… Y los separaban.
– Bueno -dijo Annabel mientras bajaba el telón-, supongo que si no los separasen antes del final de la escena, no habría segundo acto.
– Parece que desconfía de esta historia de amor -dijo el señor Grey.
– Tiene que admitir es un poco inverosímil que él se enamore de ella por un retrato y ella se enamore de él por… -Arrugó las cejas-. ¿Por qué se enamora de él?
– Porque Papageno le dijo que vendría a salvarla -intervino Louisa, inclinándose hacia delante.
– Ah, es verdad -respondió Annabel, con los ojos en blanco-. Se enamora de él porque un hombre cubierto de plumas le dice que un hombre al que no conoce la salvará.
– ¿No cree en el amor a primera vista, señorita Winslow? -le preguntó el señor Grey.
– Yo no he dicho eso.
– Entonces, sí que cree.
– No es que crea o deje de creer -respondió Annabel, que no se fiaba del brillo de los ojos de Sebastian-. Yo no lo he visto nunca, pero eso no significa que no exista. Además, en este caso no es amor a primera vista porque ella ni siquiera lo ha visto.
– Es difícil rebatir un argumento tan lógico -murmuró él.
– Eso espero.
Él chasqueó la lengua, y luego frunció el ceño cuando se volvió hacia la última fila.
– Parece que Harry y Olivia han desaparecido -dijo.
Annabel se volvió y miró por encima del hombro.
– Espero que no les haya pasado nada.
– No, le aseguro que están estupendamente -respondió el señor Grey, recalcando la última palabra.
Annabel se sonrojó, porque aunque no estaba segura del todo de a qué se refería, estaba convencida de que no era algo apropiado para sus oídos.
El señor Grey debió de ver cómo se sonrojaba, porque chasqueó la lengua y se inclinó hacia ella con un brillo pícaro en los ojos. Su expresión transmitía algo peligrosamente íntimo, como si la conociera, o como si fuera a hacerlo, o como si quisiera conocerla o…
– Annabel -intervino Louisa en voz alta-, ¿me acompañas a la sala de descanso?
– Por supuesto. -Annabel no tenía muchas ganas de «descansar», pero si algo había aprendido en Londres, era que nunca se debía rechazar la invitación de otra dama para acompañarla a la sala de descanso. No estaba segura de por qué se hacía así, pero una vez había declinado la invitación y más tarde le dijeron que era de mala educación.
– Esperaré su regreso -dijo el señor Grey, levantándose.
Annabel asintió y siguió a Louisa fuera del palco. Apenas habían dado dos pasos cuando su prima la agarró del brazo y, con tono urgente, susurró:
– ¿De qué habéis estado hablando?
– ¿Con el señor Grey?
– Claro que con el señor Grey. Vuestras cabezas han estado prácticamente pegadas durante todo el acto.
– Es imposible.
– Te aseguro que no es imposible. Y estáis en primera fila. Os habrá visto todo el mundo.
Annabel empezó a ponerse nerviosa.
– ¿Qué quieres decir con todo el mundo?
Louisa miró furtivamente a su alrededor. La gente empezaba a salir de los palcos, todos vestidos con sus mejores galas.
– No sé si lord Newbury habrá venido -susurró-, pero si no está aquí, muy pronto se enterará de esto.
Annabel tragó saliva, muy nerviosa. No quería poner en peligro su inminente compromiso con el conde, pero, al mismo tiempo…
Quería hacerlo desesperadamente.
– Y no me preocupa lord Newbury -continuó Louisa, que pasó su brazo por el hueco del de Annabel para tenerla más cerca-. Sabes que rezo cada día para que esa unión no llegue a buen puerto.
– ¿Entonces…?
– La abuela Vickers -la interrumpió Louisa-. Y lord Vickers. Se enfurecerán si creen que has saboteado la unión a propósito.
– Pero si yo…
– Es lo que pensarán. -Louisa tragó saliva y bajó la voz cuando alguien giró hacia ellas-. Es Sebastian Grey, Annabel.
