A Annabel se le encogió el estómago, alarmada. Se los habían presentado un día, pero los conocía bien. Louisa le había dicho que eran unos chismosos, insidiosos y crueles.
Annabel se levantó enseguida e intentó detener al mayordomo antes de que los hiciera pasar, pero ya era demasiado tarde. Había recibido a las primeras visitas, de modo que no era culpa del mayordomo dar por sentado que estaba en casa para todo el mundo. Además, poco habría importado; el salón se veía desde la puerta de la casa y pudo ver cómo lady Twombley y el señor Grimston avanzaban hacia ella.
– Señorita Winslow -dijo lady Twombley, que entró con un precioso vestido de muselina rosa. Era una joven muy agradable, con el pelo rubio de color miel y los ojos verdes, pero, a diferencia de lady Olivia Valentine, cuyo aspecto pálido irradiaba amabilidad y humor, lady Twombley parecía astuta. Y no en el buen sentido.
Annabel hizo una reverencia.
– Lady Twombley. Qué amable al venir a visitarnos.
Lady Twombley señaló a su acompañante.
– Conoce a mi querido amigo el señor Grimston, ¿verdad?
Annabel asintió.
– Sí, nos presentaron en…
– En el baile de los Mottram -terminó el señor Grimston.
– En efecto -murmuró Annabel, sorprendida de que lo recordara. Ella no se acordaba.
– Basil tiene muy buena memoria en todo lo relacionado con las jóvenes damas -dijo lady Twombley, de forma atropellada-. Seguramente por eso es un experto en moda.
– ¿En moda femenina? -preguntó Annabel.
– Cualquier tipo de moda -respondió el señor Grimston, con una mirada desdeñosa hacia el salón.
A Annabel le habría gustado reprenderle la expresión, pero estaba de acuerdo; el salón estaba decorado en unos tonos malva muy pesados.
– Vemos que se encuentra bien -dijo lady Twombley, que se sentó en el sofá sin que nadie la hubiera invitado.
Annabel también se sentó.
– Por supuesto. ¿Por qué iba a encontrarme mal?
– Dios mío. -Los ojos de lady Twombley eran la viva imagen de la sorpresa afectada y se colocó la mano encima del corazón-. No lo sabe. Oh, Basil, no lo sabe.
– ¿El qué? -gruñó Annabel, aunque, para ser sincera, no estaba segura de si quería saberlo. Si lady Twombley estaba tan emocionada no podía ser nada bueno.
– Si me pasara a mí -continuó la mujer-, tendrían que meterme en la cama.
Annabel miró al señor Grimston, por si parecía dispuesto a explicarle de qué estaba hablando lady Twombley, pero estaba demasiado ocupado fingiendo estar aburrido.
– Menudo insulto -murmuró lady Twombley-. Menudo insulto.
«¿A mí?», quería preguntar Annabel, pero no lo hizo.
– Basil lo vio todo -dijo lady Twombley, señalando a su amigo.
Casi presa del pánico, Annabel se volvió hacia el caballero, que suspiró y dijo:
– Fue todo un número.
– ¿Qué ha pasado? -exclamó al final Annabel.
Satisfecha con el nivel de nerviosismo de la muchacha, lady Twombley respondió:
– Lord Newbury atacó al señor Grey.
Annabel se quedó de piedra.
– ¿Qué? No. Es imposible. -El señor Grey era joven y muy fuerte. Y lord Newbury… no.
– Le dio un puñetazo en la cara -añadió el señor Grimston, como si fuera lo más normal del mundo.
– Dios mío -dijo Annabel, con la mano delante de la boca-. ¿Está bien?
– Supongo -respondió el señor Grimston.
Annabel miró a lady Twombley y al señor Grimston, y otra vez a lady Twombley. Maldición, querían que lo preguntara otra vez.
– ¿Y qué pasó después? -preguntó, irritada.
– Se produjo un intercambio de palabras -respondió el señor Grimston, tras un educado bostezo-, y luego lord Newbury le lanzó la bebida a la cara al señor Grey.
– Me gustaría haberlo visto -murmuró lady Twombley. Annabel la miró horrorizada y la mujer se encogió de hombros. Y añadió-: Lo que no podemos evitar, siempre es mejor verlo con nuestros propios ojos.
