– No, si eso lo entiendo -respondió ella-. Me parece terriblemente injusto…
– Coincidimos -intervino él.
– Pero lo entiendo. Sin embargo, sospecho que existen miles de matices que desconozco.
– Por supuesto. Por ejemplo, nuestra actuación aquí en el parque; hay muchos detalles que se tienen que interpretar a la perfección.
– No tengo ni idea de qué me está hablando.
Él cambió de postura para colocarse frente a ella.
– Se trata de cómo la miro.
– ¿Perdón?
Él sonrió y la miró con adoración.
– Así -murmuró.
Annabel separó los labios y, por un momento, se quedó sin respiración.
A Sebastian le encantaba provocarle esa reacción. Casi tanto como le encantaba saber que no respiraba. Dios, cómo le gustaba poder leer a las mujeres.
– No, no, no -le recriminó-. No puede mirarme así.
Ella lo miró confundida.
– ¿Qué?
Él se acercó un poco más y, con sorna, susurró:
– Nos están mirando.
Ella abrió los ojos y él supo el momento exacto en que su cerebro volvió a la realidad. Ella intentó mirar a izquierda y a derecha con disimulo y luego, muy despacio y absolutamente confundida, volvió a mirar a Sebastian. Aunque, sinceramente, no tenía ni idea de qué estaba haciendo.
– Esto no se le da demasiado bien -dijo él.
– Soy malísima -admitió ella.
– Seguramente, porque no tiene ni idea de lo que está haciendo -añadió él, con suavidad-. Permítame que la ilumine: estamos en el parque.
Annabel arqueó una ceja.
– Lo sé.
– Con un centenar, aproximadamente, de nuestras amistades más cercanas alrededor.
Ella se volvió otra vez, en esta ocasión hacia Rotten Row, donde había varios grupos de señoras que estaban fingiendo que no los miraban.
– No sea tan descarada -dijo él, mientras inclinaba la cabeza para saludar a la señora Brompton y a su hija Camilla, que les estaban sonriendo como diciendo: «Les conocemos, pero quizá no deberíamos conversar».
Annabel se enfureció. ¿Quién miraba así a otra persona? Sin embargo, no pudo evitar felicitarse por haber conseguido ofrecerles una expresión multifacética.
Por maleducada que fuera.
– Parece enfadada -dijo el señor Grey.
– No. -Bueno, quizá sí.
– ¿Entiende lo que estamos haciendo? -verificó él.
– Creía que sí -murmuró ella.
– Quizá se haya dado cuenta de que se ha convertido en un objeto de especulación -dijo él.
Annabel contuvo las ganas de reír.
– Podría decirlo así.
– Vaya, señorita Winslow, ¿por qué detecto un dejo de sarcasmo en su voz?
– Sólo un dejo.
Él estuvo a punto de reír, pero no lo hizo. Annabel se dio cuenta de que era una expresión habitual en él. Veía humor en todas partes. Era un don muy poco común y el motivo, quizá, por el cual a todo el mundo le gustaba estar cerca de él. Era feliz y si alguien podía estar cerca de una persona feliz, quizá se le pegara algo. La felicidad podía ser como un resfriado. O como la cólera.
Se contagiaba. Le gustaba. Felicidad contagiosa.
Annabel sonrió. No pudo evitarlo. Y lo miró, porque tampoco podía evitarlo, y él la miró, con curiosidad. Estaba a punto de hacerle una pregunta, seguramente acerca de por qué, de repente, había empezado a sonreír como una boba cuando…
Annabel dio un respingo.
– ¿Ha sido un disparo?
Él no dijo nada y, cuando Annabel lo miró, vio que se había quedado pálido.
– ¿Señor Grey? -Le colocó la mano en el brazo-. ¿Señor Grey? ¿Se encuentra bien?
Él no dijo nada. Annabel abrió los ojos como platos porque, aunque sabía que era imposible que le hubieran dado, empezó a mirarlo de arriba abajo buscando un rastro de sangre.
– ¿Señor Grey? -repitió, porque nunca lo había visto así. Y, aunque no podía decir que hiciera tanto que lo conocía, sabía que le pasaba algo. Se había quedado inmóvil y tenía la mirada perdida.
