Выбрать главу

Su tío.

Sebastian se tensó y apenas contuvo un gruñido. No sabía por qué se sorprendía; era perfectamente lógico que el conde de Newbury acudiera a la ópera, y más si iba en busca de nueva esposa. Sin embargo, hasta ahora estaba de muy buen humor. Parecía casi un crimen que su tío estuviera allí para estropearlo.

Normalmente, se habría desviado para evitarlo. Seb no era ningún cobarde, pero, en serio, ¿por qué seguir adelante si sabes que te vas a encontrar con algo desagradable?

Por desgracia, esta vez no tenía escapatoria. Su tío lo había visto, y Sebastian sabía que Newbury sabía que lo había visto. Además, cuatro caballeros habían visto cómo se veían, y aunque Seb no se considerara un cobarde por evitar a su tío, otros quizá sí lo hicieran.

No era tan iluso como para creer que le daba igual la opinión de los demás. No iba a permitir que medio Londres susurrara que le tenía miedo a su tío.

Además, puesto que era imposible evitarlo, se propuso llevar su actitud hasta el otro extremo y se aseguró de que sus pasos lo llevaran directamente hasta él.

– Tío -dijo, deteniéndose ligeramente para saludarlo.

Su tío frunció el ceño, pero se quedó tan sorprendido por la interpelación directa que no tuvo tiempo para pensar una respuesta mordaz. Sólo inclinó la cabeza, junto con un gruñido, puesto que sus labios eran incapaces de pronunciar el nombre de Sebastian.

– Un placer verte, como siempre -añadió Sebastian, con una amplia sonrisa-. No sabía que te gustaba la música. -Y entonces, antes de que Newbury pudiera hacer algo más que rechinar los dientes, volvió a inclinarse y se marchó.

En resumen, un encuentro positivo. Y mejoraría cuando el conde se diera cuenta de que su sobrino estaba sentado en el palco de los Fenniwick. Newbury era un esnob y seguramente se enfurecería cuando viera que Sebastian tenía mejores asientos que él.

Aunque esa no había sido su intención al aceptar la invitación de lady Louisa, pero ¿quién era él para discutir una ayuda inesperada?

Cuando llegó al palco, vio que lady Louisa y la señorita Winslow ya habían llegado, junto con lady Cosgrove y lady Wimbledon, que, si no le fallaba la memoria, eran hermanas del duque de Fenniwick. El duque no estaba, a pesar de que el palco iba a su nombre.

Sebastian se fijó que lady Louisa estaba flanqueada por ambas tías. En cambio, la señorita Winslow se encontraba sola en la primera fila. Sin duda, lady C y lady W querían proteger a su sobrina de su insidiosa influencia.

Sonrió. Mucho mejor influir en la señorita Winslow, que, no pudo evitar fijarse, estaba deliciosa con su vestido de color verde manzana.

– ¡Señor Grey! -exclamó lady Louisa cuando lo vio.

Él se inclinó.

– Lady Louisa, lady Cosgrove, lady Wimbledon. -Y entonces, volviéndose un poco y sonriendo de una forma distinta, añadió-: Señorita Winslow.

– Señor Grey -respondió ella. Se sonrojó un poco, algo inapreciable bajo la luz de las velas. Pero bastó para que él sonriera por dentro.

Sebastian comprobó cómo estaban sentadas las señoras y enseguida se alegró de haber venido temprano y solo. Las opciones eran: en la primera fila con la señorita Winslow, el único asiento libre en la fila del medio, junto a la seria lady Wimbledon, o en la última fila, esperando a los demás invitados.

– No puedo permitir que la señorita Winslow se siente sola -dijo, y se sentó a su lado.

– Señor Grey -repitió ella-. Creía que sus primos también querían venir.

– Y vendrán. Pero no les venía de paso pasar a recogerme. -Se volvió para incluir a lady Louisa en la conversación-. Puesto que no vivo por donde pasarán.

– Ha sido muy amable por no insistir -dijo lady Louisa.

– La amabilidad no ha tenido nada que ver -mintió él-. Habrían insistido en mandarme el carruaje antes de arreglarse, lo que significa que yo habría tenido que vestirme una hora antes.

