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– La señorita Winslow se ha convertido en el hazmerreír de la ciudad -dijo Olivia-, y no es justo. Ella no ha hecho nada.

– Yo tampoco -señaló Sebastian.

– Pero tú tienes la capacidad de arreglarlo. Y ella no.

– ¡Ay, cuánta pobreza acarrea mi Musa! -murmuró él.

– ¿Qué dices? -preguntó Olivia, impaciente.

Él ignoró su comentario anterior. Era inútil intentar explicárselo. En lugar de eso, la miró fijamente y preguntó:

– ¿Qué quieres que haga?

– Ir a verla.

Sebastian se volvió hacia Harry, que seguía fingiendo que leía el periódico.

– ¿No acaba de decirme que todo Londres cree que pretendo seducirla?

– Sí -confirmó Harry.

– Santo Dios -blasfemó Olivia, con tanta fuerza que los dos hombres parpadearon-. ¿Por qué sois tan obtusos?

Los dos la miraron, y su silencio confirmaba la pregunta.

– Ahora parece que tanto tu tío como tú la habéis abandonado. Por lo visto, el conde no la quiere y, a juzgar por tu actitud, tú tampoco. Dios sabe lo que las señoras estarán chismorreando.

Sebastian se lo imaginaba. La mayoría diría que la señorita Winslow había sido demasiado ambiciosa, y no había nada que les gustara más que ver cómo una chica ambiciosa se daba de bruces contra la realidad.

– Ahora mismo, la gente va a visitarla por curiosidad -dijo Olivia. Y, entrecerrando los ojos, añadió-: Y por crueldad. Pero no te equivoques, Sebastian. Cuando todo esto termine, nadie la querrá. No, a menos que hagas lo que tienes que hacer en este mismo instante.

– Por favor, dime que lo que tengo que hacer no incluye una propuesta de matrimonio -dijo él. Porque, a ver, por muy encantadora que fuera la señorita Winslow, no creía que se hubiera sobrepasado tanto para tener que pagar ese precio.

– Por supuesto que no -respondió Olivia-. Sólo tienes que ir a verla. Demostrar a la sociedad que te sigue pareciendo una chica encantadora. Y tienes que ser todo un caballero. Si haces algo que pueda considerarse seductor, estará perdida.

Sebastian estaba a punto de hacer uno de sus habituales comentarios irónicos, cuando una punzada de indignación le atravesó el cuerpo y, en cuanto abrió la boca, no pudo evitarlo. Quería saberlo.

– ¿Cómo es que la gente, y entre ellos personas que hace años que me conocen, algunos incluso décadas, me consideran el tipo de persona que seduciría a una inocente por venganza?

Esperó un segundo, pero Olivia no le respondió. Y Harry, que ya había dejado de fingir que leía el periódico, tampoco.

– No es una cuestión trivial -añadió Sebastian, enfadado-. ¿Alguna vez me he comportado de forma que pueda sugerir tal cosa? Explicadme qué he hecho para convertirme en un villano depredador de tales dimensiones. Porque tengo que confesar que no lo entiendo. ¿Sabes que nunca, ni una sola vez, me he acostado con una virgen? -dirigió la pregunta a Olivia, básicamente porque le apetecía ofender e incomodar-. Ni siquiera cuando yo era virgen.

– Ya basta, Sebastian -dijo Harry, muy despacio.

– No, no basta. Me pregunto, ¿qué creen que pienso hacer con la señorita Winslow después de seducirla? ¿Abandonarla? ¿Matarla y lanzar su cuerpo al Támesis?

Por un segundo, sus primos se lo quedaron mirando. Era lo más cerca que había estado de levantar la voz desde…

Desde…

Desde siempre. Ni siquiera Harry, con quien había ido al colegio y al ejército, lo había oído levantar la voz.

– Sebastian -dijo Olivia, con cariño. Alargó el brazo y le acarició la mano, pero él la apartó.

– ¿Es lo que piensas de mí? -preguntó él.

– ¡No! -exclamó ella, con los ojos llenos de horror-. Por supuesto que no. Pero yo te conozco. Y… ¿Adónde vas?

Sebastian ya se había levantado y se dirigía hacia la puerta.