Estaba allí, frente a ella, mirando a algún punto perdido detrás de ella y, a pesar de eso, parecía estar a kilómetros de distancia.
– ¿Señor Grey? -repitió, y esta vez le sacudió ligeramente el brazo, como si quisiera despertarlo.
Él dio un respingo y volvió la cabeza hacia ella. La miró unos segundos antes de verla realmente e, incluso entonces, parpadeó varias veces antes de decir:
– Mis disculpas.
Ella no sabía cómo responder. No tenía de qué disculparse.
– Es esa maldita competición -murmuró él.
Annabel no le recriminó el lenguaje.
– ¿Qué competición?
– Algún estúpido concurso de tiro. En medio de Hyde Park -le espetó-. Una banda de idiotas. ¿Quién haría algo así?
Annabel empezó a decir algo. Notó cómo movía los labios, pero no emitió ningún sonido. Así que cerró la boca. Era mejor quedarse callada que decir alguna estupidez.
– La semana pasada también lo hicieron -farfulló él.
– Me parece que están detrás de esa colina -dijo Annabel, señalando a sus espaldas. En realidad, el disparo había sonado muy cerca. Aunque no la había hecho palidecer ni ponerse a temblar; una chica que crecía en el campo estaba acostumbrada a oír disparos de rifle con cierta frecuencia. Sin embargo, había sonado bastante fuerte y suponía que si alguien había estado en la guerra…
«La guerra.» Tenía que ser eso. El padre de su padre había luchado en las colonias y, hasta el día en que murió, daba un respingo cada vez que oía un ruido fuerte. Nunca nadie comentaba nada al respecto. La conversación se interrumpía unos segundos, pero nada más, y todo continuaba como si nada. Era una norma implícita en la familia Winslow. Y a todos les había parecido de maravilla.
¿O no?
Al resto de la familia le había parecido de maravilla, pero ¿y a su abuelo? Siempre tenía la mirada vacía. Y no le gustaba viajar cuando anochecía. Bueno, suponía que a nadie le gustaba, pero todos lo hacían cuando era necesario. Excepto su abuelo. Cuando caía la noche, estaba en casa. En cualquier casa. En más de una ocasión, había terminado como invitado sorpresa en casa de alguien.
Y Annabel se preguntaba si nadie le había preguntado nunca por qué lo hacía.
Miró al señor Grey y, de repente, sintió que lo conocía mucho mejor que hacía un minuto.
Aunque quizá no tan bien como para hacer un comentario.
Él deslizó la mirada hasta su cara desde donde quiera que estuviera mirando y empezó a decir algo, pero entonces…
Otro disparo.
– ¡Malditos sean todos!
Annabel separó los labios, sorprendida. Miró a un lado y al otro, deseando que nadie lo hubiera escuchado. A ella no le importaba ese vocabulario puesto que nunca había dado demasiada importancia a esas cosas, pero…
– Discúlpeme -murmuró él, y luego se dirigió hacia los disparos, con paso firme y decidido. Annabel tardó en reaccionar, pero enseguida dio un brinco y lo siguió.
– ¿Adónde va?
Él no respondió o, si lo hizo, ella no lo escuchó porque no volvió la cabeza. Además, era una cuestión estúpida, porque estaba claro adónde iba: hacia la competición de tiro, aunque no tenía ni idea de por qué. ¿Para reñirles? ¿Para pedirles que pararan? ¿Podía hacerlo? Si había alguien disparando en el parque, tendría un permiso para hacerlo, ¿no?
– ¡Señor Grey! -exclamó ella, intentando seguir su ritmo. Pero él tenía unas piernas muy largas y ella tenía prácticamente que correr para mantenerse a su lado. Cuando llegó a la zona de tiro, estaba sin aliento y sudada bajo la presión del corsé.
Sin embargo, no cesó y lo siguió hasta que lo tuvo a escasos metros. El señor Grey se había acercado al grupo de participantes; eran una media docena de jóvenes que, según Annabel, todavía no habían cumplido los veinte años.