– Nunca he pegado a nadie que no lo mereciera -le respondió, cuando recuperó la compostura.
Él se rió con ella.
– Pero, señorita Winslow -dijo, fingiendo sorpresa-, acabamos de conocernos. ¿Cómo puedo confiar en usted?
Ella sonrió con picardía.
– No puede.
El corazón de Sebastian dio un peligroso vuelco. Por lo visto, no podía apartar la mirada de la comisura de los labios de Annabel, aquel pequeño punto donde la piel se plegaba y se curvaba. Tenía unos labios preciosos, carnosos y rosados, y se dijo que le gustaría volver a besarlos ahora que había tenido la oportunidad de contemplarla a la luz del día. Se preguntó si sería distinto ahora que podía formarse una imagen de ella en color mientras la besaba.
Se preguntó si sería distinto ahora que sabía su nombre.
Ladeó la cabeza, como si ese movimiento lo ayudara a verla mejor. Y funcionó, y se dio cuenta de que sí, que sería distinto.
Mejor.
Evitó tener que reflexionar sobre el significado de aquella admisión porque justo en ese momento llegaron sus primos. Harry y Olivia aparecieron con las mejillas sonrosadas y un poco despeinados y, después de saludar a los ocupantes del palco, los no tan recién casados se sentaron en la última fila.
Sebastian volvió a ocupar su asiento. No era como si estuviera solo con la señorita Winslow; había seis personas más en el palco, y eso sin mencionar a los cientos de asistentes a la ópera. Pero estaban solos en la primera fila y, de momento, era más que suficiente.
Se volvió para mirarla. Annabel estaba asomada al palco, con los ojos llenos de emoción. Sebastian intentó recordar la última vez que había sentido esa emoción. Cuando regresó de la guerra, se instaló en Londres y todo eso (las fiestas, la ópera, los flirteos) se había convertido en una rutina. Disfrutaba mucho, obvia decirlo, pero no podría decir que hubiera algo en particular que lo emocionara de verdad.
Entonces, ella se volvió. Lo miró y sonrió.
«Hasta ahora.»
CAPÍTULO 10
Annabel contuvo el aliento cuando las luces de la Royal Opera House se apagaron. Había esperado esta noche desde su llegada a la ciudad y apenas podía esperar para explicar todos los detalles a sus hermanas en una larguísima carta. Pero ahora, mientras se levantaba el telón y revelaba un escenario casi vacío, se dio cuenta de que no sólo quería que fuera un espectáculo increíble, sino que lo necesitaba.
Porque, si no era increíble, si no era todo lo que había soñado, no iba a distraerla del hombre que tenía sentado al lado y cuyos movimientos parecían agitar el aire lo suficiente para que se le erizara la piel.
No tenía ni que tocarla para ponerle la piel de gallina. Y eso eran muy malas noticias.
– ¿Conoce la historia? -oyó que le susurraba una cálida voz en el oído.
Annabel asintió, a pesar de que apenas tenía un vago conocimiento sobre el libreto. En el programa había leído una sinopsis, que Louisa le había dicho que era obligatorio leer para cualquiera que no supiera alemán, pero Annabel no había tenido tiempo de acabarla antes de que llegara el señor Grey.
– Un poco -susurró ella-. Por encima.
– Ese es Tamino -dijo él, señalando al joven que había hecho su entrada en escena-. Nuestro héroe.
Annabel asintió, y entonces contuvo el aliento cuando apareció una monstruosa serpiente retorciéndose en el escenario.
– ¿Cómo han hecho eso? -no pudo evitar murmurar.
Sin embargo, antes de que el señor Grey pudiera responderle, Tamino se desmayó de miedo.
– A mí nunca me ha parecido demasiado heroico -dijo el señor Grey.
Ella lo miró.
Él encogió un hombro.
– Un héroe no debería desmayarse en la primera página.
– ¿La primera página?
– En la primera escena -corrigió él.
Annabel estaba de acuerdo. Estaba mucho más interesada en el hombre con un abrigo de plumas que había aparecido, acompañado por tres mujeres que enseguida mataron a la serpiente.