– ¿Y el señor Grey le devolvió el golpe? -le preguntó Annabel al señor Grimston y se dio cuenta, para su mayor horror, de que estaba un poco mareada. No debería desear que una persona hiciera daño a otra, pero…
La idea de lord Newbury recibiendo un puñetazo… después de lo que había intentado hacerle…
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que la emoción no se le reflejara en la cara.
– No -respondió el señor Grimston-. A muchos les sorprendió el autodominio del señor Grey, pero a mí no.
– Es un granuja -dijo lady Twombley, que se inclinó hacia delante con un elocuente brillo en los ojos-, pero no es de los temerarios, ya me entiende.
– No -le espetó Annabel, que casi estaba perdiendo la paciencia con tanto comentario vago-. No la entiendo.
– Lo cortó -dijo el señor Grimston-. Y no por la vía directa. Imagino que ni siquiera él se atrevería. Pero creo que puso en duda la hombría del conde.
Annabel contuvo la respiración.
Lady Twombley se rió.
– Tal y como yo lo veo -continuó el señor Grimston-, ahora sólo pueden ocurrir dos cosas.
Por una vez, pensó Annabel, no iba a tener que insistir para sonsacarles la información. A juzgar por la mirada rapaz del señor Grimston, era imposible que se guardara sus pensamientos.
– Es bastante probable -continuó el hombre, satisfecho con el silencio de concentración que se había apoderado del salón-, que lord Newbury se case con usted de inmediato. Tendrá que defender su honor y la forma más rápida de hacerlo es tomándola enseguida.
Annabel retrocedió, más asqueada que antes mientras el señor Grimston la miraba de arriba abajo.
– Parece de las que procrean rápido -dijo.
– Por supuesto -añadió lady Twombley con un movimiento de muñeca.
– ¿Cómo dice? -preguntó Annabel, tensa.
– O -añadió el señor Grimston-, el señor Grey la seducirá.
– ¿Qué?
Aquello hizo que lady Twombley volviera a prestar atención.
– ¿De veras que lo crees, Basil? -preguntó.
Él se volvió hacia ella, y le dio la espalda a Annabel.
– Uy, seguro. ¿Se te ocurre una venganza mayor para con su tío?
– Voy a tener que pedirles que se marchen -dijo Annabel.
– ¡Ah, se me ha ocurrido una tercera opción! -exclamó lady Twombley, como si Annabel no acabara de intentar echarla.
El señor Grimston era todo oídos.
– ¿En serio?
– El conde podría elegir a otra joven. La señorita Winslow no es la única joven casadera de Londres. Nadie se lo echaría en cara después de lo que pasó anoche en la ópera.
– Anoche en la ópera no pasó nada -gruñó Annabel.
Lady Twombley la miró apiadándose de ella.
– No importa si pasó algo o no, ¿no se da cuenta?
– Continúa, Cressida -dijo el señor Grimston.
– Sí, claro -dijo ella, como si hubiera ofrecido un regalo-. Si lord Newbury elige a otra muchacha, el señor Grey no tendrá ningún motivo para seducir a la señorita Winslow.
– Y entonces, ¿qué pasará? -preguntó Annabel, aunque sabía que no debería hacerlo.
Los dos la miraron con la misma cara inexpresiva.
– Pues que se convertirá en una paria -dijo lady Twombley, como si fuera lo más obvio del mundo.
Annabel se quedó sin habla. Y no tanto por el mensaje, sino por la forma de transmitirlo. Aquella gente había venido a su casa, bueno era la casa de sus abuelos, pero mientras viviera allí también era su casa, y la habían insultado de todas las formas posibles. Y el hecho de que tuvieran razón en sus predicciones sólo lo empeoraba un poco más.
– Sentimos traerle tan malas noticias -dijo lady Twombley, que no parecía sentirlo en absoluto.
– Creo que deberían marcharse -respondió Annabel, mientras se ponía de pie. Le habría gustado pedírselo de otra forma, pero era muy consciente de que su reputación colgaba de un hilo y que esa gente, esas personas horribles, tenían el poder para sacar unas tijeras y cortarlo.