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– ¿Qué diantres creen que hacen? -les preguntó. Aunque en ningún momento alzó la voz. Algo que, teniendo en cuenta lo enfadado que estaba, extrañó sobremanera a Annabel.

– Una competición -respondió uno de los jóvenes, dibujando esa sonrisa desenfadada que siempre provocaba que ella pusiera los ojos en blanco-. Llevamos aquí toda la semana.

– Ya lo he oído -respondió el señor Grey.

– Hemos cerrado una zona de seguridad -dijo el joven, señalando hacia la diana-. No se preocupe.

– ¿Y cuándo terminarán? -les preguntó él con la suficiente frialdad.

– Cuando alguien dé en el centro de la diana.

Annabel miró el objetivo. Había presenciado varias competiciones de tiro y sabía que, en este caso, la diana estaba demasiado lejos. Además, sospechaba que, al menos, tres de los participantes habían bebido. Podían pasarse allí toda la tarde.

– ¿Quiere intentarlo? -preguntó otro joven, ofreciéndole la pistola al señor Grey.

Sebastian dibujó una sonrisa sardónica y aceptó la pistola.

– Gracias.

Y entonces, ante la mirada atónita de Annabel, levantó el brazo, apretó el gatillo y le devolvió la pistola a su propietario.

– Ya está -anunció, con concisión-. Han terminado.

– Pero…

– Fin de la competición -dijo, y entonces se volvió hacia Annabel con una expresión tremendamente plácida-. ¿Podemos continuar con nuestro paseo?

Annabel consiguió pronunciar un «Sí», aunque no estaba segura de que hubiera sido demasiado claro, porque no dejaba de mover la cabeza hacia el señor Grey y hacia la diana. Uno de los jóvenes había ido corriendo hasta el objetivo a ver si le había dado y ahora estaba gritando y parecía inmensamente sorprendido.

– ¡Increíble! -gritó, cuando regresó hacia el grupo-. Ha dado en el centro exacto de la diana.

Annabel abrió la boca, atónita. El señor Grey ni siquiera había apuntado o, como mínimo, le había parecido que no apuntaba.

– ¿Cómo lo ha hecho? -le estaba preguntando el joven.

Otro añadió:

– ¿Podría volver a hacerlo?

– No -respondió él, con brusquedad-, y no se olviden de recogerlo todo.

– No, todavía no hemos terminado -respondió uno de los jóvenes; algo bastante estúpido, a juicio de Annabel. El tono de voz del señor Grey era suave pero sólo un idiota habría ignorado el brillo de dureza en sus ojos-. Pondremos otra diana. Tenemos hasta las dos y media. Usted no cuenta, puesto que no es uno de los participantes.

– Discúlpeme -dijo con amabilidad el señor Grey a Annabel. La soltó del brazo y se acercó a los jóvenes-. ¿Me permite su arma? -le preguntó a uno de ellos.

El chico se la entregó en silencio y, una vez más, el señor Grey levantó el brazo y, sin ninguna concentración aparente, apretó el gatillo.

Uno de los postes de madera que aguantaba la diana se partió; no, se descompuso, y la diana cayó al suelo.

– Ahora sí que han terminado -dijo el señor Grey, devolviéndole la pistola a su dueño-. Buenos días.

Volvió al lado de Annabel, la tomó del brazo y, antes de que ella se lo preguntara, dijo:

– Era francotirador. En la guerra.

Ella asintió, porque ahora estaba convencida de cómo fueron derrotados los franceses. Miró la diana, que estaba rodeada de chicos, y al señor Grey, que parecía totalmente despreocupado. Y luego, como no podía evitarlo, volvió a girarse hacia la diana, apenas consciente de la presión sobre el brazo que le estaba ejerciendo él mientras intentaba alejarla de allí.

– Ha sido… Ha sido…

– Nada -dijo él-. No ha sido nada.

– Yo no diría que nada -respondió ella, con cautela. Parecía que él no quería cumplidos, pero es que Annabel no podía quedarse callada.

Él se encogió de hombros.

– Es un talento.

– Y uno muy útil, diría. -Quería volverse hacia la diana una vez más, pero no iba a poder ver nada y, además, él no se había vuelto ni una sola vez.