Lady Louisa se rió y entonces, como si de repente se hubiera acordado, dijo:

– ¡Ah! Debo darle las gracias por el libro.

– Ha sido un placer -murmuró él.

– ¿Qué libro? -preguntó una de las tías.

– Le habría enviado uno a usted -le dijo a la señorita Winslow mientras lady Louisa hablaba con su tía-, pero no sabía dónde vive.

La señorita Winslow tragó saliva algo incómoda y dijo:

– Ah, no pasa nada. Seguro que Louisa me deja el suyo cuando haya terminado.

– Uy, no -respondió lady Louisa, inclinándose hacia delante-. Este no lo prestaré nunca. Está firmado por la autora.

– ¿Firmado por la autora? -exclamó lady Cosgrove-. ¿De dónde ha sacado una copia autografiada?

Seb se encogió de hombros.

– Lo encontré el año pasado. Y pensé que a lady Louisa le gustaría.

– Me encanta -respondió ella, de corazón-. Es uno de los mejores regalos que he recibido en la vida.

– Tienes que dejarme verlo -le dijo lady Wimbledon a lady Louisa-. La señora Gorely es una de mis autoras preferidas. ¡Tiene una imaginación!

Seb se preguntó cuántas copias más autografiadas sería creíble que se hubiera encontrado. Estaba claro que era un regalo mucho mejor que cualquier otra cosa que pudiera comprar. Decidió sentar las bases de su historia desde ahora mismo.

– Encontré una colección entera en una librería el otoño pasado -dijo, encantado con su inventiva. Ahora tenía tres oportunidades más de hacer un regalo autografiado. ¿Quién sabe cuándo iba a necesitar más?

– No puedo pedirle que deje la colección incompleta -murmuró lady Louisa, con la obvia esperanza de que Sebastian le dijera que no le importaba.

– No me importa -le aseguró-. Es lo mínimo que puedo hacer a cambio de un asiento tan excepcional en la ópera. -Aprovechó la ocasión para incluir a la señorita Winslow en la conversación-. Tiene mucha suerte de ver su primera ópera desde aquí.

– Estoy impaciente -dijo ella.

– ¿Tanto que no le importa sentarse a mi lado? -preguntó él en voz baja.

Vio que ella intentaba no sonreír.

– Por supuesto.

– Siempre me dicen que soy bastante encantador -le dijo.

– ¿Ah sí?

– ¿Si soy encantador?

– No. -Volvió a esforzarse por no reír-. Si se lo dicen.

– Ah. De vez en cuando. Aunque mi familia, no.

Esta vez sí que sonrió. Sebastian se quedó absurdamente complacido.

– Naturalmente, vivo para molestarlos -comentó.

Ella se rió.

– Seguro que no es el mayor.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque los hermanos mayores odiamos molestar.

– ¿Ah sí?

Ella parpadeó, sorprendida.

– ¿Es el mayor?

– Me temo que soy hijo único. Una gran decepción para mis padres.

– Ah, entonces eso lo explica todo.

Una respuesta que no pudo ignorar.

– Explíquese, por favor.

Ella se volvió hacia él, absolutamente implicada en la conversación. Su expresión quizás era un poco altanera, pero a Sebastian le gustaba esa mirada astuta en sus ojos.

– Bueno -dijo, de forma tan oficiosa que, si no hubiera sabido que era la hermana mayor, lo habría adivinado-. Como hijo único, ha crecido sin compañía y, por lo tanto, nunca ha aprendido a interactuar con sus congéneres.

– Fui a la escuela -respondió él, ligeramente.

Ella agitó la mano en el aire.

– Da igual.

Él esperó un momento, y luego repitió:

– ¿Da igual?

Ella parpadeó.

– Seguro que quiere añadir algo.

Ella se lo pensó.

– No.

Él hizo otra pausa y ahora ella añadió:

– ¿Es necesario?

– Por lo visto no, si eres el mayor y lo suficientemente grande como para pegar a tus hermanos.

Ella abrió los ojos como platos y estalló a reír; un sonido precioso y gutural que no era en absoluto musical. La señorita Winslow no reía con delicadeza.

A Sebastian le encantaba.