– Ellas no son cobardes -susurró Annabel para sí misma.
A su lado, oyó cómo el señor Grey sonreía. Lo oyó sonreír. ¿Cómo era posible? No lo sabía, pero cuando miró su perfil de reojo vio que era cierto. Estaba observando a los cantantes, con la barbilla ligeramente levantada, mientras recorría la platea con la mirada, y sus labios dibujaban una delicada sonrisa de afinidad.
Annabel contuvo el aliento. Así, a media luz, recordó la primera vez que lo vio, en el brezal. ¿De verdad que sólo hacía un día de esa noche? Parecía extraño que sólo hubieran pasado veinticuatro horas desde su encuentro accidental. Se sentía distinta por dentro, y mucho más cambiada de lo que debería estar permitido en un solo día.
Deslizó la mirada hasta sus labios. La sonrisa había desaparecido y ahora parecía absolutamente concentrado en el drama del escenario. Y entonces…
Se volvió.
Ella estuvo a punto de apartar la mirada. Pero no lo hizo. Sonrió. Sólo un poco.
Y él también sonrió.
Annabel se colocó las manos encima del estómago, que se estaba retorciendo de las formas más extrañas. No debería flirtear con ese hombre. Era un juego peligroso que no iba a ningún sitio, y ella era más lista que eso. Sin embargo, no podía evitarlo. Ese hombre tenía algo irresistible y contagioso. Era su flautista de Hamelín particular y, cuando lo tenía cerca, se sentía…
Se sentía distinta. Especial. Como si su existencia tuviera algún motivo más que el simple hecho de encontrar marido y tener un hijo, y hacerlo en ese orden, con la persona adecuada, como la que habían elegido sus abuelos, y…
Se volvió hacia el escenario. No quería pensar en eso. Se suponía que tenía que ser una gran noche. Una noche maravillosa.
– Y ahora él se enamorará -le susurró al oído el señor Grey.
Ella no lo miró. No confiaba en su propia reacción si lo hacía.
– ¿Tamino? -murmuró.
– Las mujeres le enseñarán un retrato de Pamina, la hija de la Reina de la Noche. Y se enamorará de ella al instante.
Annabel se inclinó hacia delante, aunque no iba a ver el retrato desde lo alto del palco. Sabía que sólo era una fantasía, pero, de todas formas, ese retratista tenía que ser un genio.
– Siempre siento curiosidad por el retratista -dijo el señor Grey-. Debe de ser tremendamente bueno.
Annabel se volvió hacia él en seco y parpadeó.
– ¿Qué le pasa? -preguntó él.
– Nada -respondió ella, que estaba un poco mareada-. Es que… Estaba pensando exactamente lo mismo.
Él volvió a sonreír, pero esta vez fue distinto. Casi como si… No, no podía ser eso. No podía sonreírle como si hubiera encontrado a su alma gemela. Porque no podían ser almas gemelas. Annabel no podía permitirlo. Sería insoportable.
Decidida a disfrutar más de la ópera que de la intermitente narración del señor Grey, se concentró en el escenario y se dejó llevar por la historia. Era un relato ridículo pero la música era tan maravillosa que no le importaba.
Cada cierto tiempo, el señor Grey continuaba con sus comentarios, que Annabel tenía que admitir que la ayudaban mucho a entender la historia. Sus palabras eran una mezcla de narración y observación, y ella no podía evitar estar entretenida. Oía el crujido de su ropa cuando se acercaba, notaba la calidez de sus labios cuando se pegaba a su oído. Y entonces oía sus palabas, siempre astutas, normalmente divertidas, que le hacían cosquillas y provocaban que su corazón diera un vuelco.
Tenía que ser la forma más maravillosa de experimentar la ópera.
– Es la escena final -susurró él, cuando en el escenario se representaba una especie de juicio.
– ¿De la obra? -preguntó ella, sorprendida. El héroe y la heroína ni siquiera se habían conocido.
– Del primer acto -dijo él.
– Ah. -Por supuesto. Se volvió hacia delante y, a los pocos minutos, Tamino y Pamina por fin se veían por primera vez, se abrazaban…