– A visitar a la señorita Winslow -le espetó él.

– Pero no vayas de ese humor -dijo ella, levantándose de la silla.

Sebastian se detuvo en seco y la miró fijamente.

– Yo… Eh… -Olivia miró a Harry, que también se había levantado. Él respondió la pregunta silenciosa de su esposa arqueando una ceja y ladeando la cabeza hacia la puerta-. Quizá debería ir contigo -dijo. Tragó saliva y enseguida se agarró del brazo de Sebastian-. Así todo parecerá más formal, ¿no crees?

Sebastian asintió, pero la verdad es que ya no sabía qué pensar. O quizá le daba igual.

CAPÍTULO 13

– ¿Brandy? -preguntó lady Vickers, ofreciendo una copa.

Annabel meneó la cabeza. Después del segundo día de recibir visitas matutinas con su abuela (que no podía hacer frente a cualquier hora anterior a mediodía sin la debida libación), había aprendido que era mejor limitarse a la limonada y el té hasta después de comer.

– Me da dolor de estómago.

– ¿Esto? -preguntó lady Vickers, observando la copa con curiosidad-. ¿Qué extraño! A mí me hace sentir muy serena.

Annabel asintió. No había otra respuesta posible. Había pasado más tiempo con su abuela esos últimos días que en el último mes. Cuando lady Vickers le había dicho que afrontara el escándalo como una dama, también se refería a ella misma y, por lo visto, eso significaba mantenerse pegada al lado de su abuela en todo momento.

Annabel se dio cuenta de que era la demostración de amor más tangible que su abuela jamás le había hecho.

– Bueno, debo decir una cosa -proclamó lady Vickers-. Gracias a este escándalo, he visto a más amigas estos días que en el último año.

¿Amigas? Annabel sonrió débilmente.

– Creo que está perdiendo fuelle -continuó lady Vickers-. El primer día tuvimos treinta y tres visitas, veintinueve el segundo, y ayer sólo veintiséis.

Annabel abrió la boca, atónita.

– ¿Las has contado?

– Claro que las he contado. ¿Tú qué has hecho?

– Eh… ¿Quedarme aquí sentada y enfrentarlo como una dama?

Su abuela se rió.

– Seguro que creías que no sabía contar más de diez.

Annabel balbuceó y tartamudeó y empezó a arrepentirse de no haber aceptado el brandy.

– ¡Bah! -Lady Vickers restó importancia al comentario agitando la mano en el aire-. Tengo muchos talentos escondidos.

Annabel asintió, pero la verdad era que no sabía si quería descubrir más talentos de su abuela. En realidad, estaba segura de que no quería.

– Una mujer debe tener su reserva privada de secretos y fuerza -continuó su abuela-. Confía en mí. -Bebió un sorbo de brandy, soltó un suspiro de satisfacción, y bebió otro sorbo-. Cuando estés casada, entenderás lo que quiero decir.

«Noventa y ocho visitas», pensó Annabel, después de sumar mentalmente las visitas de los tres días. Noventa y ocho personas habían acudido a Vickers House, hambrientas por alimentar el último escándalo. O para extenderlo. O para explicarle lo mucho que se había extendido.

Había sido horrible.

Noventa y ocho personas. Se hundió en la silla.

– ¡Siéntate recta! -le recriminó su abuela.

Annabel obedeció. Quizá no habían sido noventa y ocho. Algunas personas habían venido más de una vez. Lady Twombley había venido… ¡cada día!

¿Y dónde estaba el señor Grey mientras todo esto sucedía? Nadie lo sabía. Nadie lo había visto desde el altercado en el club. Annabel estaba segura de que era verdad, porque se lo habían dicho, al menos, noventa y ocho veces.

Sin embargo, no estaba enfadada con él. No era culpa suya. Ella debería haberle dicho que su tío la estaba cortejando. Era ella quien habría podido evitar el escándalo. Y eso era lo peor de todo. Llevaba tres días sintiéndose avergonzada, furiosa y pequeña, y sólo podía culparse a sí misma. Si le hubiera dicho la verdad, si no cuando se conocieron, sí cuando se encontraron en Hyde Park…