Выбрать главу

– No lo quiero.

– Claro que sí -se mofó Newbury.

– No -dijo Sebastian con desparpajo. Empezaba a sentirse él mismo. Era increíble cómo un toque de insolencia y personalidad podían resucitar a un hombre-. Ojalá te des prisa y tengas un heredero. Porque todo esto es muy incómodo.

Newbury enrojeció todavía más, aunque Sebastian ya se lo esperaba.

– ¿Incómodo? ¿Te atreves a decir que el condado de Newbury es una incomodidad?

Seb quiso encogerse de hombros otra vez, pero luego se dijo que sería mejor si se inspeccionaba las uñas de las manos. Al cabo de unos segundos, levantó la cabeza:

– Sí. Y tú eres muy pesado.

Quizá cruzó demasiado la línea del respeto. Vale, se la había saltado y de largo, y estaba claro que Newbury pensaba igual, porque empezó a maldecir de forma incoherente, lanzando saliva y Dios sabe qué más al aire, hasta que al final lanzó el contenido de su vaso a la cara de Sebastian. No quedaba demasiado; seguramente, se le había caído casi todo cuando le había dado el puñetazo. Pero era suficiente para que le picaran los ojos y le goteara la nariz. Y mientras estaba allí de pie, como un mocoso esperando que alguien le diera un pañuelo, notó cómo en su interior se acumulaba la rabia. Una rabia como jamás había sentido. Incluso durante la guerra había sido capaz de ignorar aquella sed de sangre. Era un francotirador, lo habían entrenado para estar tranquilo, para derribar al enemigo desde la distancia.

Actuaba, pero no entraba en combate.

El corazón le latía muy deprisa en el pecho, la sangre le subía hasta las orejas y, aún así, oyó el susurro colectivo, vio a los hombres reunidos a su alrededor, esperando que respondiera al ataque.

Y lo hizo. Aunque no con los puños. Eso nunca.

– Por respeto a tu edad y a tu fragilidad -dijo, muy frío-, no voy a pegarte. -Retrocedió un paso y entonces, incapaz de mantener a raya la rabia, añadió en su habitual tono despreocupado-. Además, sé que quieres tener un hijo. Si te tiro al suelo, con fuerza, todos saben que te… -Suspiró, como si lamentara el final triste de una historia-. Bueno, que no estoy seguro de si tu virilidad sobreviviría el golpe.

Se produjo un silencio sepulcral, seguido por los desvaríos de Newbury, aunque Sebastian no los oyó. Se dio la vuelta y se marchó.

Así era más fácil.

A la mañana siguiente, el chisme había llegado a todos los rincones de la ciudad. Los primeros buitres llegaron a Vickers House a las diez de la mañana, una hora intempestiva. Annabel estaba despierta y de pie; normalmente se levantaba temprano, porque no era fácil desacostumbrarse a los horarios del campo. La sorprendió tanto que dos condesas preguntaran por ella que ni siquiera se le ocurrió decirle al mayordomo que no recibía visitas.

– Señorita Winslow -dijo la oficiosa voz de lady Westfield.

Annabel enseguida se levantó e hizo una reverencia, y luego repitió el gesto hacia lady Challis.

– ¿Dónde está tu abuela? -preguntó lady Westfield. Entró en el salón con paso decidido. Tenía los labios apretados en un gesto severo y su actitud parecía sugerir que algo olía a podrido.

– Todavía está en la cama -respondió Annabel, cuando recordó que lady Westfield y lady Vickers eran buenas amigas. O quizá sólo amigas. O quizá ni siquiera eso, aunque hablaban con frecuencia.

Pero ella suponía que eso contaba para algo.

– Entonces, tenemos que suponer que no lo sabe -dijo lady Challis.

Annabel se volvió hacia lady Challis que, a pesar de ser unos veinticinco años más joven que su acompañante, conseguía presumir de semblante demacrado y quisquilloso.

– ¿No sabe el qué, milady?

– No te hagas la inocente, niña.

– No me hago nada. -Annabel deslizó la mirada de una cara mojigata a la otra. ¿De qué estaban hablando? Seguro que una simple conversación con el señor Grey no se merecía aquella censura. Y se había marchado en el entreacto, como Louisa le había dicho que tenía que hacer.

