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– Pues ya está -le dijo a Olivia-. La perdono. Debería haberme dicho algo, pero entiendo por qué no lo hizo, y sospecho que cualquiera de nosotros habría hecho lo mismo.

Se produjo una pausa y luego Olivia dijo:

– Es un gesto muy generoso por tu parte.

Él se encogió de hombros.

– El rencor no es bueno para la salud. Fíjate en Newbury. No estaría tan gordo ni demacrado si no me odiara tanto. -Se volvió hacia el desayuno mientras se preguntó qué haría Olivia con aquella dosis de lógica.

Ella esperó unos diez segundos antes de continuar:

– Me alegro de saber que no le guardas ningún resentimiento. Como te he dicho, necesita tu ayuda. Después de tu escena en White’s…

– ¿Qué? -exclamó Sebastian, y apenas pudo reprimir las ganas de dar un puñetazo en la mesa-. Espera un momento. Yo no monté ninguna escena. Si quieres llamar la atención a alguien, ve a buscar a mi tío.

– Está bien, lo siento -dijo Olivia, tan incómoda que Sebastian la creyó-. Fue culpa de tu tío, lo sé, pero el resultado es el mismo. La señorita Winslow está en una situación terrible y tú eres el único que puede salvarla.

Sebastian se metió otro bocado de comida en la boca y luego, con cuidado, se secó los labios. Había al menos diez cosas acerca del comentario de Olivia por las que Sebastian podría haberse ofendido, si fuera el tipo de hombre que se ofende por los comentarios de mujeres enojadas. Serían:

Una, la posición de la señorita Winslow no era tan terrible porque, dos, por lo visto, estaba muy cerca de convertirse en la condesa de Newbury, un título que, tres, venía con todo tipo de fortunas y prestigio, aunque también venía con el conde de Newbury, al que nadie podía considerar un premio.

Por no hablar de, cuatro, que él era quien lucía un ojo morado y, cinco, también a quien habían lanzado el contenido de un vaso a la cara, y todo porque, seis, a ella no le había parecido adecuado decirle que su tío la estaba cortejando a pesar de que, siete, sabía perfectamente que eran parientes, porque, ocho, estuvo a punto de desmayarse cuando, esa noche en el brezal, le dijo su nombre.

Sin embargo, quizá Sebastian debería centrarse más en la segunda parte del comentario de Olivia, el que hacía referencia a que él era la única persona que podía salvar a la señorita Winslow. Porque, nueve, no veía ningún motivo para que eso fuera así y, diez, tampoco veía por qué debería preocuparle.

– ¿Y bien? -le preguntó Olivia-. ¿No se te ocurre nada que decir?

– Sí, varias cosas, la verdad -respondió él sosegado. Volvió a concentrarse en la comida. Al cabo de unos segundos, levantó la mirada. Olivia estaba aferrada a la mesa con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, y una mirada…

– Ten cuidado -murmuró él-. Se te va a cortar la leche.

– ¡Harry! -gritó ella.

Harry bajó el periódico.

– Aunque te agradezco que solicites mi opinión, estoy casi seguro de que no tengo nada que aportar a esta conversación. Dudo que reconociera a la señorita Winslow si me cruzara con ella por la calle.

– Pero si te pasaste una noche entera en el mismo palco de la ópera que ella -dijo Olivia con incredulidad.

Harry se lo pensó unos segundos.

– Supongo que reconocería la parte posterior de su cabeza, puesto que fue la única vista que me ofreció.

Sebastian se rió, pero enseguida recuperó el gesto serio. A Olivia no le había hecho ninguna gracia.

– De acuerdo -dijo, uniendo las manos a modo de súplica-. Dime por qué todo esto es culpa mía y qué puedo hacer para arreglarlo.

Olivia lo miró fijamente un interminable segundo más antes de añadir con tono remilgado:

– Me alegro que me lo preguntes.

Harry se atragantó con algo. Seguramente, con su propia risa. Aunque Sebastian esperaba que fuera con la lengua.

– ¿Tienes idea de lo que la gente está diciendo de la señorita Winslow? -preguntó Olivia.

Puesto que Sebastian se había pasado los dos últimos días encerrado en su habitación, trabajando para conseguir que la ficticia señorita Spencer saliera de debajo de la cama ficticia de su escocés ficticio, no, no sabía lo que decían de la señorita Winslow.

