Sebastian se había quedado durante el segundo acto, básicamente porque Olivia había insistido. Estaba dispuesto a marcharse a casa y escribir (el leproso en la escalera le había dado todo tipo de ideas), pero Olivia lo pegó a la silla y le siseó:
– Si te vas, todo el mundo creerá que te has marchado con la señorita Winslow y no permitiré que arruines la reputación de esa pobre chica en su primera temporada en Londres.
– Se ha ido con lady Louisa -protestó-. ¿Tan imprudente me consideras como para enzarzarme en un ménage à trois con eso?
– ¿Eso?
– Ya sabes a qué me refiero -respondió él, con una mueca.
– La gente creerá que es una estratagema -le explicó Olivia-. Puede que la reputación de lady Louisa sea intachable, pero la tuya no, y por cómo te has comportado con la señorita Winslow durante el primer acto…
– Estaba hablando con ella.
– ¿De qué habláis? -Era Harry, que había regresado del vestíbulo, y necesitaba pasar por delante de ellos para sentarse.
– De nada -respondieron los dos al unísono, mientras apartaban las piernas para dejarlo pasar.
Harry arqueó las cejas, pero se limitó a bostezar.
– ¿Dónde han ido todas? -preguntó, mientras tomaba asiento.
– La señorita Winslow se ha sentido indispuesta -le explicó Olivia-. La señorita Louisa la ha acompañado a su casa. Y las dos tías también se han marchado.
Harry se encogió de hombros, puesto que normalmente le interesaba más la ópera que los chismorreos, y empezó a leer el libreto.
Sebastian se volvió hacia Olivia, que lo estaba mirando fijamente otra vez.
– ¿Todavía no has terminado?
– Deberías ser más cauto -dijo Olivia en voz baja.
Sebastian miró a Harry. Estaba concentrado en el libreto, aparentemente ajeno a la conversación.
Lo que, conociendo a Harry, significaba que lo estaba escuchando todo.
Pero Sebastian decidió que no le importaba.
– ¿Desde cuándo eres la salvadora de la señorita Winslow? -le preguntó.
– No lo soy -respondió ella, mientras encogía sus elegantes hombros-. Pero está claro que es nueva en la ciudad y necesita buenos consejos. Aplaudo la decisión de lady Louisa de acompañarla a casa.
– ¿Cómo sabes que lady Louisa la ha acompañado a casa?
– Oh, Sebastian -respondió ella, lanzándole una mirada impaciente-. ¿Cómo puedes preguntar eso?
Y allí terminó todo. Hasta que llegó al club.
Que es donde se desató la tormenta.
CAPÍTULO 11
– ¡Cabrón!
Normalmente, Sebastian era un tipo observador, bendecido con unos buenos reflejos y un acusado sentido de la defensa, pero cuando entró en el club tenía la mente puesta en una sola cosa: la curva de los labios de la señorita Winslow, y no prestó demasiada atención a su alrededor.
Y, por lo tanto, no vio a su tío.
O, mejor dicho, el puño de su tío.
– ¿Qué diablos…?
La fuerza del golpe lo empotró contra una pared, con lo cual el hombro le dolía casi tanto como el ojo, que seguramente ya se estaba poniendo morado.
– Desde el mismo momento en que naciste -dijo su tío, furioso-, he sabido que no tenías moral ni disciplina, pero esto…
¿Esto? ¿Qué era esto?
– Esto -continuó su tío, con la voz temblorosa por la ira-, esto es caer demasiado bajo, incluso para ti.
«Desde el mismo momento que nací», pensó Seb con algo parecido a la exasperación. «Desde el mismo momento en que nací.» Bueno, al menos en eso su tío tenía razón. Ya en sus primeros recuerdos familiares, su tío estaba enfadado y serio, siempre insultando, siempre buscando formas para que un crío se sintiera mal. Más adelante, Sebastian se dio cuenta de que el rencor era inevitable. Newbury nunca había apreciado al padre de Sebastian, su hermano menor, con el que apenas se llevaba once meses. Adolphus Grey siempre había sido más alto, más atlético y más apuesto que su hermano mayor. Y, seguramente, más inteligente, aunque a su padre nunca le habían gustado los libros.