– Eres muy astuta -dijo lady Challis-, al enfrentar al tío con el sobrino.

– No… No sé de qué me habla -tartamudeó Annabel. Pero sí que lo sabía.

– Deja de fingir ahora mismo -le espetó lady Westfield-. Eres una Vickers, a pesar de ese horrible hombre con el que tu madre se casó, y eres demasiado inteligente para librarte con esta comedia barata.

Annabel tragó saliva.

– Lord Newbury está furioso -dijo lady Westfield entre dientes-. Furioso. Y no lo culpo.

– No le hice ninguna promesa -dijo Annabel, deseando que su voz fuera un poco más firme-. Y yo no sabía…

– ¿Tienes una idea del honor que te ha hecho interesándose por ti?

Annabel notó cómo abría y cerraba la boca. La abrió y volvió a cerrarla. Se sentía como una imbécil. Como una mula muda y con cara de pez. Si hubiera estado en casa, enseguida habría saltado a defenderse, replicando frase por frase. Sin embargo, en casa nunca se había enfrentado a dos condesas furiosas que la miraban con ojos de hielo por encima de sus rectas y regias narices.

Bastaba para que una chica quisiera sentarse, siempre que pudiera sentarse ante la presencia de dos condesas que permanecían de pie.

– Naturalmente -añadió lady Challis-, tomó medidas para proteger su reputación.

– ¿Lord Newbury? -preguntó Annabel.

– Claro que lord Newbury. Al otro le da igual su reputación, nunca le ha importado.

Sin embargo, Annabel no estaba segura de que fuera así. El señor Grey era un conocido granuja, pero era más que eso. Tenía sentido del honor, y ella sospechaba que lo valoraba mucho.

O quizás ella estaba siendo fantasiosa y lo idealizaba en su mente. Además, ¿tan bien lo conocía?

Para nada. Hacía dos días que se habían conocido. ¡Dos días! Tenía que recuperar su sentido común. Y hacerlo ya.

– ¿Y qué hizo lord Newbury? -preguntó Annabel con mucha cautela.

– Defendió su honor, como era su deber -respondió lady Westfield en lo que a Annabel le pareció una respuesta vaga e insatisfactoria-. ¿Dónde está tu abuela? -repitió, mirando por todos los rincones del salón, como si fuera a descubrirla escondida detrás de una silla-. Alguien debería ir a despertarla. No se trata de un asunto trivial.

En el mes que llevaba en Londres, Annabel sólo había visto a su abuela despierta antes de mediodía en dos ocasiones. Y ninguna de las dos había acabado bien.

– Sólo la despertamos si hay una emergencia -dijo.

– ¿Y qué diablos crees que es esto, muchacha desagradecida? -prácticamente gritó lady Westfield.

Annabel hizo una mueca como si le hubieran dado una bofetada, y notó cómo en la garganta se le formaban las palabras: «Sí, por supuesto, milady. De inmediato, milady». Pero entonces levantó la cabeza, miró a lady Westfield a los ojos y vio algo horrible, algo tan malicioso que fue como una descarga eléctrica en la columna vertebral.

– No pienso despertar a mi abuela -dijo, con firmeza-. Y espero que usted no lo haya hecho con sus gritos.

Lady Westfield retrocedió.

– Antes de volver a hablarme así piénsatelo dos veces, señorita Winslow.

– No le he faltado al respeto, milady. Todo lo contrario, se lo aseguro. Mi abuela no es ella misma hasta mediodía y estoy segura de que, como amiga suya que es, no desea incomodarla.

La condesa entrecerró los ojos y miró a su amiga, que tampoco sabía demasiado bien cómo responder ante la frase de Annabel.

– Dile que hemos venido -dijo por fin lady Westfield, con dureza y marcando las sílabas.

– Lo haré -prometió Annabel, al tiempo que realizaba una reverencia que bastaba para ser reverente aunque sin caer en el servilismo.

¿Cuándo había aprendido aquellas sutilezas a la hora de hacer reverencias? Debía de haber absorbido más conocimientos inútiles en Londres de lo que creía.

Las dos mujeres se marcharon, pero Annabel apenas tuvo tiempo de dejarse caer en el sofá antes de que el mayordomo anunciara las dos siguientes visitas: lady Twombley y el señor Grimston.