban charlando de cosas y se habían apartado un poco hacia la derecha, dejándola a ella sola con el señor Grey. Bueno, sola no, ni remotamente, pero era la sensación que tenía.
– ¿Tiene nombre de pila, señorita Winslow? -preguntó él.
– Annabel -respondió ella, con la voz muy formal y bastante incómoda.
– Annabel -repitió él-. Diría que le pega, aunque, ¿cómo iba a saberlo?
Ella apretó los labios, pero estaba retorciendo los dedos de los pies en el interior de las botas.
Él dibujó una sonrisa depredadora.
– Puesto que no nos habíamos conocido hasta hoy.
Ella mantuvo la boca cerrada. No confiaba en lo que haría si hablaba.
Y aquello pareció divertirlo todavía más. Ladeó la cabeza hacia ella, como la personificación del perfecto caballero inglés.
– Será un placer volver a verla esta noche.
– ¿De veras?
Él chasqueó la lengua.
– ¡Qué ácida! Como una limonada sin azúcar.
– Limonada -repitió ella, inexpresiva-. Ya.
Él se inclinó.
– ¿Me pregunto por qué le caigo tan mal?
Annabel miró nerviosa a su prima.
– No puede oírme -dijo él.
– No lo sabe.
Sebastian se volvió hacia Louisa y lady Olivia, que estaban arrodilladas junto a Frederick.
– Están demasiado ocupadas con el perro. Aunque… -Frunció el ceño-. No sé cómo va a poder levantarse Olivia en su estado.
– No le pasará nada -respondió Annabel sin pensar.
Él se volvió hacia ella con las cejas arqueadas.
– No está en un estado tan avanzado.
– Normalmente, entendería que un comentario así proviniera de la voz de la experiencia, pero puesto que usted no tiene experiencia, excepto yo…
– Soy la mayor de ocho hermanos -lo interrumpió Annabel-. Mi madre estuvo embarazada casi toda mi infancia.
– Una explicación que no había tenido en cuenta -admitió él-. Odio cuando me pasa eso.
Annabel quería que le cayera mal. De verdad que quería. Pero él se lo estaba poniendo difícil, con aquella sonrisa torcida y el discreto encanto.
– ¿Por qué ha aceptado la invitación de Louisa para ir a la ópera? -le preguntó ella.
Él la miró fijamente, aunque ella sabía que el cerebro le iba a mil por hora.
– Es el palco de los Fenniwick -respondió él, como si no hubiera otra explicación-. No volveré a tener tan buenos asientos.
Era cierto. La tía de Louisa había presumido de ubicación.
– Y, además, usted parecía tan nerviosa -añadió-, que me ha costado resistirme.
Ella le lanzó una mirada asesina.
– La sinceridad por encima de todo -dijo él, bromeando-. Es mi nuevo credo.
– ¿Nuevo?
Él se encogió de hombros.
– Como mínimo, esta tarde.
– ¿Y durará hasta la noche?
– Hasta que llegue a la ópera, seguro -respondió él, con una pícara sonrisa. Cuando ella no sonrió, añadió-: Venga, señorita Winslow, seguro que tiene sentido del humor.