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– Por supuesto -dijo lady Twombley, mientras se levantaba-. Imagino que estará un poco atolondrada.

– Parece sofocada -añadió el señor Grimston-. Aunque podría ser por el color borgoña del vestido. Haría bien en buscarse un tono menos azulado.

– Lo tendré en cuenta -respondió Annabel, muy fría.

– Debería hacerlo, señorita Winslow -dijo lady Twombley mientras se dirigía hacia la puerta-. Basil tiene muy buen ojo para la moda. De veras.

Y se marcharon.

Casi.

Ya casi habían llegado a la puerta cuando Annabel oyó la voz de su abuela. A las, madre mía, Annabel miró el reloj… ¡Las diez y media! ¿Qué diantres habría sacado a lady Vickers de la cama a esa hora?

Annabel se pasó los siguientes diez minutos de pie junto a la puerta del salón, escuchando a su abuela mientras recibía el Evangelio según Grimston y Twombley. Qué alegría, se dijo con ironía, volver a escuchar el relato. Con todo lujo de detalles. Al final, la puerta se abrió y se cerró y, al cabo de un minuto, lady Vickers entró.

– Necesito una copa -anunció-. Y tú también.

Annabel no se opuso.

– Esos dos son como dos molestas comadrejas -dijo su abuela, bebiéndose la copa de brandy de un trago. Se sirvió otro, dio un sorbo, y le sirvió una copa a Annabel-. Pero, por mucho que me indigne, tienen razón. Niña, te has metido en un buen lío.

Annabel rozó el brandy con los labios. Bebiendo a las diez y media de la mañana. ¿Qué diría su madre?

Su abuela meneó la cabeza.

– Serás burra. ¿En qué estabas pensando?

Annabel esperaba que fuera una pregunta retórica.

– Bueno, supongo que no lo hiciste con mala intención. -Lady Vickers se terminó la copa y se sentó en su sillón preferido-. Tienes suerte de que tu abuelo sea tan buen amigo del conde. Todavía podremos salvar el matrimonio.

Annabel asintió sumisa, deseando…

Deseando…

Sólo deseando. Lo que fuera. Algo bueno.

– Gracias a Dios que Judkins ha tenido el acierto de avisarme de todas las visitas que has tenido -continuó su abuela-. Te digo una cosa, Annabel, da igual el tipo de marido que tengas, pero un buen mayordomo vale su peso en oro.

A Annabel no se le ocurrió ninguna respuesta.

Su abuela dio otro sorbo.

– Judkins me ha dicho que Rebecca y Winifred han estado aquí.

Annabel asintió, dando por sentado que se refería a lady Westfield y lady Challis.

– Nos van a inundar. A inundar. -Se volvió hacia Annabel con los ojos entrecerrados-. Espero que estés preparada.

Annabel notó cómo algo desesperado se apoderaba de su estómago.

– ¿No podemos decir que no estamos en casa?

Lady Vickers se rió.

– No, no podemos decir que no estamos en casa. Te has metido en este lío tú solita, y lo afrontarás como una dama: con la cabeza alta, recibiendo a todas las visitas y recordando todas y cada una de sus palabras para diseccionarlas y analizarlas luego.

Annabel se sentó, y se levantó cuando entró Judkins anunciando la siguiente visita.

– Será mejor que te termines el brandy -le dijo su abuela-. Lo vas a necesitar.

CAPÍTULO 12

Tres días después…

Si no haces algo para reparar el daño que has causado, no volveré a hablarte en la vida.

Sebastian levantó la mirada del plato de huevos y se encontró con la preciosa y furiosa cara de la mujer de su primo. Olivia no solía enfadarse y, sinceramente, era algo digno de presenciar.

Aunque, teniendo en cuenta la situación, preferiría presenciarlo si la ira fuera dirigida a otra persona.

Miró a Harry, que estaba leyendo el periódico mientras desayunaba. Este se encogió de hombros, indicando con ese gesto que no consideraba que fuera asunto suyo.

Sebastian bebió un sorbo de té, lo tragó y luego volvió a mirar a Olivia con un semblante inexpresivo.

