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– Dos visitas, señora -anunció el mayordomo.

– Las primeras del día -dijo lady Vickers, muy seca. ¿O quizás había sido con sorna?-. ¿Quiénes son, Judkins?

– Lady Olivia Valentine y el señor Grey.

– Ya era hora -gruñó lady Vickers. Y, cuando Judkins acompañó a las visitas hasta el salón, repitió-: Ya era hora. ¿Por qué ha tardado tanto?

Annabel estaba a punto de morirse de vergüenza.

– No me encontraba bien -dijo el señor Grey, con una irónica sonrisa dirigida hacia su ojo.

Su ojo. Estaba horrible. Enrojecido, un poco hinchado y con un moretón negro azulado que le llegaba hasta la sien. Annabel contuvo el aliento de forma sonora. No pudo evitarlo.

– Soy una visión bastante horrorosa -murmuró él, mientras la tomaba de la mano y se inclinaba para besársela.

– Señor Grey -dijo ella-. Lamento muchísimo lo de su ojo.

Él irguió la espalda.

– Pues a mí me gusta. Parece que llevo un guiño perpetuo.

Annabel empezó a sonreír, pero luego se contuvo.

– Un guiño espantoso -asintió.

– Y yo que creía que era atractivo -murmuró él.

– Siéntese -dijo lady Vickers, señalando el sofá. Annabel se dirigió hacia allí, pero su abuela dijo-: No. Él. Tú, ahí. -Y luego se dirigió hacia la puerta y gritó-: Judkins, no estamos para nadie. -Y cerró la puerta con firmeza.

Cuando terminó de sentar a cada uno en su asiento, lady Vickers no perdió el tiempo en complacencias.

– ¿Qué piensa hacer? -dijo, dirigiéndose no al señor Grey sino a su prima, que se había mantenido en silencio hasta ahora.

Sin embargo, lady Olivia mantuvo la serenidad. Estaba claro que ella tampoco creía que los dos protagonistas del escándalo pudieran solucionarlo solos.

– Mi primo está horrorizado por el daño potencial para la reputación de su nieta y está avergonzado por cualquier responsabilidad que haya podido tener en este escándalo.

– Y debería estarlo -dijo lady Vickers ásperamente.

Annabel miró de reojo al señor Grey. Para su tranquilidad, parecía divertido. Quizás incluso un poco aburrido.

– Por supuesto -añadió lady Olivia, con cautela-, su implicación ha sido completamente involuntaria. Como todos saben, lord Newbury lanzó el primer golpe.

– El único golpe -intervino el señor Grey.

– Sí -admitió lady Vickers, reconociendo ese hecho con un gesto grandilocuente con el brazo-. Pero ¿quién puede culparlo? Seguro que la sorpresa lo superó. Conozco a Newbury desde hace años. Es un hombre de sensibilidades delicadas.

Annabel estuvo a punto de soltar una carcajada. Volvió a mirar al señor Grey, para ver si a él le sucedía lo mismo. Sin embargo, cuando lo hizo, los ojos de él se abrieron alarmados.

Un momento… ¿Alarmados?

El señor Grey tragó saliva, con incomodidad.

– Sí -dijo lady Vickers, con un suspiro-, pero ahora el matrimonio corre peligro. Deseábamos tanto que Annabel se casara con un conde.

– ¡Aaahhh!

Annabel y lady Olivia miraron al señor Grey quien, si a Annabel no le fallaban los oídos, acababa de gritar. Él dibujó una sonrisa forzada y parecía más incómodo que nunca. Aunque no es que lo hubiera visto muchas veces, pero parecía uno de esos hombres que se sentía cómodo en cualquier situación.

Él se movió en el asiento.

Annabel bajó la mirada.

Y vio la mano de su abuela en el muslo del señor Grey.

– ¡Té! -prácticamente gritó, poniéndose de pie-. Tomemos un té. ¿No les apetece?

– A mí sí -dijo el señor Grey, muy agradecido, y aprovechó la ocasión para alejarse de lady Vickers. Sólo fueron unos centímetros, pero ya estaba lo suficientemente lejos como para que no pudiera volver a tocarlo sin resultar ridículamente obvia.

– Me encanta el té -balbuceó Annabel, que se fue hasta la cuerda para hacer sonar la campana-. ¿A ustedes no? Mi madre siempre decía que no se podía solucionar nada sin una taza de té.