– ¿Y bien? -insistió Olivia.

– No -admitió él.

– Dicen… -Se inclinó hacia delante y con una expresión tan seria que Sebastian estuvo a punto de retroceder-, que sólo es cuestión de tiempo que la seduzcas.

– No es la primera señorita sobre la que dicen eso -respondió Seb.

– Es diferente -dijo Olivia, con los dientes apretados-, y lo sabes. La señorita Winslow no es una de tus viudas alegres.

– A mí me encanta una viuda alegre -murmuró él, sólo porque sabía que la sacaría de quicio.

– Dicen -gruñó ella-, que arruinarás su reputación sólo para fastidiar a tu tío.

– Te aseguro que no tengo intención de hacerlo -dijo Sebastian-, y espero que el resto de la sociedad lo entienda cuando se dé cuenta de que ni siquiera la he visitado.

Y no pretendía hacerlo. Sí, le caía bastante bien y sí, se había pasado la mayor parte de las horas que había estado despierto estudiando las distintas formas en que le gustaría atarla a la cama, pero no tenía ninguna intención de materializar esa fantasía. Puede que la hubiera perdonado, pero no quería tener más contacto con ella. En lo que a él respetaba, si Newbury la quería, podía quedársela.

Y es lo que le dijo a Olivia, aunque quizá con un poco más de delicadeza. Sin embargo, sólo obtuvo una mirada furiosa y un:

– Es que Newbury ya no la quiere. Ése es el problema.

– ¿Para quién? -preguntó Seb con suspicacia-. Si yo fuera la señorita Winslow, esto me parecería lo más semejante a una solución.

– No eres la señorita Winslow y, además, no eres mujer.

– Gracias a Dios -dijo, sin ningún tipo de tacto. A su lado, Harry dio tres golpes en la mesa.

Olivia los miró a los dos con el ceño fruncido.

– Si fueras una mujer -dijo ella-, entenderías las dimensiones de este desastre. Lord Newbury no ha ido a visitarla ni una sola vez desde vuestro altercado.

Sebastian arqueó las cejas.

– ¿De veras?

– Sí. ¿Y sabes quién sí ha ido a visitarla?

– No -respondió, porque sabía que ella no se guardaría la información.

– ¡Todos los demás! ¡Todos!

– Ha debido de estar muy ocupada -murmuró él.

– ¡Sebastian! ¿Sabes a quién incluye ese «todo el mundo»?

Por un segundo, Sebastian se planteó una respuesta sarcástica pero luego, y básicamente para preservar su integridad física, decidió que era mejor morderse la lengua.

– Cressida Twombley -dijo Olivia, entre dientes-. Y Basil Grimston. Han ido a verla tres veces.

– ¿Tres ve…? ¿Cómo sabes todo eso?

– Yo lo sé todo -respondió ella, quitándole importancia.

Y Sebastian se lo creía. Si Olivia hubiera estado en la ciudad antes de conocer a la señorita Winslow en el parque, nada de esto habría pasado. Habría sabido que Annabel Winslow era la prima de lady Louisa. Y, seguramente, también sabría su cumpleaños y su color favorito. Y seguro que habría sabido que la señorita Winslow era nieta de los Vickers y, por lo tanto, la presa de su tío.

Y entonces habría mantenido las distancias. El beso en el brezal habría quedado en un recuerdo vago, aunque precioso. No habría aceptado la invitación a la ópera, no se habría sentado a su lado y no habría descubierto que sus ojos, de un color gris muy claro, adquirían una tonalidad verde cuando iba vestida de ese color. No sabría que tenía unas sensibilidades parecidas a las suyas, o que se mordía el labio inferior cuando estaba concentrada en algo. O que le costaba mucho estarse quieta.

O que olía ligeramente a violetas.

Si hubiera sabido quién era, ninguno de esos datos inútiles le invadiría el cerebro, quitándole espacio a algo importante. Como un análisis detallado de las diferencias entre un lanzamiento bajo y uno alto en el críquet. O recordar las palabras exactas del soneto de Shakespeare («¡Ay, cuánta pobreza acarrea mi Musa!») que llevaba más de un año recitando mal.