Y en cuanto a la madre de Seb, lord Newbury siempre la había considerado poco para la familia.
Y a Sebastian lo consideraba la semilla del diablo.
Seb había aprendido a vivir con eso. Y, de vez en cuando, no defraudaba a su tío. Tampoco le importaba demasiado. Su tío era un estorbo, un insecto molesto y enorme. La estrategia era la misma: ignorarlo y, si no era posible, aplastarlo.
Aunque no lo dijo, porque ¿qué iba a conseguir? En lugar de eso, se incorporó, apenas consciente del público que se había reunido a su alrededor.
– ¿De qué diablos estás hablando?
– De la señorita Vickers -dijo Newbury entre dientes.
– ¿Quién? -preguntó Seb, distraído. Seguramente, debería prestar más atención a lo que su tío estaba diciendo, pero es que el ojo le dolía mucho. El moretón le duraría una semana. ¿Quién habría dicho que ese vejestorio tenía tanta fuerza?
– No se llama Vickers -corrigió alguien.
Sebastian se apartó la mano del ojo y parpadeó con cuidado. Maldita sea. Seguía viendo borroso. Su tío compensaba el músculo que le faltaba con kilos y, por lo visto, los había puesto todos en el puño.
Varios caballeros se habían colocado a su alrededor, con la esperanza de que se pelearan, algo que por supuesto no harían. Sebastian nunca golpearía a su tío, por mucho que se lo mereciera. Si golpeaba a Newbury, seguro que resultaría una sensación demasiado deliciosa para resistirla y, entonces, tendría que hacerlo papilla. Y eso sería de muy mala educación.
Además, nunca perdía los nervios. Nunca jamás. Todo el mundo lo sabía y, si no lo sabían, deberían.
– ¿Podrías explicarme quién es la señorita Vickers? -preguntó Sebastian, adoptando una postura insolente.
– No es una Vickers -dijo alguien-. Su madre era una Vickers. Su padre viene de otra familia.
– Winslow -le espetó el conde-. Se llama Winslow.
Seb empezó a notar un cosquilleo en los dedos. Quizás incluso hubiera cerrado el puño derecho.
– ¿Qué le pasa a la señorita Winslow?
– ¿Finges que no lo sabes?
Seb se encogió de hombros, aunque necesitó toda la concentración del mundo para controlar el gesto.
Los ojos de su tío brillaban con desprecio.
– Muy pronto será tu tía, querido sobrino.
Sebastian se quedó sin aire en los pulmones y dio las gracias al dios o al arquitecto que había levantado allí mismo una pared donde poder apoyar el hombro.
Annabel Winslow era la nieta de lord Vickers. Era la exuberante y voluptuosa criatura que Newbury perseguía, la chica tan fértil que los pájaros cantaban a su paso.
Ahora todo encajaba. Se preguntaba cómo era posible que una chica de pueblo fuera amiga de la hija de un duque. Annabel y Louisa eran primas carnales. Claro que eran amigas.
Recordó la conversación que había tenido con su primo, el fragmento sobre las caderas fértiles y los pájaros cantando. La figura de la señorita Winslow era tan espectacular como Edward la había descrito. Cuando pensaba en cómo le brillaban los ojos a Edward mientras describía sus pechos…
Tenía la boca ácida. Quizá pegara a Edward. A su tío no, porque ya tenía una edad, pero Edward era de su misma generación.
La señorita Annabel Winslow era una pieza de fruta madura. Y su tío quería casarse con ella.
– Aléjate de ella -dijo su tío, en voz baja.
Sebastian no dijo nada. No tenía ninguna respuesta preparada, así que se quedó callado. Eso era mucho mejor.
– Aunque sólo Dios sabe si todavía quiero casarme con ella, después de su fatal error de cálculo.
Sebastian se concentró en su respiración, que se aceleraba peligrosamente.
– Puede que seas joven y apuesto -continuó Newbury-, pero yo tengo el título. Y haré lo que sea para que no caiga en tus asquerosas manos.
Seb se encogió de hombros.