– ¿Le apetece un helado? -preguntó él.

– ¿Perdón?

– Un helado. Empieza a hacer calor. Podríamos ir a Gunter’s.

Annabel no respondió, porque seguía desconcertada ante el repentino cambio de tema.

– Tendremos que llevarnos a Olivia, claro, pero es una compañía excelente. -Frunció el ceño, pensativo-. Y seguramente debe tener hambre. No sé si ha desayunado esta mañana.

– Sí, claro… -dijo Annabel, aunque no porque supiera de qué le estaba hablando. Él la estaba mirando expectante, de modo que ella entendió que tenía que responderle.

– Excelente. Pues a Gunter’s. -Le sonrió con ese ya familiar brillo en los ojos, y Annabel tuvo ganas de agarrarlo por los hombros y sacudirlo. Era como si todo el episodio con las pistolas y la diana no hubiera existido-. ¿Le gusta el helado de naranja? -le preguntó-. El de naranja es especialmente bueno, únicamente por detrás del de limón, aunque no siempre tienen de limón.

– El de naranja me gusta -dijo ella, y otra vez lo hizo porque parecía que debía responder.

– El de chocolate también está delicioso.

– El chocolate me gusta.

Y así siguieron, conversando sobre nada en concreto, hasta que llegaron a Gunter’s donde Annabel, aunque no le gustara reconocerlo, se olvidó por completo del incidente del parque. El señor Grey insistió en pedir un helado de cada sabor y ella en que sería de mala educación no probarlos todos (excepto el de rosas, que nunca había soportado; por el amor de Dios, la rosa era una flor, no un sabor). Y luego lady Olivia dijo que no podía tolerar el olor del helado de bergamota, con lo que el señor Grey inmediatamente se lo pasó por delante de la nariz. Annabel no recordaba la última vez que se había divertido tanto.

Diversión. Simple y pura diversión. Algo maravilloso.

CAPÍTULO 15

Dos días después…

Cuando Annabel terminó de bailar con lord Rowton, con quien había bailado después de hacerlo con el señor Berbrooke, con quien había bailado después de haberlo hecho con el señor Albansdale, con quien había bailado después de bailar con un señor Berbrooke, distinto al de antes, con quien había bailado después de bailar con el señor Cavender, con quien había bailado después de bailar con… ¡increíble! un príncipe ruso, con quien había bailado después de bailar con sir Harry Valentine, con quien había bailado después de bailar con el señor St. Clair, con quien (aquí tuvo que hacer una pausa para recuperar el aliento) había bailado después de bailar con el señor Grey…

Bastaba decir que, si hasta ahora no entendía la naturaleza veleidosa de la sociedad londinense, ahora sí. No sabía cuántos caballeros la habían invitado a bailar porque el señor Grey se lo había pedido como favor y cuántos lo habían hecho siguiendo el ejemplo de los otros, pero una cosa estaba clara: estaba causando furor. Al menos, esta semana.

El paseo por el parque había conseguido el objetivo deseado, igual que la visita a Gunter’s. Toda la alta sociedad de Londres la había visto con Sebastian Grey comportándose (en palabras de Sebastian) como una tonta enamorada. Él se aseguró que las personas más chismosas lo vieran dándole un beso en la mano, riéndole las gracias y, para aquellos que se acercaron a charlar con ellos, incluso mirándola embelesado (aunque sin rastro de lujuria).

Y sí, había utilizado la palabra «lujuria». Y le habría chocado de no ser por su forma tan divertida de decir esas cosas. Ella sólo pudo reír, algo que, según la informó el señor Grey, era perfecto, porque quedaba raro que él se riera de sus bromas y ella no se riera con él.

Y eso la hizo reírse otra vez.

Habían repetido la charada al día siguiente, y al otro, cuando fueron de picnic con sir Harry y lady Olivia. El señor Grey la acompañó a casa de sus abuelos con instrucciones de que no apareciera por el baile de los Hartside hasta, como mínimo, las nueve y media. El carruaje de los Vickers se detuvo a las nueve y cuarenta y cinco, y cuando, cinco minutos después, entró en el salón, el señor Grey estaba charlando cerca de la puerta con un señor que ella no conocía. Sin embargo, en cuanto la vio, enseguida fue a buscarla.