– ¿Y al revés también es verdad? -preguntó el señor Grey-. ¿Que, con una taza de té, se soluciona cualquier cosa?

– Pronto lo descubriremos, ¿no cree? -Annabel observó, horrorizada, cómo su abuela se acercaba al señor Grey-. ¡Madre mía! -dijo, quizá con demasiado énfasis-. Se ha atascado. Señor Grey, ¿le importaría ayudarme con esto? -Sujetó la cuerda, con cuidado de no hacer sonar la campana.

Él prácticamente se levantó de un salto.

– Será un placer. Ya me conocen -dijo, hacia las otras dos mujeres-. Vivo para rescatar a damiselas en apuros.

– Por eso estamos aquí -intervino lady Olivia, con una sonrisa.

– Con cuidado -le dijo Annabel cuando le quitó la cuerda de las manos-. No tire demasiado fuerte.

– Por supuesto que no -murmuró él, y luego, en voz baja, añadió-. Gracias.

Se quedaron junto a la cuerda un momento y entonces, convencida de que su abuela y lady Olivia estaban absortas en su conversación, Annabel dijo:

– Siento lo de su ojo.

– Ah, no es nada -respondió él, restándole importancia.

Ella tragó saliva.

– También siento mucho no haberle dicho nada. No estuvo bien por mi parte.

Él encogió un hombro en un movimiento seco.

– Si mi tío me cortejara, no estoy seguro de si querría gritarlo a los cuatro vientos.

Ella tenía la sensación de que tenía que reír, pero sólo sentía una desesperación terrible. Consiguió sonreír, aunque sin demasiado entusiasmo, y dijo…

Nada. Por lo visto la sonrisa era lo máximo a lo que podía aspirar.

– ¿Se casará con él? -le preguntó el señor Grey.

Ella bajó la mirada hasta sus pies.

– No me lo ha pedido.

– Lo hará.

Annabel intentó no responder. Intentó pensar en otra cosa de qué hablar, cualquier cosa que sirviera para cambiar de conversación sin resultar demasiado obvia. Cambió el peso de pierna, miró el reloj y entonces…

– Quiere un heredero -dijo el señor Grey.

– Lo sé -respondió ella, muy despacio.

– Y lo necesita rápido.

– Lo sé.

– Muchas jóvenes se sentirían halagadas de que se hubiera fijado en ellas.

Ella suspiró.

– Lo sé.

Levantó la mirada y sonrió. Fue una de esas extrañas sonrisas que son, como mínimo, un setenta y cinco por ciento nerviosas.

– Y lo estoy -dijo. Tragó saliva-. Quiero decir, que me siento halagada.

– Por supuesto -murmuró él.

Annabel se quedó quieta mientras intentaba no dar golpecitos con el pie en el suelo. Otra de sus costumbres que su abuela detestaba. Pero es que era muy difícil estarse quieta cuando una no se sentía cómoda.

– Es algo discutible -dijo, muy rápido-. No ha venido a verme. Sospecho que ha puesto sus ojos en otro objetivo.

– Algo por lo que espero que esté agradecida -dijo el señor Grey muy despacio.

Ella no respondió. No podía. Porque sí que estaba agradecida. Más que eso, estaba aliviada. Y se sentía muy culpable por sentirse así. El matrimonio con el conde habría salvado a su familia. No debería estar agradecida. Debería estar destrozada de que la unión se hubiera roto.

– ¡Señor Greeey! -exclamó su abuela desde el otro lado del salón.

– Lady Vickers -respondió él, muy educado, mientras regresaba a la zona de los sofás. Sin embargo, no se sentó.

– Creemos que debe cortejar a mi nieta -anunció.

Annabel notó que se sonrojaba al instante y le habría encantado esconderse debajo de una silla, pero el pánico se apoderó de ella y la hizo echar a correr hacia su abuela, exclamando:

– Abuela, no puedes decirlo en serio. -Y luego se volvió hacia el señor Grey-. No lo dice en serio.

– Lo digo en serio -dijo su abuela, con concisión-. Es la única manera.

– Oh no, señor Grey -añadió Annabel, mortificada de que lo obligaran a cortejarla-. Por favor, no piense que…