– Disculpa -dijo, muy contento-. ¿Hablabas conmigo?

– ¡Harry! -exclamó ella, con un resoplido de indignación. Pero su marido meneó la cabeza y ni siquiera levantó la mirada del periódico.

Olivia entrecerró los ojos con aire amenazante y Seb decidió que se alegraba de no estar en la piel de Harry cuando tuviera que enfrentarse a su mujer esa noche.

Aunque, seguramente, a esas alturas Harry ya no llevaría nada encima de la piel.

– ¡Sebastian! -exclamó Olivia, muy severa-. ¿Me estás escuchando?

Él parpadeó y la miró fijamente.

– Escucho todas tus palabras, querida prima. Ya lo sabes.

Ella retiró la silla que había delante de él y se sentó.

– ¿No quieres desayunar? -preguntó él, caballeroso.

– Después. Primero…

– Sería un placer servírtelo -se ofreció él-. No querrás dejar de comer en tu estado.

– Mi estado no es el problema que nos ocupa -dijo ella, señalándolo con un dedo largo y elegante-. Siéntate.

Seb ladeó la cabeza, descolocado.

– Ya estoy sentado.

– Ibas a levantarte.

Él se volvió hacia Harry.

– ¿Cómo la aguantas?

Harry levantó la mirada del periódico por primera vez esa mañana y sonrió con picardía.

– Tiene sus beneficios -murmuró.

– ¡Harry! -gritó Olivia.

A Sebastian le gustó ver cómo se sonrojaba.

– De acuerdo -dijo-. ¿Qué he hecho, ahora?

– Se trata de la señorita Winslow.

«La señorita Winslow.» Seb intentó no fruncir el ceño mientras pensaba en ella. Y era muy irónico porque se había pasado gran parte de los últimos dos días con el ceño fruncido mientras intentaba no pensar en ella.

– ¿Qué pasa con la señorita Winslow?

– No mencionaste que tu tío la estaba cortejando.

– No sabía que mi tío la estaba cortejando. -¿Había sonado un poco tenso? No podía ser. Tenía que controlar mejor su aspecto y su actitud.

Se produjo un breve silencio. Y entonces:

– Debes de estar muy enfadado con ella.

– Todo lo contrario -respondió Sebastian con aire despreocupado.

Los preciosos labios de Olivia se separaron ante la sorpresa.

– ¿No estás enfadado con ella?

Seb se encogió de hombros.

– Estar enfadado requiere mucha energía. -Levantó la cabeza del plato y le ofreció una sonrisa insulsa-. Tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo.

– ¿Ah, sí? Bueno, claro que sí. Pero ¿no estás de acuerdo en que…?

Sebastian se dijo que tenía que hacer algo con aquella irritación que le estaba oprimiendo debajo de las costillas. Era bastante desagradable y le resultaba mucho más fácil ignorar y dejar que los insultos le entraran por un oído y le salieran por el otro. Pero ¿realmente Olivia creía que se pasaba el día sentado y comiendo bombones?

– ¿Sebastian? ¿Me estás escuchando?

Él sonrió y mintió:

– Por supuesto.

Olivia emitió un sonido a medio camino entre un quejido y un gruñido. Pero continuó:

– De acuerdo, no estás enfadado con ella, aunque, en mi opinión, tienes todo el derecho a estarlo. Aún así…

– Si mi tío te cortejara -la interrumpió Sebastian-, ¿no buscarías unos últimos instantes de risas? Y no lo digo para fanfarronear, aunque si se me permite decirlo, considero que soy muy buena compañía; no creo que nadie pueda negarlo. Soy una compañía mucho más agradable que Newbury.

– Tiene razón -dijo Harry.

Olivia frunció el ceño.

– Pensaba que no estabas escuchando.

– No os estoy escuchando -respondió él-. Estoy aquí leyendo mientras mis orejas se ven atacadas.

– ¿Cómo lo aguantas? -murmuró Sebastian.

Olivia apretó los dientes.

– Hay ciertos beneficios -gruñó.

Aunque Sebastian estaba bastante seguro de que, esa noche, Harry no tendría ningún beneficio.