– ¡Ya lo sé! -respondió ella, agradecida de, por fin, poder hablar-. Mira quién habla. Has flirteado con él toda la noche.
Louisa se quedó afligida, aunque sólo un momento.
– Oh, Dios mío -dijo-. Estás celosa.
– No lo estoy.
– Sí que lo estás. -Se le iluminaron los ojos-. Es maravilloso. Y un desastre -añadió, casi como si se le hubiera ocurrido una décima de segundo después-. Es un desastre maravilloso.
– Louisa. -Annabel quería frotarse los ojos. De repente, estaba agotada. Y no demasiado segura de que la vivaz mujer que tenía delante fuera la tímida de su prima.
– Cállate. Escucha. -Louisa miró a su alrededor y soltó un gruñido de frustración. Arrastró a Annabel hasta un nicho en la pared y cerró la cortina de terciopelo para tener un poco de intimidad-. Tienes que irte a casa.
– ¿Qué? ¿Por qué?
– Tienes que irte a casa ahora mismo. El escándalo ya será de proporciones considerables con lo que ha pasado hasta ahora.
– ¡Sólo he hablado con él!
Louisa la agarró por los hombros y la miró fijamente a los ojos.
– Con eso basta. Confía en mí.
Annabel se fijó en la expresión seria de su prima y asintió. Si Louisa le decía que tenía que irse a casa, es que tenía que irse a casa. Conocía ese mundo mucho mejor que ella. Sabía cómo navegar entre las tenebrosas aguas de la sociedad londinense.
– Con un poco de suerte, otra persona montará una escena en el segundo acto y todos se olvidarán de ti. Les diré a todos que te has sentido indispuesta y entonces… -Louisa abrió los ojos con alarma.
– ¿Qué?
Meneó la cabeza.
– Que tendré que asegurarme de que el señor Grey se queda hasta el final de la obra. Si él también se marcha antes, todos darán por sentado que os habéis marchado juntos.
Annabel palideció.
Louisa meneó la cabeza.
– Puedo hacerlo. No te preocupes.
– ¿Estás segura? -Porque ella no lo estaba. Louisa no era famosa por tener mucha seguridad en sí misma.
– Sí, claro -respondió esta, que parecía que, aparte de Annabel, también intentaba convencerse a sí misma-. En realidad, es mucho más fácil hablar con él que con la mayoría de hombres.
– Ya me he dado cuenta -dijo Annabel, con un hilo de voz.
Louisa suspiró.
– Sí, me imagino. Muy bien, tienes que irte a casa y yo…
Annabel esperó.
– Iré contigo -terminó la frase Louisa, con decisión-. Será mucho mejor así.
Annabel sólo pudo parpadear.
– Si me voy contigo, nadie sospechará nada, aunque el señor Grey también se vaya. -Louisa se encogió de hombros con vergüenza-. Es una de las ventajas de gozar de una reputación intachable.
Antes de que Annabel le preguntara qué quería decir eso de su propia reputación, Louisa continuó:
– Tú eres una desconocida, pero yo… Nadie sospecha nunca nada de mí.
– ¿Estás diciendo que deberían? -preguntó Annabel, con cautela.
– No. -Louisa meneó la cabeza, casi con nostalgia-. Nunca hago nada malo.
Sin embargo, mientras salían de detrás de la cortina de terciopelo, Annabel habría jurado que había oído susurrar a su prima:
– Por desgracia.
Tres horas después, Sebastian entró en el club, todavía furioso por cómo se había estropeado la noche de repente. Le dijeron que la señorita Winslow se había sentido indispuesta en el entreacto y que se había ido a casa con la señorita Louisa, que había insistido en acompañarla.
Aunque Sebastian no se lo creía. La señorita Winslow era la viva imagen de la salud, y la única forma en que hubiera podido indisponerse era si la hubiera atacado un leproso en la escalera.
Lady Cosgrove y lady Wimbledon, liberadas de sus funciones de carabinas, también se marcharon y dejaron el palco a sus invitados. Olivia enseguida se sentó en primera fila y dejó un programa en la silla de su lado para Harry, que había ido al vestíbulo.