La señorita Sainsbury y el misterioso coronel. Sí, si escribiera un libro, lo titularía así.
Pero no iba a escribir ningún libro. Bostezó. ¿De dónde sacaría el tiempo? Miró la pequeña mesa, donde sólo había una taza de té frío. ¿O el papel?
El sol ya había empezado a asomar por el horizonte. Tendría que volver a meterse en la cama. Seguramente, podría dormir unas horas antes de tener que levantarse e ir a casa de Harry a desayunar.
Miró por la ventana, donde la luz oblicua de la mañana entraba por el cristal.
Se detuvo. Le gustaba cómo sonaba.
«La luz oblicua de la mañana entraba por el cristal.»
No, no quedaba claro. Cualquiera podría pensar que se trataba del cristal de una copa de brandy.
«La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana.»
Aquello estaba mejor. Pero necesitaba algo más.
«La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana, y la señorita Anne Sainsbury estaba acurrucada debajo de la delgada manta preguntándose, como solía hacer, de dónde sacaría el dinero para poder comer al día siguiente.»
Era realmente bueno. Hasta él quería saber qué le pasaba a la señorita Sainsbury, y se lo estaba inventando.
Se mordió el labio inferior. Quizá debería escribirlo. Y hacer que la heroína tuviera un perro.
Se sentó frente a la mesa. Papel. Necesitaba papel. Y tinta. Seguro que encontraba algo en los cajones.
«La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana, y la señorita Anne Sainsbury estaba acurrucada debajo de la delgada manta preguntándose, como solía hacer, de dónde sacaría el dinero para poder comer al día siguiente. Deslizó la mirada hasta su fiel perro pastor escocés, que estaba tendido en la alfombra a los pies de la cama, y supo que había llegado el momento de tomar una decisión trascendental. La vida de sus hermanos dependía de ello.»
Fíjate. Un párrafo entero. Y no le había costado nada.
Sebastian levantó la mirada y se volvió hacia la ventana. La luz oblicua de la mañana seguía entrando por la ventana.
La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana y Sebastian Grey era feliz.
CAPÍTULO 01
Mayfair, Londres,
Primavera de 1822.
– La clave para un matrimonio feliz -pontificó lord Vickers-, es mantenerse alejado de la esposa.
En condiciones normales, una frase como esa poco alteraría la vida y el destino de la señorita Annabel Winslow, pero había diez motivos por los que la frase de lord Vickers le resultaba especialmente dolorosa.
Uno, que lord Vickers era su abuelo materno, lo que implicaba que, dos, la esposa en cuestión era su abuela, quien, tres, recientemente había decidido arrancar a Annabel de su tranquila y feliz vida en Gloucestershire y, en sus propias palabras, «pulirla y casarla».
Igual de importante era que, cuatro, lord Vickers estaba hablando con lord Newbury, quien, cinco, había estado casado, y aparentemente había sido feliz, pero, seis, su esposa había muerto y ahora era viudo y, siete, su hijo había muerto el año pasado sin descendencia.
Lo que significaba que, siete, lord Newbury estaba buscando esposa y, ocho, que creía que una alianza con Vickers estaría bien, y, nueve, que le había echado el ojo a Annabel porque, diez, tenía las caderas anchas.
Maldición. ¿Había enumerado dos sietes?
Annabel suspiró, porque era lo máximo que le permitían mientras estaba sentada en el sofá. Poco importaba que hubiera once puntos en lugar de diez. Sus caderas eran sus caderas y, ahora mismo, lord Newbury estaba decidiendo si su próximo heredero se pasaría nueve meses entre ellas.
– ¿Has dicho que es la mayor de ocho hermanos? -murmuró lord Newbury, mientras la miraba con aire pensativo.
«¿Con aire pensativo?» No era lo más adecuado. Parecía que estaba a punto de relamerse los labios.
Annabel miró a su prima, lady Louisa McCann, con inquietud. Louisa había venido a visitarla aquella tarde y se lo estaban pasando en grande hasta que lord Newbury hizo su inesperada entrada. El rostro de Louisa estaba perfectamente sereno, como siempre que estaba en reuniones sociales, pero Annabel vio que abría los ojos con compasión.
Si Louisa, cuyos modales y actitud eran inalterablemente correctos, independientemente de la ocasión, no podía borrar el horror de su cara, Annabel sabía que estaba metida en un buen lío.
– Además -añadió lord Vickers, con gran orgullo-, todos nacieron sanos y fuertes. -Alzó la copa en un brindis silencioso por su hija mayor, la fecunda Frances Vickers Winslow a quien, Annabel no pudo evitar recordar, solía referirse como «esa tonta que se casó con ese maldito tonto».
A lord Vickers no le hizo ninguna gracia que su hija se casara con un caballero de campo sin demasiado dinero. Y, por lo que Annabel sabía, no había cambiado de opinión.
La madre de Louisa, en cambio, se había casado con el hijo menor del duque de Fenniwick, apenas tres meses antes de que el hijo mayor del duque decidiera ir a saltar con un caballo mal entrenado y se rompiera su noble cuello. Había sido, en palabras de lord Vickers, «muy oportuno».
Para la madre de Louisa, claro; no para el heredero muerto. Ni para el caballo.
No era extraño que los caminos de Annabel y Louisa apenas se hubieran cruzado antes de esta primavera. Los Winslow, amontonados con su numerosa prole en una pequeña casa, tenían poco en común con los McCann que, cuando no habitaban su mansión palaciega de Londres, se trasladaban a un antiguo castillo que había junto a la frontera con Escocia.
– El padre de Annabel tenía nueve hermanos -dijo lord Vickers.
Annabel se volvió hacia él con cautela. Era lo más cerca que su abuelo había estado de elogiar a su padre, descansara en paz.
– ¿De veras? -preguntó lord Newbury, mirando a Annabel con unos ojos más resplandecientes que nunca. Annabel apretó los labios, entrelazó los dedos de las manos en el regazo y se preguntó qué podría hacer para desprender un aspecto de infertilidad.
– Y, por supuesto, nosotros tenemos siete hijos -añadió lord Vickers, agitando la mano en el aire con ese movimiento de modestia tan propio de los hombres cuando no son modestos.
– No te mantuviste lejos de tu esposa tanto como dices, ¿eh? -se rió lord Newbury.
Annabel tragó saliva. Cuando Newbury se reía o, mejor dicho, cuando hacía cualquier movimiento, las mejillas le colgaban y zangoloteaban. Era una visión terrible que le recordaba a la gelatina de pata de ternero que el ama de llaves le obligaba a tomarse cuando estaba enferma. Realmente, bastaba para que cualquier jovencita echara a correr.
Intentó calcular cuánto tiempo tendría que pasar sin comer para reducir de forma significativa el tamaño de sus caderas, preferiblemente hasta una anchura considerada inaceptable para engendrar hijos.
– Piénsalo -dijo lord Vickers, dando una palmada en la espalda a su viejo amigo.
– Lo estoy pensando -respondió lord Newbury. Se volvió hacia Annabel, con los ojos azul claro llenos de interés-. Te prometo que lo estoy pensando.
– Pensar está sobrevalorado -anunció lady Vickers. Alzó una copa de jerez en honor de nadie en particular y se la bebió.
– Había olvidado que estabas aquí, Margaret -dijo lord Newbury.
– Yo nunca me olvido -se quejó lord Vickers.
– Me refiero a los caballeros, por supuesto -dijo lady Vickers, ofreciendo la copa vacía a cualquiera de los dos hombres que la cogiera primero para volver a llenársela-. Una dama siempre tiene que estar pensando.
– Ahí es donde no estamos de acuerdo -dijo Newbury-. Mi Margaret se guardaba sus pensamientos para ella. La nuestra fue una unión espléndida.